El calcetín de Hegel
Francisco G. Orejas
Trabe. Oviedo, 2017.
Dos son los protagonistas de El calcetín de Hegel: el humor inteligente y la caprichosa
erudición. El lector resabiado puede pensar, al hojear el libro, que se
encuentra ante una secuela de El hacedor borgiano
o de La vuelta al día en ochenta mundos de
Cortázar. Y ambos nombres mayores se mencionan y se homenajean explícitamente
en alguna ocasión, pero la personalidad de Francisco G. Orejas se impone desde
las primeras páginas: le gusta ahuecar la voz, ponerse pedante para reírse (o
para hacernos reír) mejor.
Hay ficción
en El calcetín de Hegel, pero la minuciosa
erudición de que hace gala su autor casi siempre es verdadera. “Rue Vaugirard”
enumera los escritores que vivieron en esa calle de París junto al “verleniano
Jardín de Luxemburgo” que aparece en poema de Miguel d’Ors; “Hotel Habana
Riviera”, a quienes pasaron por ese hotel tan ligado a ilustres visitantes de
la revolución cubana; “Maletas, mochilas, manuscritos” nos habla de originales
perdidos; “Il est interdit d’interdire”, de las más pintorescas prohibiciones
que en el mundo han sido.
La
enumeración (más enciclopédica que caótica) es un arte que domina Francisco G.
Orejas. La acumulación de minucias eruditas va a menudo aliada a la parodia,
como en “Dermatobia hominis”, enésima burla del disparatado conferenciante.
“Onán el enano” le da todas las vueltas posibles a esas frases que se leen
igual por el derecho que por el revés, los palíndromos, y que tanto han
obsesionado a algunos.
Las
anécdotas autobiográficas también tienen su lugar en el libro. “En 1981,
durante un par de meses, yo fui E. M. Cioran”, comienza “Metamorfosis”. Un
error en la transcripción de un artículo de Cioran sobre María Zambrano en Los
Cuadernos del Norte le sirve para construir una curiosa historia sobre la
doble identidad (y para homenajear a Juan Cueto, uno de sus maestros en el arte
del jugueteo con la modernidad y la filosofía). Lo que hay de verdad en lo que
nos cuenta “Metamorfosis” puede comprobarlo el lector hojeando los número 8 y 9
de la mítica revista asturiana.
Dos o tres
piezas de pura ficción (si es que tal cosa existe) se encuentran entre las
mejores páginas del volumen. “Cada propina atrasa cinco minutos la revolución”
podría formar parte de cualquier antología del relato humorístico. Otra forma
de humor –de kafkiano humor negro– encontramos en “Itinerario urbano”.
Y hay
también capítulos que darían mucho juego en un taller de escritura. “Títulos
equívocos”, enumeración de títulos (sin indicar autor) que sugieren un tipo de
obra muy distinto de aquel al que se refieren; “Lectura comentada”, que hace
intervenir en la trama las figuras del lector, el autor y el narrador; “El
libro caníbal”, que entremezcla párrafos de obras bien conocidas (Don Quijote, La Regenta, Cien años de
soledad).
Los libros
misceláneos tienen siempre algo de cajón de sastre y no suelen gozar de
excesivo aprecio. Pero el concepto de unidad, a menudo sobrevalorado, no
siempre ha sido bien entendido. La unidad de un volumen la da personalidad del
autor, no el contar una única historia ni el centrarse en un único tema. La
unidad la da el estilo, y el de Francisco G. Orejas resulta inconfundible, lo
mismo cuando se aproxima al grado cero de la escritura que es la nota a pie de página
que cuando eleva el tono para burlarse un poco de su propia pedantería.
Tras su
deslumbrante iniciación literaria con El
asesinato de Clarín y otras ficciones (1981), Francisco G. Orejas pareció
perderse en el mundo del guión televisivo y de los despachos periodísticos. El calcetín de Hegel –ese calcetín al
que Marx decía haberle dado la vuelta para crear su filosofía materialista–
demuestra que el escritor seguía vivo y que no es necesario publicar ni muchos
ni gruesos libros para hacerse un lugar, si no en la historia de la literatura
(que esas son palabras mayores que tardan en pronunciarse) sí en la memoria
agradecida de los lectores.