La novela del buscador de libros
Juan Bonilla
Fundación José Manuel
Lara. Sevilla, 2018.
Armando Palacio Valdés tituló sus memorias de infancia y
adolescencia La novela de un novelista,
Rafael Cansinos Assens su diario de las primeras décadas del siglo XX La novela de un literato. Siguiendo su
ejemplo, Juan Bonilla titula La novela
del buscador de libros a su más reciente publicación, que tampoco es una
novela. En los tres casos el término “novela” no se refiere a un género
literario, sino que se utiliza en la acepción coloquial de peripecias
autobiográficas más o menos fantaseadas, como en la expresión “mi vida es una
novela”.
La novela del buscador de libros es una
miscelánea que no se presenta como tal. Buena parte de los capítulos que la
integran ya habían sido publicados –en el volumen colectivo Los otros libros, en Biblioteca en llamas– o dados a conocer
en conferencia o en el pregón de alguna feria del libro. Indicarlo en el
volumen no habría sido una innecesaria precisión académica, como tampoco
resulta una mera precisión erudita señalarlo ahora.
Entre el
volumen que llega a las librerías y el original del autor, está la labor de
muchos profesionales. Uno de ellos es el editor, en el sentido inglés del término,
habitual en las grandes editoriales del mundo, pero en las españolas casi
reducido a los best seller. Juan
Bonilla no es el mejor editor de sí mismo. La referencia del título a “la
novela”, la falta de títulos en los capítulos (incluso en los que lo tenían en
la primera publicación), la ausencia de índice dan a entender engañosamente al
lector que nos encontramos ante un tratado sobre la bibliofilia o el
coleccionismo de libros, ante una obra que debe leerse comenzando por el
principio y que va avanzando hasta llegar al fin. Nadie –o casi nadie: yo lo he
hecho– será capaz de una lectura así. Le desanimarán las continuas
repeticiones, las retahílas de obras sin demasiado interés, pero que el autor
daría al parecer cualquier cosa por tener en su biblioteca, ciertos errores que
dan fe de que ni el mismo autor ha hecho esa lectura de conjunto de sus
trabajos dispersos. Baste un ejemplo de sus descuidos: cuando enumera algunos
de los tesoros de su biblioteca se refiere al Jardín de senderos que se bifurcan, de Jorge Luis Borges, y añade
“que conserva su faja publicitaria, roja, ¡anunciándolo como una obra maestra
del relato de terror!”. Pero da la
casualidad de que ese es uno de los libros cuya cubierta aparece en las
ilustraciones y ahí podemos leer la faja publicitaria: “Una muerte simbólica,
una biblioteca infinita, una lotería implacable, un libro que abolirá la
realidad”. Más adelante, cuando se vuelva a aludir a la obra de Borges (todo se
repite en este libro) ya se citará correctamente.
Una lástima
la pésima “edición” –no me refiero al aspecto material– de este libro porque
contiene páginas espléndidas. Cito algunas dándoles el título que tuvieron en
la primera edición e indicando entre paréntesis las páginas que ocupan en esta
nueva: “Libros de viejo, Sevilla, principios de los noventa” (113-129), “La
calle de los libros (buscando libros viejos por Latinoamérica)” (131-151), “Una
librería en Bogotá” (160-168), “18 millas de libros” (169-178).
“Una
librería en Bogotá” –otro título posible sería “Una librería en un burdel”–,podría
formar parte de cualquier antología de relatos de Juan Bonilla, un maestro en
el género de la autoficción o del ensayo-ficción, al que sin duda pertenecen
algunos de los mejores pasajes de este volumen. Sospechoso resulta que hable
largamente del “libro más bonito” que tiene en su biblioteca –un libro de
cromos sin cromos encontrado en el mercado de San Carlos de Tegucigalpa– y no
reproduzca ninguna de sus páginas en las ilustraciones.
