sábado, 25 de noviembre de 2017

Charlas de actualidad: periodismo y literatura


Charlas de actualidad
Literatura española al filo de 1930 en 50 entrevistas de época
Prólogo y selección de Juan Herrero Senés

En 1930, le preguntan a Rafael Alberti, por los autores de la nueva generación que prefiere y en su respuesta menciona a Bergamín, Salinas, Guillén y “a un muchacho que para mí tiene un gran valor, Juan Larrea”. Por si había alguna duda, aclara: “Los demás no me interesan nada”. Entre “los demás”, estaba García Lorca.
            En 1928, tras el estreno de una adaptación teatral de Tigre Juan, le comenta Ramón  Pérez de Ayala a José Díaz Fernández sobre sus próximas novelas: “Proyecto muchas. Primero, dos tomos: La vida en una hora y La novela de una vida. Además, tengo apuntes para tres novelas, cada una con un tipo femenino central: Camino, Corona y Petra. Toda mi obra, la realizada y la que está por escribir, es como un edificio de más de cuarenta novelas planeadas antes de los treinta años. Figúrese usted lo que me falta todavía”. Pero aunque Pérez de Ayala vivió todavía más de un cuarto de siglo, ninguna de esas novelas anunciadas llegaría a escribirse.
            Las palabras de Alberti aparecieron en una entrevista publicada en un periódico de Cáceres, El nuevo día. Con motivo del premio Mariano de Cavia, que le fue concedido en 1928, Manuel Chaves Nogales ofreció en El Correo Extremeño una precisa síntesis de lo que debía ser el periodismo moderno, que no necesitaba de centros de formación especiales: “La mejor escuela es una buena redacción”.
            En los años veinte, diversas agencias de prensa ofrecían colaboración a los diarios de provincia. Por eso podemos encontrar declaraciones de Eugenio d’Ors, de Baroja o de Wenceslao Fernández Flórez en Levante agrario; de Ramón Gómez de la Serna en Diario de Córdoba o de Valle-Inclán en el Diario de Alicante. Esas entrevistas, desconocidas hasta ahora, han sido reunidas en un sugerente volumen, Charlas de actualidad, por el profesor Juan Herrero Senés.
            La actualidad de entonces era el vanguardismo, la influencia de la literatura rusa, la liberación de la mujer. Sobre esas cuestiones se pregunta a los más veteranos (junto a los autores del 98 aparece también Armando Palacio Valdés) y a los veinteañeros que comenzaban a hacerse un nombre, como Francisco Ayala.
            Leídas hoy, las mejores de esas entrevistas no han perdido actualidad. Están llenas de pequeños detalles que nos ayudan a entender mejor a los autores entrevistados y la historia de la literatura. Sabemos por ella que los autores del 27 ya habían conseguido hacerse un nombre, formaban parte del canon. Pero no todos ellos. Había un núcleo esencial, formado por Lorca, Guillén, Salinas y Alberti, al que a veces se añadía algún otro nombre, pero nunca el de Cernuda (comprobamos así que su marginación inicial, de la que se lamentaría siempre, no era producto de su imaginación). En la prosa renovadora se destaca sobre todo el nombre de Benjamín Jarnés.
