El murmullo del mundo (Anotaciones 1984-2016)
Trea. Gijón, 2019.
No desmerece, junto a sus obras mayores –la poesía desde los
primeros ochenta, la narrativa de madurez– este nutrido volumen en que Tomás
Sánchez Santiago reúne anotaciones escritas a lo largo de más de treinta años.
La
organización, en una primera hojeada, puede resultar un tanto confusa: al orden
cronológico se le superpone una vaga agrupación temática, que no siempre lo
respeta: hay divisiones y subdivisiones que pueden parecer no demasiado
pertinentes (el conjunto de notas “Revuelto de frutos secos” es parte de “En
manos de los días”, que a su vez se incluye en “La vida mitigada”, por citar un
ejemplo). Pero eso importa poco. Como todos los libros de esta clase, se puede
comenzar a leer por cualquier parte.
La vida
literaria, que el autor dice desdeña, ocupa sin embargo un lugar significativo
en El murmullo del mundo, aunque no
sea el asunto principal. Encontramos un espléndido retrato de Carlos Barral (a
cuya poesía dedicó Sánchez Santiago un importante estudio) y abundantes
referencias a Antonio Gamoneda, amigo y maestro. También se habla de encuentros
literarios, de desencuentros con otros profesores –el autor lo ha sido de
Enseñanzas Medias– a la hora de enseñar literatura, de problemas con los
editores, de simpatías y diferencias poéticas: un libro de Javier Salvago sirve
para ejemplificar el rechazo de un tipo de poesía, que el autor considera
mimética y repetitiva; Aníbal Núñez representa la originalidad y la
radicalidad, tanto en la vida como en la obra.
Pero no son
las referencias a la sociedad literaria (a veces un tanto dolidamente ingenuas), ni siquiera las notas de lectura o
las reflexiones sobre la poesía, lo que más importa en estas páginas. La más
personal de Sánchez Santiago, lo que le distingue entre los escritores de su
generación, es la atención que dedica a lo que pudiéramos llamar la España
interior, a la vida de provincias, a la gente común. Algo tiene que ver con los
“apuntes carpetovetónicos” de su detestado Camilo José Cela, aunque con una
mirada menos impiadosa (también a veces nos recuerda el Celtiberia show de Luis Carandell). Se trata de anotaciones en las
que está presente la maestría narrativa –naturalismo y costumbrismo tamizados
por la memoria– de Años de mayor cuantía.
El interés por el lenguaje es
uno de los hilos conductores del volumen. Al autor le gusta anotar expresiones
en desuso, en ocasiones llamativa e inesperadamente poéticas: “La alfarera de
Pereruela llamó albarrazán al barro
que hace poro con facilidad”, “Rufino, el cantinero de San Esteban de Gormaz, llamó
a la careta del cerdo morruga”, “Lo
que alguien me cuenta que dijo un mozo de Malva para indicar que bebió cuanto
quiso: ‘¡Bebí a quita sed!’. Maravilloso”.
Las
pintadas callejeras atraen igualmente su atención: “Fachadas, paredes, paneles…
son usados con esa doble desesperación de quien no tiene otro cauce para
proclamar algo y ha de hacerlo vertiginosamente y a escondidas. Son mensajes de
amor estrellados por donde la muchacha ha de pasar irremediablemente, insultos
desaforados cuyo destinatario yo desconozco, denuncias sociales, nombres
propios expuestos a la intemperie”. Copia muchas, de todo tipo: “No digas sí
profesor di revienta cerdo”.
Esta “impenitente
afición –casi una pasión privada– por anotar los letreros de los lugares
públicos”, le lleva a ocuparse de la publicidad: “La incitación publicitaria,
exagerada y vistosa, se condensa bruscamente en un letrero enorme que dice
‘¡Por puro egoísmo!’, y luego se dan precios y otros detalles”.
No insiste
demasiado en el socorrido recurso de referirse a los errores de los alumnos, prefiere
los de los medios de comunicación: el locutor que informa que la novela de
Vila-Matas se titula Bartebly y compañía en
homenaje a “aquel personaje inolvidable de Edgar Neville”, la periodista que
habla de la “mofeta” cuando quiere decir “muceta”.
Al orden
cronológico, como ya indicamos, se añade un intento de agrupación temática.
“Historias naturales” reúne escenas de la vida cotidiana (a menudo con un toque
esperpéntico) próximas al microrrelato. En algún caso, como “Petit Hotel
Montecarlo”, nos encontramos incluso con un perfecto ejemplo de relato
fantástico.
Mucho de
diario –con fecha o sin fecha, a veces con indicación hasta de la hora, como en
la crónica hospitalaria “Entre algodones”– tienen estos textos, ya publicadas
antes en tres volúmenes: Para qué sirven
los charcos (1999), Los pormenores (2007)
y La vida mitigada (2014). Se añade
el inédito Muda de siglo, escrito
entre 1997 y 2001, donde se acentúa la atención a la actualidad periodística
del cambio de siglo.
“A mí me
gustan mucho –escriben el autor en el prologuillo a una de esas obras– los
libros compuestos así, con anotaciones de carnet más o menos bárbaras pero que
no se han desechado del todo y que se van incorporando casi por sí mismas a las
filas de otras precedentes y en un orden espontáneo y apaciguado”. No es el
único en esa afición: le acompañan Baroja y Pla, por citar solo dos nombres ilustres,
y un buen puñado de lectores –entre los que me encuentro– aficionados al
picoteo plural, a la ocurrencia ingeniosa, al detalle que pasa inadvertido, a
la anécdota significativa, a la continua sorpresa de la cotidianidad.
“La alfarera de 'Perezuela' llamó albarrazán al barro que hace poro con facilidad” Sin ánimo de molestar ni pujos inquisitoriales: ¿no será 'Pereruela', el pueblo de alfares cercano a Zamora?. La casualidad ha hecho que lea esta entrega delante de la Feria de la Cerámica de Zamora
ResponderEliminarPues tienes razón. Era una errata mía. Ya está corregida.
ResponderEliminarY además es buen tipo. Estoy con "Años de mayor cuantía" que tiene mucho -todo- de esa España interior colmada de paciencia estoica y sabiduría. Y su amor al lenguaje, tan fin como medio.
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