Lo que La novela del buscador de libros tiene
de reflexivo, de ensayístico resulta de bastante menor interés que las páginas
autobiográficas y viajeras. Una idea repetida –uno de los núcleos conceptuales
del volumen– es que los libreros de viejo son los mejores, o los más temibles,
críticos literarios. Y cita, como ejemplo, el catálogo número 100 de la
librería Renacimiento que “puso en su sitio” a los poetas españoles de las
últimas décadas, valorando en muy poco –es ejemplo que pone Bonilla– a las
primeras ediciones de Ullán, entonces un poeta bastante apreciado por los
suplementos culturales. Muy ingenuo hay que ser para pensar que el precio de un
libro en una librería de viejo –o en una librería anticuaria, para decirlo más
pretenciosamente– tiene que ver con la calidad literaria del mismo y no con la
escasez de ejemplares en el mercado y la mucha o poca demanda.
Arremete
Bonilla contra la enseñanza universitaria, que impone un escalafón entre los
autores, lo mismo que hacen premios oficiales como el Cervantes (que
obtuvieron, por cierto, José García Nieto o Dulce María Loynaz, bien lejos de
cualquier canon). Está en su derecho al preferir la poesía de Julio Mariscal
Montes a la de José Ángel Valente, pero no al atribuir el mayor predicamento
del segundo a una conspiración de los medios oficiales. El canon es producto
del consenso entre muy diversas instancias –críticos, editores, lectores– y no
se puede imponer artificialmente. Julio Mariscal Montes es un poeta apreciable
–Juan Bonilla le dedica un capítulo y se refiere a él en multitud de ocasiones–.
pero juega en otra categoría poética (y no digamos intelectual) que Valente,
Gil de Biedma, Claudio Rodríguez o incluso Caballero Bonald.
“Empecé a
buscar libros inencontrables en las cuevas de los libreros porque no había otro
sitio donde buscarlos”, escribe Bonilla. Pero si uno lo que quiere es leer
libros, hay otro sitio donde encontrarlos: las bibliotecas públicas. Sorprende
que no se encuentre ni una sola mención a ellas en este obra que a ratos parece
protagonizada más un obsesivo coleccionista de libros valiosos o no (a menudo
son simplemente curiosos) que por un verdadero lector. O por un aspirante a librero
de viejo, que es en lo que las circunstancias de la vida convirtieron a Juan
Bonilla durante un tiempo.
Juan
Bonilla es un escritor ingenioso, pero el ingenio tiene sus limitaciones. El
libro en papel, por citar un ejemplo, le parece “la evolución natural del libro
electrónico, la versión mejorada por el ingenio de los artesanos y por las
necesidades de los usuarios de un instrumento que había nacido felizmente pero
que podía resultar más idóneo gracias a la extraordinaria ocurrencia de separar
el texto en páginas distintas”. Y sigue con que si el texto en la pantalla es
“líquido”, esto es, “se liquida” (sic) y con que sería mejor que cada texto
dispusiera de su propio espacio (sí, se nos ocurre decir, mejor que una
enciclopedia ocupe una pared entera a que quepa en un manejable portalibros,
esto es, en el llamado libro electrónico).
“El hombre
es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, afirmó Hölderlin. Juan
Bonilla, uno de los grandes cuando se mueve entre el reportaje, la memoria
personal y la ficción, se convierte en un periodista convencional cuando divaga
sobre la enseñanza de la literatura, la investigación universitaria, la
bibliofilia o el manido tópico –sin fundamento alguno– de que los poderes
públicos que se esfuerzan por alejar de los libros a los ciudadanos porque así
son más manejables.
En La novela del buscador de libros está
mucho del mejor Juan Bonilla. Y, entremezclado con ello, inanes y reiterativas
divagaciones. Un rigurosa labor de edición –imprescindible cuando se trata de
reunir ocasionales trabajos dispersos– habría evitado que lo segundo desluzca
lo primero.
Sin duda interesante propuesta. No creo que me anime a leerlo, pero siempre me atraen tus entradas, con esas crónicas perfectas.
ResponderEliminarUn abrazo
Quiero felicitar al autor por sus magníficas reseñas, que algunos seguimos con verdadera devoción. Muchas gracias.
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