            La presencia femenina comienza a ser significativa. Se entrevista a la poeta Ernestina de Champourcín y a la novelista Luisa Carnés, cada día más reivindicada, y se menciona a Rosa Chacel, Carmen Conde, Concha Méndez y Josefina de la Torre. Muy distinta a ella es “la famosa escritora Pilar Millán-Astray”, también entrevistada. En una entrevista algo posterior, de 1935, declaraba a Emilio Fornet: “¡Y ponga usted que no leo teatro ni nada en absoluto! En el tren, una señora me decía: ¡Cuánto debe usted estudiar! Pues no, nada; no leo nada… Ni de antiguo ni moderno…; mi teatro es realista, humano, sacado de la cantera de la vida; muy popular, muy español”.
            Juan Herrero Senés ha querido limitar su selección a los diarios de menor difusión. Solo hace una excepción con la entrevista a Pérez de Ayala, que viene a ser un sintético ensayo sobre la crítica teatral, publicada inicialmente en El Sol. Eso le da por un lado interés al volumen y, por otro, se lo resta. Nos permite conocer declaraciones poco conocidas de autores bien conocidos (“La libertad es solo un momento de respiro entre dos tiranías” afirma un profético Eugenio d’Ors), pero también rescata otras inanes de escritores que no significan nada y que quizá nunca lo significaron. Quien rescata textos olvidados, no puede actuar acríticamente –achaque muy común en ciertos profesores–, sino que debe discernir entre lo que es simple documento y lo que sigue teniendo valor para el lector contemporáneo.
            Y son muchas las páginas de este libro que siguen teniendo interés, aunque sea simplemente anecdótico, como el recuerdo que hace Gómez de la Serna de su conferencia de “los faroles” –así la denomina él–, en la que se presentó al público del Ateneo Obrero de Gijón “armado con mi chuzo luminoso”.
            Alfonso Camín –todavía entonces hay quien le cita como uno de los poetas más destacados del momento– sintetiza su vida aventurera y picaresca. Miguel Pérez Ferrero, crítico de cine, biógrafo de Baroja y los Machado, da en 1929 un consejo del que probablemente no tardaría en arrepentirse: el deber del hombre joven “es intervenir, es actuar muy de cerca, es aplicar, si se precisan, los procedimientos violentos propios de la juventud para conseguir el bien de su patria y la consideración de ella en los demás países”.
            El periodismo habla de lo que pasa y la literatura de lo que queda, afirma un tópico que suele atribuirse a Oscar Wilde. Pero solo la gran literatura queda. Resisten mejor el paso del tiempo las perecederas páginas periodísticas que la mayor parte de la literatura de una época. Lo fugitivo permanece y dura, como en el soneto de Quevedo. Las hemerotecas están llenas de páginas que amarillean a la espera del buen editor que las convierta en libro y les diga “levántate y anda”.

