Jardín seco
Alejandro Duque
Amusco
Sevilla.
Renacimiento, 2017.
Han pasado más de cuarenta años desde que Alejandro Duque
Amusco publicó su primer libro, Esencias
de los días, y a pesar de su continua dedicación poética, y de haber
obtenido algún llamativo galardón, como el Loewe, sigue siendo más conocido y
apreciado como editor y estudioso de Vicente Aleixandre, de quien es el máximo
especialista.
Lo poético a
menudo es enemigo de la poesía y a Alejandro Duque Amusco, siempre educado,
melancólico y preciosista, parece gustarle demasiado lo convencionalmente
poético. Incapaz de escribir un mal poema, parecía que también le estaba negada
esa intensidad que caracteriza a los versos que son más un puñetazo que una
caricia y que se nos quedan para siempre en la memoria.
Pero su
último libro, Jardín seco, contiene
tres de esos poemas. Comenzamos a leerlo con el agrado y el no excesivo
entusiasmo de costumbre. La memoria de la infancia y diversas estampas paisajísticas
–el valle del Jerte, los campos de Lituania– ocupan la primera parte. El
demorado versículo (“Nadie. Te has quedado sin el palio frondoso de los árboles
que estremecían el aire con sus claros anillos”) contrasta con los haikus de
“Hojas del verano”: “Siempre es la nube / que nos tapa el sol / la que pasa más
lenta”.
Los mejores
poemas de la segunda parte –“En el viaje”, “El cofre”– utilizan un
procedimiento, más grato a Bousoño o Brines que a Aleixandre, que consiste en
utilizar elementos de la cotidianidad y darles trascendencia metafísica.
“Heinrich Schliemann” es un ejemplo del monólogo dramático que Cernuda
introdujo en la poesía española y que con tanta insistencia cultivó la
generación novísima, a la que cronológicamente Duque Amusco pertenece.
La tercera
parte reúne los poemas de amor (aunque uno de los mejores, “Extraño pájaro”, se
dedica a la amistad). Los hay de poco frecuente intensidad, pero también otros de
lenguaje en exceso consabido. “La noche no cumplida del amor se desangra. /
Cómo desvanecen los tornasoles del recuerdo” comienza “Violoncelos”, donde no
falta una voz, “una voz de seda y fiebre”, que murmura al oído “¿Cuánto has
amado?”
Los tres
poemas que hacen cambiar nuestra opinión sobre Alejandro Duque Amusco, que lo
colocan entre los poetas imprescindibles de este tiempo y de cualquier tiempo,
están en la sección final.
Hay otros
notables, como la sextina –esa artificiosa composición estrófica que puso de
moda Jaime Gil de Biedma– dedicada a un dolmen. La primera estrofa dice así:
“Eran como nosotros esos hombres, / iguales en temor ante la tumba / y ante el
silencio en que se oculta dios. / Cada noche miraban las estrellas / y erigían
sus ídolos de piedra / para encontrar una respuesta al tiempo”. Y la última
(las palabras finales, que se reiteran a lo largo del poema, reunidas en tres
versos): “Otros hombres vendrán hasta esta tumba / a interrogar a dios y a las
estrellas. / La piedra es la respuesta que da el tiempo”.
Notables
ejercicios retóricos son también los sonetos “Autorretrato para después”
(aunque la disposición en dísticos no facilita la lectura) y “Siempre”, en
verso alejandrino, que cierra el libro glosando una de las rubaiyat de Omar Jayyam.
Los tres
poemas especialmente memorables son otras tantas elegías. Al padre se dedica la
primera de ellas, “Regreso”. No es un tema fácil, demasiado proclive al
sentimentalismo e incluso al ajuste de cuentas. Duque Amusco consigue unos
versos nada manriqueños, pero que no desmerecerían en ninguna antología junto a
las coplas –o el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías– y que quizá no habría
desdeñado firmar Manrique.
“Aurora” es
la elegía a una vida no vivida, a una niña muerta antes de nacer. La falacia
patética está a un paso, como en el poema anterior, como en el que cierra esta
estremecedora trilogía, “Resurrección”: “Desde que has muerto te has hecho más
mía cada día / en el fino telar de la memoria”. Tres poemas arriesgados, tres
temas en los que es fácil, casi inevitable, incurrir en el sentimentalismo.
Teníamos la
opinión de que Alejandro Duque Amusco era un poeta correcto, elegante y quizá un
tanto prescindible, un buen discípulo de no siempre los mejores maestros. Jardín seco, que a ratos parece
confirmar esa opinión, nos la hace cambiar por completo.
Un poema le
bastó a Jorge Manrique para hacerse un sitio de honor en la poesía española;
Alejandro Duque Amusco ha escrito al menos tres memorables. No es parca
cosecha.
¿Para cuándo una "Antología de la poesía homosexual española" hecha por usted?
ResponderEliminar¿Por qué, en el título de la reseña -excelente-, "Alejandro Amusco", en lugar de "A. DUQUE Amusco", como se le llama siempre en el texto y como él firma sus libros?
ResponderEliminarUn lapsus mío, es que así firmaba sus primeros libros. Luego adoptó su nombre completo.
ResponderEliminarHilan e hilan las parcas,
ResponderEliminarte recuerdan tu destino:
"déjanos que te tejamos
para el viaje un abrigo..."
(María Taibo)
Qui licentia Parcarum ab inferis redierunt.
EliminarQuerido Martín:
ResponderEliminarMuchas gracias por publicar mis primerizos poemas en tus blogs. Ahora me da un poco de vergüenza, porque siento que me he aprovechado de tu generosidad. A partir de ahora, solo haré comentarios relacionados con las entradas.
Un abrazo,
María Taibo
Pensándolo mejor... Si estuvieras harto de mis intervenciones ya las habrías vetado (ya lo hiciste con un microcuento). Pues te mando este “aire dickinsoniano”:
EliminarUNO Y TRINO
La Iglesia sabia conoce
la natura social del hombre,
por eso a Dios nos lo explica
Trino para nuestro goce;
y ángeles y santos
de compañía.
(M.T.)