Los árboles portátiles
Jon Juaristi
Madrid. Taurus, 2017.
Con Los árboles
portátiles –el título procede un verso de Lope–, Jon Juaristi ha querido
escribir un ensayo y una crónica que tienen mucho de novela intelectual.
Comienza en la Marsella de 1940, donde se amontonan los que pretenden huir del
fascismo, una Marsella que se parece –quizá le sirvió de modelo– al escenario
de la película Casablanca. Nos cuenta
luego la historia de un barco, el Capitaine
Paul Lemerle, que transportará los primeros refugiados a América. En estas
páginas iniciales hay referencias a Conrad y a Baroja y a la gran literatura de
tema marítimo. Mucho de barojiano hay en el rápido desfile de tipos curiosos
que nos presenta Juaristi y en su gusto por la varia erudición y las opiniones
contundentes. En el viaje que se nos narra coincidieron el poeta André Breton y
el antropólogo Lévi-Strauss, el intelectual revolucionario Victor Serge y el
pintor Wifredo Lam. Jon Juaristi nos cuenta sus vidas, antes y después del
viaje, y también comenta sus teorías, que marcaron la primera mitad del siglo
XX, la época de la revolución y las vanguardias, de los grandes sueños utópicos
que acabaron en pesadillas.
Podía haber
sido Los árboles portátiles una obra
maestra del ensayo y la crónica “basada en hechos reales”, pero el propio autor
se ha ocupado de que eso no ocurra. Ignora Juaristi –no sabemos si
deliberadamente– la sabia frase de Voltaire: “El secreto de aburrir es
contarlo todo”. Da la impresión de que él escribe todo lo que se le viene a la
cabeza y luego es incapaz de borrar ninguna de sus ocurrencias. Un ejemplo: “Los
nativos negros, y perdón por el chistecillo, eran el blanco más fácil”. Los
chistecillos sin gracia abundan el libro: tras mencionar al sindicalista
Vicente Lombardo Toledano (no volverá a aparecer en el libro) escribe: “Como
habría dicho Borges, ¿en qué quedamos, Vicente, lombardo o toledano?”. En una
conversación se puede pedir disculpa por un mal chiste, en el borrador de un
libro se tachan por respeto a los lectores.
Pero Jon
Juaristi no tacha nada. Como un ortodoxo poeta surrealista, parece creer que
hacer literatura es escribir lo primero que a uno se le viene a la cabeza y que
el creador echa a perder su obra al corregirla. Tras copiar los versos finales
de un poema de Wifredo Lam, lo explica como un aplicado discípulo de Freud: “El
murciélago bicéfalo suspendido del techo simboliza la escena primaria, el coito
de los padres”; el vuelo en busca de su sombra alude al “padre castrador”. Tras
varias páginas de primarias divagaciones psicoanalíticas, cita unos versos de
Eliot y luego añade: “No sé si vienen muy a cuento, pero los meto aquí para
poner fin de una vez a este conato de psicoanálisis con el que me he divertido
mucho, pero que en algún punto hay que cortar (análisis, papeles o cabecitas)”.
El lector se divierte menos con lo que solo es diversión privada.
Ls
deliberada mezcla de estilos –al modo de una novela “polifónica y bajtiniana”,
según se indica en el capítulo último– tampoco parece funcionar. Tras contarnos
la historia de uno de los antepasados de Lévi-Strauss, que conoció a la
emperatriz Eugenia de Montijo y que quizá pudo conocer a Isabel II, concluye:
“Como se sabe, Isabel II la palmó en París en 1904, a sus setenta y
cuatro primaveras y gorda como un cachalote”.
Pero aún
hay más. Jon Juaristi reconstruye el viaje del Capitaine Paul Lemerle citando abundantemente los diarios, cartas,
memorias que escribieron sus ilustres pasajeros. Pero no se limita a citarlos:
critica su estilo, se burla de ellos, interrumpe con observaciones entre
corchetes, como un maleducado contertulio, las palabras ajenas. Quien dude que
lo que digo puede buscar en la página 308 la cita de Víctor Serge (habla de su
primer viaje en avión) que Juaristi apostilla de manera tan injustificadamente
despectiva: “Lo dicho: un cenizo. Y, por si fuera poco, más anticuado que un
samovar”.