              

sábado, 18 de noviembre de 2017

Francisco Villaespesa, vivo y verdadero


Thule (Antología poética 1898-1936)
Francisco Villaespesa
Edición de José Andújar Almansa
Renacimiento. Sevilla, 2017.

La literatura es material perecedero. Se escribe en un tiempo y solo tiene vigencia durante cierto tiempo. Cada época lee, fundamentalmente, a sus contemporáneos. Las excepciones son pocas. Incluso los llamados clásicos han dejado de ser en buena parte literatura viva para convertirse en documento histórico, material para los estudiosos o lectura obligatoria en el currículum escolar.
            ¿Es Francisco Villaespesa solo un capítulo de la historia de la poesía española o sigue siendo un poeta vivo? De su importancia histórica no cabe ninguna duda: fue el principal promotor del modernismo. Sin él ni Juan Ramón Jiménez, ni los Machado ni tantos otros poetas de principios de siglo habría llegado a ser lo que fueron, o habrían tardado más en llegar a serlo. Sus sucesivos domicilios a madrileños –a Madrid llegó desde su provincia almeriense a los veinte años– se convirtieron en embajadas de la nueva estética y en salas de redacción de las principales revistas que la difundieron.
            José Andújar Almansa ha preparado una breve antología de su profusa obra que pretende rescatar al poeta del pintoresco anecdotario epocal y de las notas a pie de página de los manuales. Prescinde del orden cronológico para centrarse en el temático. Francisco Villaespesa, al contrario que Juan Ramón Jiménez, no supo evolucionar. En 1917, cuando Juan Ramón inaugura una nueva etapa en la poesía española con su Diario de un poeta recién casado, él se marcha a América en una gira literario-empresarial que durará décadas. Allí sus versos sonoros y sus dramas históricos –de los que tan cruelmente se burlo Pérez de Ayala en Troteras y danzaderas– todavía podían concitar entusiasmos multitudinarios. Al morir, en 1936, ya llevaba muchos años muerto para la literatura española.
            En Thule, la selección preparada por José Javier Almansa, encontramos todo lo que pensábamos encontrar –el imaginario de una época, sus tópicos y obsesiones, la quincallería modernista, llena de encanto antiguo– y algo más: un puñado de poemas que pueden añadirse sin desdoro a cualquier antología esencial de la poesía española.
            En estos versos hay jardines abandonados, música de otoño, melodioso spleen, murmullo de fuentes machadianas, estampas medievales, languideces decadentistas y elogios del superhombre nietzschiano: “Bebe tu copa; la pena olvida… / Siempre en los labios tiene el que es fuerte / un beso inmenso para la vida / y una sonrisa para la muerte”.
            Francisco Villaespesa es un maestro del soneto. “Supremo fracaso” anticipa el famoso “Vida”, con el que José Hierro concluye su Cuaderno de Nueva York (“Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada”) y no se resiente con la comparación. “¡Qué unánime fracaso mi fracaso!”, comienza; para concluir: “Mi olvido en el olvido no halla olvido, / ni mi alma en mi alma su posada… / ¡Ay del que todo, en todo, lo ha vivido / y comprende que todo ha sido nada!”
            En una década, de 1900 a 1910, la de su mayor vigor creativo, pasó Villaespesa de los experimentos formales y de los excesos que escandalizaron a Clarín (le dedicó uno de sus últimos punzantes paliques), a una poesía más cotidiana y de tono menor, la propia de la segunda generación modernista. “Hoy estoy triste sin motivo”, leemos al inicio de uno de sus poemas, en la línea de lo que Federico de Onís, en una famosa antología, llamó “prosaísmo sentimental”. Rubén Darío tampoco fue ajeno a esa evolución y nada tienen que ver las sonoridades de Prosas profanas con los heridores nocturnos de Cantos de vida y esperanza.
            El mejor Villaespesa no desmerece junto al mejor Darío: “Ante el enigma trágico del mundo / y el misterio de las constelaciones, / mi alma hermética y sola es un profundo / silencio lleno de interrogaciones”.
            Un eco de la poesía china, que todavía no se había traducido al español, parece haber en algún poema. “Una flauta suspira en la distancia”, como en los versos de Li Po.
            Otra pequeña obra maestra, que quizá no hubiera desdeñado firmar Borges: “Las mujeres de Shakespeare”. Son versos de un lector, literatura sobre literatura.
            Algo de vigoroso aguafuerte tienen el “Nocturno de ciudad”, de 1899, y “En la alcoba”, de 1916. No hay aquí nada del evasionismo que tópicamente se suele atribuir a la estética modernista. Como en El mal poema de Manuel Machado, las aristas de la realidad se presentan sin maquillaje: “Un lecho y un lavabo; cuatro sillas… / El quinqué de petróleo se consume, / y atufa el aire un híbrido perfume / de opopánax, jabones y colillas”.
            Francisco Villaespesa es, como quiere el tópico, un poeta de escuela, con todo el encanto y toda la lira del modernismo, pero es también –gracias a un puñado de poemas, muchos de ellos reunidos en esta antología– algo que no suele escucharse cuando se habla de él: un poeta vivo y verdadero, al margen de cualquier escuela.

sábado, 11 de noviembre de 2017

Espronceda periodista


Poesía y política
José de Espronceda
Saltadera. Oviedo, 2017.

