La eterna cualquiercosa
Martín López-Vega
Valencia. Pre-Textos,
2014.
Los poetas, salvo raras excepciones, no escriben libros de
poemas, sino poemas que luego se reúnen en libro. En la última recopilación de
Martín López-Vega, autor de obra abundante que no gusta de anclarse a una sola
tradición, hay un puñado de espléndidos poemas y algunos prescindibles
experimentos.
Comencemos
por los poemas que justifican el libro, los que acreditan que la obra poética
de López-Vega, iniciada en Travesías (1996),
ha logrado escapar de todas las Circes que le han tentado con sus piruetas a lo
largo de su ya dilatada singladura.
Comienza La eterna cualquiercosa con un himno a
la cotidianidad, a todo lo que miramos sin ver. Detrás está la lección de
Alberto Caeiro y de Álvaro de Campos, del mejor Pessoa: “Es hermoso caminar
solo entre la bruma / sabiéndose tantos a la vez. / Soy una conversación de
inexistentes. / Soy lo que queda de una infinidad de futuros / que viven su
truncada existencia dentro de mí. / Es hermoso haber elegido tantas veces: /
soy un cruce de cruces de caminos”.
A la
antología viajera que López-Vega ha ido escribiendo desde su primer libro se
añade ahora “Junio”, hermoso poema en que un grupo de amigos comen pescado
frente a las costas de Croacia “mientras un mirlo / picoteaba una cereza / y
dejaba dentro su canción”.
La amistad
tiene un lugar central en la poesía de este autor. “Yendo a casa de Xuan Bello
con unas semillas que le traigo de Portugal” se titula uno de los poemas más
arriesgados del libro; podía haberse quedado en una cordial banalidad, en una
anécdota más o menos bien contada, pero en él está el poeta López-Vega de
cuerpo entero, con esa fórmula solo suya de mezclar cotidianidad y cultura, muy
concretos datos biográficos y un vislumbre sobre esa otra realidad que hay tras
la realidad. En este poema, unas palabras de Lucrecio sobre la dificultad de
llevar a los versos latinos los hallazgos de los griegos “a causa de la pobreza
de nuestra lengua” le sirven para ponderar la capacidad de Xuan Bello de poner
“en asturiano claro” la complejidad del mundo contemporáneo, y poco después
alude a su mejora de la vieja receta del “bacalhau con natas”.
Y a la par
que los amigos, la familia. A la figura de su abuelo ha dedicado López-Vega
algunos de sus más conmovedores poemas. En “Esfera”, el abuelo vuelve de donde
no se vuelve para revelarle “cosas que solo se intuyen en el amor y en la
música”. Reaparece, esta vez bajo un prisma de humor, en “Mis influencias como
científico”: “Mi abuelo era un filósofo cuya obra / se resume en un tomo que
consta / apenas del título: Oír, ver y
callar”. Otro conmovedor (y consolador) poema familiar: “Una manzana para
Margarita”. Elegía y justificación de la poesía: “Por eso escribo poemas / para
sentir la salud / para encender la luz / que una y otra vez el viento de la
vida apaga”. Pero el poema que yo prefiero de estos poemas familiares lleva el
título de “Reunión”. Comienza con un encuentro familiar en la terraza de un
restaurante, “en Asturias, / en la Toscana o en el Carso, a la sombra de
manzanos, / olivos o castaños”. Tras unos demorados versos llenos de pequeños
detalles exactos, descubrimos el carácter onírico, imposible, anhelado de esa
reunión “en la que estamos todos para siempre / con nuestras risas que no
cesarán nunca / nuestros vasos / que una mano invisible mantendrá siempre
llenos / y ninguna herida, / ningún dolor / ningún remordimiento”.
Entre las
elegías a amigos y maestros que se integran en el libro, destaca “Puerta
entornada”, dedicada a Seamus Heaney, otra historia de fantasmas. Y no conviene
olvidar los poemas de amor. “La corriente del golfo” se titula uno de ellos y
es uno de los más originales que se hayan escrito nunca. Hasta el último verso,
mejor, hasta la última palabra, parece que está hablando de otra cosa, pero
basta un nombre (el mismo que encontramos en la escueta dedicatoria del
volumen) para darle un nuevo sentido, el verdadero, a todo: “Siempre que algo
brilla / la responsable es una planta microscópica. Llámala / felicidad,
llámala calma, llámala Patricia”. El otro poema de amor, “La eterna
cualquiercosa”, que cierra el libro y le da título, tiene una estructura
cinematográfica. Vemos desde fuera una casa rodeada de un pequeño jardín,
escuchamos el canto de los pájaros, nos acercamos a la ventana, oímos a una
pareja que charla en la cocina, alguien pasa en bicicleta, entrevemos el aleteo
de un colibrí: “Si entrásemos, veríamos sobre la mesa del salón / una guía de
aves y un libro de poemas / con un verso subrayado: Well, / not every day can be a mastepiece. / Que no sea por no
intentarlo. / Que no sea por no haber puesto atención / que no alcancemos / el árbol de la vida, /
la fuente de la juventud, / la eterna cualquiercosa”.
Cuando
llegamos al final ya nos hemos olvidado de los ejercicios de taller (“Coloquio
sobre Ícaro”, “Cantar de Mío Cid”), de alguna bien intencionada obviedad (“El
verdadero poeta va solo. / Los que van en manada son el coro”) o de ciertas
incursiones en el divagatorio fárrago. Quizá esas presuntas caídas son
deliberadas, quizá estén puestas entre los poemas más intensos para permitirnos
un respiro.
Y termino
subrayando un divertido poema encontrado (la relación de reparaciones en una
iglesia de Braga) y las precisas referencias –el poema “Roscoe” puede servir de
ejemplo– a la realidad americana en que actualmente transcurre la vida del
poeta asturiano, que fue periodista y librero y ahora es profesor en la
Universidad de Iowa.
Cómo anima al muchacho a que se ensañe en su próxima reseña. Si es usted inteligente, notará cómo siempre trata de dejar en mal lugar a los jóvenes autores asturianos. Y es que le ofende que el talento asome en su tierra más allá de él.
ResponderEliminarQué cosas. Y a lo mejor el anónimo ni siquiera ha leído el libro de López-Vega...
Eliminar¡Qué maravilla ese poema del que soy tercer encontrador! El tercer eslabón saluda a los dos aros precedentes.
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