El escalón vacío y otras consideraciones
José Cereijo
Renacimiento.
Sevilla, 2018.
Contra lo que pudiera pensarse, los poetas saben poco de
poesía. Quien lo dude, no tiene más que leer las vaciedades que acostumbran a
escribir en las llamadas “poéticas”, esas líneas en prosa que suelen preceder a
cualquier selección de sus poemas, o en las amicales y ditirámbicas reseñas que
se dedican unos a otros cuando publican un libro. También las habituales
polémicas sobre los premios literarios –todos amañados salvo los que conceden
al que sustenta esa opinión– o sobre las diversas “tendencias” enfrentadas (que
si “poesía de la experiencia”, que si “poesía metafísica”, que si “poesía de la
conciencia”) ilustran sobre lo poco que suelen ir de la mano el cultivo del
verso y el cultivo de la inteligencia.
Hay
excepciones, claro. Ahí están Eliot, Pessoa, Octavio Paz, Luis Cernuda y, más
cercanos, José Ángel Valente o Jaime Gil de Biedma. A ellos, y a otros nombres
que pudiéramos citar, viene a unírseles José Cereijo con El escalón vacío y otras consideraciones.
No es un
libro académico, de esos rebosantes de referencias y horros de ideas que se
publican para ganar puntos en el escalafón académico y que a menudo no leen, y
hacen bien, ni siquiera los que han de evaluarlos. Lo escribe un poeta que
razona, que no se esconde en las vaguedades, más o menos llamativas, más o
menos inteligibles de la prosa poética.
Trata no
solo de poesía, también de arte y de música. Y las grandes cuestiones –de
difícil solución– alternan con otras menores en las que José Cereijo muestra
sus buenas dotes de polemista.
La
admiración que siente por Cernuda no le impide ver que no siempre supo estar a
la altura de sí mismo y que en La
realidad y el deseo alguna vez nos dio desahogos y rabietas del hombre
susceptible que era en lugar de la poesía que esperábamos. También en el caso de Borges –uno de sus más
constantes maestros– se ponen algunos puntos sobre las íes. No solo en sus
entrevistas –en las que jugaba a la llamativa paradoja– incurrió en algunas
generalizaciones abusivas el autor de El
Aleph. Ni siquiera Jaime Gil de Biedma –al que José Cereijo llama más de
una vez “Jaime”, sin duda para subrayar la relación personal que con él tuvo–
se libra de estas puntualizaciones. La glosa de unos versos de “Canción de
aniversario” (“la música acordada / dentro del corazón, y que yo he puesto
apenas / en mis poemas, por romántica”) le sirve para una inteligente defensa
de la poesía total, que no se deje dominar por el sentimentalismo, pero que
tampoco eluda los más elementales sentimientos humanos por miedo a incurrir en
la falacia patética.
El buen
arte de José Cereijo en el razonamiento, su empeño en no ser dogmático, en
atender a los matices y a las opiniones contrarias, no implica que nos convenza
siempre con sus consideraciones. Uno de los puntos fuertes del libro –El escalón vacío del título alude a
ello– es su descalificación del arte moderno, o de una parte muy significativa
de él, el llamado arte conceptual. Se sirve para ello, algo tramposamente, de
la comparación entre un cuadro de Magritte, “Ceci n’est pas une pipe”, y “Las
meninas” de Velázquez. El cuadro de Magritte “no cambiaría en lo esencial si la
pipa fuera un poco más larga o más corta, recta o curva, el letrero o el texto
inscrito en él tuvieran formas distintas, o el fondo sobre el que aparecen uno
y otra diferente color o aspecto”. No es eso lo que ocurre, no ya con “Las
meninas”, sino con “Los fusilamientos del tres de mayo” o el “Guernica”, a
pesar del origen circunstancial de estos últimos. Al contrario que en la
ocurrencia de Magritte, “no se trata de una mera idea ilustrada artesanalmente,
y de un modo que hubiera podido ser del todo distinto sin perder su eficacia,
sino de una idea-imagen, por decirlo así, en que uno y otro componente no
pueden plantearse por separado”. Incurre Cereijo en el sofisma de comparar una
ingeniosa obra menor con tres obras mayores.
El arte es
“cosa mentale”, como decía Leonardo. Todo arte es conceptual, lo lleve a cabo
el propio artista o, como sucede en la arquitectura y en buena parte de la
escultura, eficaces artesanos. Damien Hirst –no solo autor de tiburones en
formol– en su prodigiosa muestra “Tesoros del naufragio del Increíble”, que se
pudo ver en la bienal de Venecia de 2017, no hizo más que llevar al extremo el
comportamiento de los más exitosos maestros del Renacimiento y del Barroco.
Tan
conceptual es el arte que no depende de las manos sino de la mirada del
artista. Es su mirada la que convierte una piedra o el tronco de un árbol, en
los que nadie se fija, en objetos dignos de ser expuestos en un museo. De la mirada del artista o de la del crítico
el comisario de exposiciones, que son quienes transforman, en colaboración con
el tiempo, a un simple fotógrafo de bodas, bautizos y comuniones –es el caso de
Virxilio Viéitez y de tantos otros– en un involuntario maestro de la fotografía.
¿Basta
sacar una piedra, un trozo de madera, un objeto cualquiera, unas fotos
meramente banales y funcionales de su contexto habitual y colocarlos en otro
para se conviertan en una obra de arte? Unas veces sí y otras no. La magia de
la mirada funciona o no funciona. El artista propone y el espectador dispone.
Sin su colaboración, no hay arte posible. Pero suele ser fácil de engañar. De
ahí la importancia de los críticos, los catálogos y los precios. El arte es
también cuestión de fe. Por eso nos conmueve el poema “Adiós a Elisa Guillén”
cuando lo creemos de Bécquer y deja de interesarnos cuando nos demuestran que
es apócrifo., o cambia de lugar en la historia del arte un cuadro como “La
lechera de Burdeos” en cuanto comienza a dudarse de su atribución a Goya.
De estas y
otras cuestiones nos habla con inteligencia y rigor José Cereijo en El escalón vacío. No siempre estamos de
acuerdo con lo que dice, incluso a veces sus razonamientos nos llevan a la
postura contraria, pero eso no disminuye, sino que acentúa el fértil interés
del volumen.