La poesía y la política fueron de la mano en Espronceda desde la adolescencia. A la vez que escribe sus primeros versos, funda una sociedad secreta, los “Numantinos”, para vengar la muerte de Riego. En el monasterio de Guadalajara, a donde fue desterrado, redacta las octavas reales de su poema épico El Pelayo, todavía dentro de la estética neoclásica que había aprendido de su maestro Alberto Lista. El exilio en Inglaterra y Francia le pone en contacto con las nuevas ideas románticas. En 1830 participa en un intento de derribar por la fuerza a Fernando VII; en 1842, el año de su muerte, es diputado conservador, en la órbita de González Bravo, otro antiguo radical que, tras convertirse en el más firme sostenedor de Isabel II, acabaría pasándose al carlismo.
            La obra periodística de Espronceda abarca artículos literarios, muchos de ellos bien conocidos, y otros de índole política que solo se han reeditado en sus obras completas. A unos y a otros los reúne por primera vez en una edición exenta el volumen Poesía y política, al cuidado de Martín López-Vega.
            El interés del libro para el lector común no queda reducido por algunos descuidos de la edición. No se indica la procedencia de los textos, tampoco su fecha ni el lugar en que se publicaron inicialmente (algo imprescindible cuando se trata de textos periodísticos ligados a las circunstancias del momento), y en más de un caso se les cambia el título sin indicarlo (el neutro “Crónica de teatros” se convierte en el más expresivo “Beleño, adormidera y opio”). Tampoco se indica por qué se prescinde de “Poesía y prosa” o de “Política y filosofía”, publicados anónimamente en El Español en 1836 y recogidos en la más reciente edición de sus obras completas (la publicada por Cátedra, en 2006, al cuidado de Diego Martínez Torrón).
            Entre las colaboraciones literarias de Espronceda, destacan tres. Una tiene que ver con el concepto actual de la autoficción. “De Gibraltar a Lisboa” recrea, con trazos esperpénticos, su huida a Portugal durante el reinado de Fernando VII. Aunque se subtitula “Viaje histórico”, resulta quizá excesivo incluir en las biografías de Espronceda, como un hecho documentado, su anécdota final: “En fin, llegamos a Lisboa, que yo creí que no llegábamos nunca. Hicimos cuarentena, que fue también divertida; visitonos la sanidad y nos pidieron no sé qué dinero. Yo saqué un duro, único que tenía, y me devolvieron dos pesetas, que arrojé al río Tajo, porque no quería entrar en tan gran capital con tan poco dinero”.
            “Un recuerdo” y “La pata de palo” son otros dos espléndidos relatos que podrían incluirse en cualquier antología de la literatura fantástica española.
            Los artículos de crítica teatral tienen menor interés, aunque no faltan en ellos pasajes de incisiva gracia. La sátira “El pastor Clasiquino”, contra la poesía neoclásica, sigue siendo un perfecto ejemplo de sátira literaria. De la impopularidad de la poesía, de lo desacreditada que se encuentra, de lo fuera de lugar que se halla en el prosaico tiempo que le ha tocado vivir nos habla en “Poesía y prosa”, un artículo de 1836 (el presente siempre pierde en comparación con un idealizado pasado, da igual que se trate del Romanticismo que de esta época de teléfonos móviles).
            La vocación política de Espronceda no fue menos intensa que su vocación poética. Muchos de sus artículos políticos –“Influencia del gobierno sobre la poesía”, “El gobierno y la Bolsa”– se leen con tanto gusto y provecho como cuando fueron escritos, aunque no sobrarían algunas notas que los sitúen en su contexto. Un folleto de 1836, El gobierno Mendizábal, contribuyó decisivamente a la caída del artífice de la desamortización. Espronceda, lo mismo que Larra, se desengañó pronto de las ilusiones que había puesto en los gobiernos liberales de la regencia de María Cristina.
            No sabemos si Larra, de no pegarse un tiro en 1837, habría seguido el mismo camino que Espronceda. En diciembre de 1841 obtuvo el acta de diputado por Almería. Tomó posesión en enero del año siguiente y durante los pocos meses que le quedaban de vida (moriría inesperadamente en mayo), intervino repetidas veces en los debates parlamentarios. Esos discursos suyos (que se han incorporado a sus obras completas) están llenos de moderación y buen sentido; no parecen proceder del autor de “La canción del pirata”. De haber vivido más años, Espronceda habría ocupado sin duda importantes cargos políticos en el reinado de Isabel II, como su amigo y mentor González Bravo, y quizá le recordáramos de manera bien distinta; él mismo se habría ocupado de difuminar sus rebeldías juveniles. La inesperada muerte le llegó en el momento justo y pudo evitar que su biografía de gallardo héroe romántico se desvirtuara.  

sábado, 4 de noviembre de 2017

Vicente Molina Foix, cuestión de género


El joven sin alma. Novela romántica
Vicente Molina Foix
Anagrama. Barcelona, 2017.

