El escritor y sus máscaras
Manuel Neila
Pigmalión. Madrid,
2015.
La crítica literaria se ejerce de muchas maneras. La que se
publica en la prensa diaria, la que da cuenta de las novedades que acaban de
llegar a las librerías, cumple una doble función: informativa y valorativa.
Pero ambas, muy a menudo, no son otra cosa que la prolongación de la publicidad
editorial.
No es el
caso de Manuel Neila, poeta, diarista, traductor, cultivador y estudioso del
aforismo. Los libros de los que él se ocupa no aspiran nunca a la categoría de best seller, sino más bien todo lo
contrario. Sus preferencias van hacia los raros y olvidados, pero sin desdeñar
por eso a los clásicos que están en la mente de todos, a sus maestros, por lo
general autores que se movieron en los terrenos fronterizos en los que no
resulta fácil distinguir literatura y pensamiento, poesía y filosofía.
En Los escritores y sus máscaras, colección
de reseñas y ensayos escritos a lo largo de una década, nos encontramos con
Leopardi y Nietzsche, con Juan Ramón y Antonio Machado, pero los capítulos más
memorables del volumen, y los que más agradece el lector, son los que se ocupan
de nombres menos canónicos.
No podían
faltar los aforistas, como el desconocido Antoine de Rivarol y el cada vez más
apreciado Joseph Joubert. También se ocupa de los aforismos de Rabindranath
Tagore, un escritor que hoy nos fatiga un tanto con su pedagógica sensiblería,
y de los del casi secreto Nicolás Gómez Dávila, que se declaraba “enemigo de la
modernidad” y aspiraba a ser “el perfecto reaccionario”, sin que eso le restara
un ápice de lucidez ni de deslumbrante inteligencia.
Dos son los
momentos a mi entender más destacados de esta miscelánea. Uno de ellos lo
constituyen las páginas dedicadas a Cristóbal Serra, el raro escritor
mallorquín del que Manuel Neila es uno de los primeros especialistas. Se trata
de un escritor sin género, muy parsimonioso en sus primeros años, y de
abundante producción en la senectud. Serra comienza inventándose un heterónimo,
escribe después un viaje imaginario a la manera de Swift, Viaje a Cotiledonia, y una Guía
para el lector del Apocalipsis. Cultiva a su manera, heredera del
surrealismo y de la filosofía de Oriente el aforismo y en uno de sus más sugerentes
libros, Efigies, retrata y antologa a
los más destacados cultivadores del género. Cristóbal Serra es uno de esos
escritores al margen sin los cuales cualquier literatura está incompleta.
El otro
momento culminante del libro lo encontramos en el estudio sobre Guillermo
Carnero, titulado, muy atinadamente, “El
hedonismo de la inteligencia”. No es un poeta fácil Guillermo Carnero. Tras
deslumbrar, a los veinte años, con el culturalismo de Dibujo de la muerte, se internó luego por abstrusos caminos metapoéticos
en los que al común de los lectores le resultaba muy difícil seguirle. Después
de un dilatado periodo de silencio volvió con un libro, Verano inglés, en el que aunaba cultura y vida, hedonismo e
inteligencia. Manuel Neila consigue hacernos ver “el dibujo en la alfombra”, la
coherencia secreta de esos aparentes zigzagueos.
En un libro
titulado El escritor y sus máscaras, llama
la atención la inclusión de un nombre que, si abundantemente citado como
crítico y lingüista, rara vez resulta mencionado entre los creadores: Emilio
Alarcos Llorach, quien aparece, además de en su calidad de estudioso, como
creador empeñado “en mostrar la paradoja de la vida humana, que radica en el
anhelo de eternidad del hombre, a sabiendas de que solo le está permitido conseguir
la permanencia en el momento finito, temporal, del lenguaje; antinomia que se
ha convertido en la piedra de toque de la mejor poesía de los tiempos
modernos”.
Termina
esta miscelánea –en la que no quiero dejar de subrayar la evocación de Hélène Berr,
una de tantas vidas “antes de tiempo y casi en flor cortadas” por el
Holocausto– con un capítulo dedicado al filósofo italiano Franco Volpi con
motivo de su libro El nihilismo. Las
líneas finales valen tanto para el libro de Volpi como para El escritor y las máscaras o para la
obra entera de Manuel Neila: “Es una invitación al placer de pensar libremente,
sin las ataduras ideológicas habituales, antes de que otros lo hagan por
nosotros”.
La norma era dar siempre la razón a las mujeres. Como otras especies, el matriarcado anidaba en la entelequia pública.
ResponderEliminar© María Taibo