Uno de los
capítulos comienza con la siguiente afirmación: “Como de costumbre, Helena
Holzer confunde las fechas para que le
cuadren y sitúa la llegada del Capitaine
Paul Lemerle a Martinica el día 24 de abril de 1941, un mes justo después
de su partida de Marsella”. ¿Y dónde confunde esas fechas, “como de costumbre”,
Helena Holzer, de la que solo sabemos que estuvo casada con Wifredo Lam? Ni en
el texto ni en la bibliografía se cita ninguna obra suya. Pero Juaristi parece
que la tiene tomada con ella. Más adelante, escribe: “El 18 de mayo los Lam
embarcan en el Presidente Trujillo (Rafael Trujillo, según Helena, que no da
una)”.
Si ese leve
error, cometido no sabemos dónde, le permite afirmar a Juaristi que Helena
Holzer “no da una”, ¿qué se podría decir de quien tras informarnos de que
conoce muy bien Nueva York y de que fue director del Cervantes se detiene a
explicarnos los problemas que tuvo para rehabilitar los edificios del Amster
Yard, situados “en la calle Veintinueve Este”,
y convertirlos en la nueva sede del Instituto? No hace falta haber sido
director del Cervantes, basta haber visitado la sede neoyorquina alguna vez,
para no olvidar que se encuentra más arriba de Grand Central y del Chrysler, que
están en la 42.
Un error
menor, ciertamente, que se suma a algún otro (a Cernuda se le califica de
“poeta modernista”), y que ayuda a que no nos tomemos demasiado en serio lo que
podría haber sido una obra maestra –pocas personas con tan varios saberes como
Jon Juaristi– a poco que el autor se tomara a sí mismo algo más en serio (llega
incluso a afirmar, sin rubor ninguno, que no pone notas, dejando en el aire la
procedencia de sus citas, porque las notas son un invento del siglo XVI “para
reintroducir la teología en un mundo secularizado”.
Detrás de
un libro no solo está su autor, también una serie de profesionales de los que
nos olvidamos a menudo. A Los árboles
portátiles le ha faltado un editor (en el sentido inglés del término) que
sugiriera qué gracietas quitar, que salidas de tono evitar y que señalara, por
citar un ejemplo concreto, que el prólogo no es el lugar más adecuado para que se
nos explique minuciosamente, como si se estuviera en clase, la figura retórica
(“una sinécdoque de segundo grado”) que se emplea en el título.
Juaristi siempre interesante pero fiel a sí mismo. En el segundo párrafo debería ser "Voltaire" y en el séptimo "que tuvo". Sorry.
ResponderEliminarJua, jua, jua... No compraré este árbol portátil.
ResponderEliminarEn definitiva, UN BODRIO.
ResponderEliminarAsí es.
EliminarLo estoy leyendo y su crítica me parece bastante acertada aunque encuentro algunas virtudes en el libro. Hubiera ganado mucho como dice usted con un editor de verdad. Aún así me resulta irresistible, quizá por esa misma verborrea incontinente del autor. Gracias, saludos.
ResponderEliminarNo algunas virtudes, muchos méritos hay en el libro. Por eso resulta tan irritante que el autor tome a veces tan poco en serio a los lectores.
EliminarJLGM
Un buen editor tampoco hubiera consentido esa portada. Juaristi en estado puro, barojiano, quiero decir. El caso es escribir, luego Dios dirá.
ResponderEliminarLa antigua amistad del maestro Martín con Juaristi dio paso a la malquerencia, a la malevolencia, a la maledicencia. Los chistes nos pueden parecer graciosos o estúpidos dependiendo de quien los haga; y los "peccata minuta", crasos errores o graciosos lunares por la misma razón. Por su columna de hoy en El País, diríase que a Félix de Azúa sí le gusta el libro, la prosa y hasta la persona de Juaristi.
ResponderEliminarQué sorpresa. A Azúa le gusta Juaristi y a Juaristi le gusta Azúa.
EliminarAntonio González debería leer "Los árboles portátiles" y luego decidir si mis comentarios sobre el libro son adecuados o no. A los correligionarios de Juaristi no les es necesario leerlo para elogiarlo.
Ya he leído la columna de Azúa, Antonio. Un excelente texto publicitario. Para escribirlo no es necesario leer el libro (lleva su tiempo y a veces resulta un tanto pesado), basta con glosar la contracubierta o los textos publicitarios de la editorial. Nada tiene que ver ese tipo de artículos encomiásticos (se escriben en diez minutos y son muy agradecidos por autor y editor) con una reseña crítica. Lea usted el libro de Juaristi, compare luego mi reseña y la de Azúa y ya me dirá cuál responde mejor al contenido del volumen (esto es, quién resulta más orientativo para el lector).
ResponderEliminarVoy por la mitad del libro y coincido con la crítica. Es una pena. Tiene algunas virtudes, pero la autocomplacencia de su autor arruinará cualquier proyecto.
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