¿Importa que sea o no una novela la última novela de Vicente Molina Foix? Como sospechando que tras leer la sinopsis de la contraportada más de un lector podría tener dudas, el propio autor se ocupa de dejarlo claro desde la cubierta: junto al título, El joven sin alma, aparece en letras grandes “Novela romántica”.
            El joven sin alma nos cuenta la infancia, la adolescencia y la primera juventud de un personaje que se llama como el autor, Vicente, y que coincide con él en todas sus peripecias biográficas que se pueden constatar documentalmente. La historia, según se nos informa en las primeras líneas, la cuenta un narrador sin nombre que le ha acompañado en todas las peripecias de su vida; a menudo, sin embargo, nos encontramos directamente con la primera persona del protagonista.
            Las anécdotas de infancia y adolescencia pueden ser inventadas, pero luego encontramos personajes reales, inconfundibles (se citan títulos de sus obras o poemas suyos) a pesar de que no se indica el apellido: Ramón, Pedro, Guillermo, Ana María, Leopoldo… También aparecen, con su nombre completo, entre otros Néstor Almendros y José María Castellet. Camilo José Cela, el gran figurón, ocupa un lugar destacado en los primeros capítulos.
            El joven sin alma nos cuenta –en los capítulos fundamentales– los orígenes del grupo que está detrás de una antología, Nueve novísimos, que más por raros azares de la crítica literaria que por sus propios méritos marcaría un antes y un después en la historia de la poesía española.
            Estamos a mediados de los años sesenta. Molina Foix nos ofrece un primer retrato de quienes pronto renovarían la literatura española. Un precocísimo Pere Gimferrer hacía ya de maestro: “Pedro era grande y desmadejado: una cabeza fina y recamada en los labios, sensuales, huidizos, puesta encima del cuerpo amplio y de sus largas piernas y largos brazos. Tenía, me había dicho en una de sus cartas postales, veinte años, y en su cara quedaban aún las delicadezas de la adolescencia: un moflete sin sombra de barba, unos ojos claros y nítidos, el pelo lacio fijo sin aditivos, desguarnecido en la frente pero nutrido por los lados con dos volutas en forma de novela corta”. Néstor Almendros lo describió “como el joven más genial que había conocido nunca, lamentando solo que al genio le faltase figura”.
            De los intereses literarios y cinematográficos de estos aprendices de escritor (sobre todo los cinematográficos) se habla ampliamente, pero lo que más interesa a Molina Foix son sus peripecias eróticas, con precisiones que no desmerecerían en ningún programa televisivo de cotilleos. Pedro y Guillermo, Gimferrer y Carnero, se disputan el amor de Ana María Moix, que no se interesa por ninguno de ellos (al parecer no fueron los únicos: Castellet le dedica los Nueve novísimos calificándola como “una debilidad senil”); Ramón (el futuro Terenci Moix) se enamora de Vicente y la relación entre ellos ocupa buena parte de las páginas de El joven sin alma, trufadas de amplias citas de las cartas de amor del primero al segundo.
            Quien se acerque a esta “novela romántica” con la intención de conocer ciertos entresijos del grupo novísimo puede que no quede defraudado, aunque se salte muchas páginas, sobre todo las primeras, dedicadas a las convencionales minucias de una infancia burguesa. Quien se crea la afirmación del subtítulo y pretenda encontrarse con una “novela romántica”, pronto se sentirá defraudado (el adjetivo es irónico, el sustantivo erróneo).
            ¿Pero importan algo, a la hora de leer un libro, las cuestiones de terminología literaria, las precisiones de los críticos? Importan, y mucho. El género de una obra determina nuestras expectativas de lectura. Ya Carlos Bousoño se refirió al hecho de que un artículo periodístico que nos parece muy poético nos da la impresión de ser muy prosaico si nos lo encontramos incluido en una colección de poemas en prosa.
            La novela crea un mundo. Lo que sabemos de sus personajes es todo lo que necesitamos saber: lo que nos cuenta su autor. En una autobiografía, no solo el autor, también los personajes de los que habla viven fuera del libro; el lector completa la información que se le da con la que él tiene o consigue posteriormente por otros medios. En una autobiografía se puede mentir, u ocultar información fundamental; en una novela, no. (En ambas, sin embargo, pueden cometerse lapsus como confundir la estación de tren de Venecia con el Piazzale Roma, donde paran los autobuses: p. 193, entre otras.)
            La autobiografía plantea también ciertos dilemas que no se plantean en la novela. Vicente Molina Foix incluye abundantes citas de las cartas de amor –algunas bastante ridículas, como ya sabemos por Álvaro de Campos que son todas las cartas de amor– que un personaje real, Ramón, el futuro Terenci Moix, le escribe al protagonista del relato; añade además un texto inédito, “El cuerpo de Osiris”, incluido en uno de los tres apéndices con que concluye El joven sin alma. ¿Son reales o inventadas esas cartas, ese inédito, la reproducción es fiel o está manipulada? Como documento, tendrían cierto valor; como ficción, escaso.
            Resumiendo: si a usted le gustan las novelas, si pretende leer una novela (romántica o no), no lea este libro (incluso puede devolverlo si se ha sentido engañado por el subtítulo); si le interesa la crítica cinematográfica, la oposición estudiantil al franquismo o, muy especialmente, el anecdotario gay de personajes más o menos conocidos del mundillo literario, quizá no le defraude del todo.