Los felices días del verano
Fulco di Verdura.
Traducción de Txaro
Santoro
Errata Naturae.
Madrid, 2019.
Sicilia, además de una isla, es un género literario y las
fascinantes memoria de infancia de Fulco di Verdura una de sus obras más
representativas.
Fulco
Santostefano della Cerda, duque de Verdura, conoció desde muy joven la
celebridad, pero no como escritor, sino como diseñador de joyas. En los años
veinte, trabajó en París con Cocó Chanel, luego en Hollywood y, a partir de
1939, abrió una joyería en Nueva York, muy cerca de Tiffany, en la Quinta
Avenida. No hay figura emblemática del siglo XX –de Katherine Hepburn a Diana
de Gales– que no aparezca luciendo algunas de sus joyas coloristas, llamativas,
inspiradas en motivos heráldicos o marinos, con ecos del barroco siciliano.
Faltaba
poco más de un año para su muerte –murió en 1978, cumplidos los ochenta años–
cuando Fulco di Verdura publicó su primer libro y, al contrario que su primo
Giusppe Tomasi di Lampedusa, no guardaba ningún otro inédito. Con su famoso
primo, no tuvo apenas relación, salvo cuando ambos eran niños. Lo recuerda “grueso,
taciturno, de ojos grandes y tristes”, enfermando con facilidad y temeroso con
los animales. El Gatopardo, cuyos
protagonistas, Tancredo y Angélica, están inspirados en los abuelos de Fulco,
le parece una obra históricamente errónea. En 1963, Fulco di Verdura regresó a
Italia para asesorar a Visconti en la recreación de un mundo que él conocía
como nadie.
Los felices días del verano (Txaro
Santoro lo traduce del inglés, lengua en que primero lo escribió el autor,
reescribiéndolo en italiano posteriormente)
lleva el subtítulo de “Una infancia siciliana”. No fue una infancia
cualquiera la de Fulco di Verdura. Comienza hablándonos de las tres casas en
las que transcurrió, luego de los animales domésticos y solo bastantes páginas
después de las personas.
La primera
de esas casas era Villa Niscemi, junto al gran parque de La Favorita, en
Palermo. “Gracias a Dios –leemos en las primeras líneas del libro– la casa
sigue allí. Es la misma vieja y querida villa de siempre, cubierta de
buganvillas, repleta de terrazas y balcones que sobresalen, abrasada por el sol
y cansada, pero orgullosa en medio de su jardín inglés semitropical”. Ese jardín
comunicaba con el parque de la Favorita, creado para acoger a los reyes de
Nápoles cuando tuvieron que huir de la revolución, y a él podía entrar el niño
Fulco incluso si estaba cerrado al público.
Otra casa
era el Palazzo Verdura, en Via Montevirgine, una estrecha calle cercana a la
catedral. “Más que un palacio era una kasba”,
nos dice. Estaba formado por tres diferentes edificios comunicados entre sí,
tenía tres patios grandes y varios pequeños, conocidos como “pozos de luna”,
una terraza y un jardín; al otro lado del jardín había un edificio de color
asalmonado que también formaba parte del conjunto.
La tercera era
la casa de verano, Villa Serradifalco, en Bagheria, al otro lado de la bahía de
Palermo, construida en el siglo XVII, reconstruida en el XVIII, con una gran
escalinata doble que conducía a la entrada.
En Bagheria
se pasaba el verano, pero a finales de agosto comenzaba el viaje familiar por
el continente, con paradas en Roma, Florencia o Venecia, con estancias en Suiza
y Austria, y con largos días en París.
Era la manera de vivir de los privilegiados de entonces”.
Cuando
Fulco di Verdura escribió su libro, el mundo que evocaba ya era tan remoto,
para decirlo con palabras de Borges, “como el paso de Aníbal por los Alpes”:
había quedado sepultado para siempre en las trincheras de la Gran Guerra. En su
caso, la expulsión del paraíso –nos da cuenta de ella en el último capítulo–
tuvo lugar con el ingreso en la escuela, ya cumplidos los diez años, y con la
muerte de la abuela y la precaria situación económica en que la familia quedó a
partir de entonces.
La vida de
entonces, en un caserón aristocrático, se parecía más a la vida medieval que a
la de hoy. El patio principal “tenía una intensa vida propia, llena de
movimientos y sonidos: cocheros y mozos de cuadra que gritaban y se hacían
señas, caballos piafando y relinchando, un perro ladrando, el zureo de las
palomas, el susurro furtivo de gallinas… De las cuadras contiguas llegaba el
sonido de dos animales feroces a los que no se podía ver. Uno era una mula
enana de color rojizo, y el otro un carnero enorme. Cada vez qua alguien pasaba
cerca, la una daba coces furiosas a la puerta y el otro embestía al instante
con igual violencia”.
Tardan en
aparecer los seres humanos en estos escenarios, que hoy nos resultan casi
mitológicos, pero no desdicen de ellos con su pintoresquismo de otro tiempo. Se
evocan las fiestas tradicionales, el terremoto de Messina de 1908; se recorren
las viejas iglesias, se visita en el monte Pellegrino el santuario de Santa
Rosalía.
Fulco di
Verdura vivió en París, en Nueva York, en Londres, trató a buena parte de los
protagonistas del siglo XX, pero solo quiso dejar constancia escrita de sus
años de infancia en el antiguo Palermo y en un mundo que estaba a punto de
desaparecer.
El
resultado es un libro breve, hipnótico, que habla de una infancia a la vez insólita
y cercana, con la magia, la crueldad y la inocencia de todas las infancias
felices.
Las patas del insecto se veían a través de la puerta entreabierta. Cuando ella fue al baño, la cerró sigilosamente, pero, antes de que se diera cuenta, ya estaba en la cocina. El olor fétido de sus membranas impregnaba el aire. Por fortuna, el pie gigantesco acabó con la pesadilla.
ResponderEliminar© María Taibo
cómo me recuerda en algunos pasajes a feria de agosto, de pavese ("il cortile").
ResponderEliminarLo habría leído, Fulco, Sr. martín?
Pues no lo sé, pero es muy posible.
Eliminar¿No hay una edición anterior de este libro en una editorial valenciana? Creo que se llama Parténope.
ResponderEliminarLo publicó la editorial Parténope con el título de "Una infancia siciliana" en 2005.
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