El intruso honorífico.
Prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales
y conceptuales del mundo
Felipe Benítez Reyes
Fundación José Manuel
Lara. Sevilla, 2019.
Para organizar el caos, nada como el orden alfabético. No es
Felipe Benítez Reyes el primero –ni será el último– que nos ofrece una
colección de pequeños ensayos y ocurrencias varias bajo la forma de un
diccionario. Él cita como antecedente la Nueva
Enciclopedia de Alberto Savinio. También podía citar El arca de las palabras de Andrés Trapiello, los diccionarios
temáticos –la literatura, el arte– de Francisco Umbral o Félix de Azúa (por no
referirnos a un autor menos prestigioso, pero no más disparatado ni menos
ocurrente, Noel Clarasó y su Diccionario
humorístico).
La forma es
común, pero el contenido depende de la personalidad del autor. Casi todo Benítez
Reyes está en estas páginas ingeniosas en las que al término “erudición” le
sigue “escaparate”, “perro” a “periodista” y “unicornio” a “ultratumba”, en
coyundas regidas por el azar del alfabeto.
Entre los
varios núcleos temáticos que vertebran esta miscelánea, destacan las figuras
retóricas, los géneros literarios y los perfiles de escritores. A veces el
humor parece transformarse en desidia. Un ejemplo, la definición de
“anástrofe”: “Modalidad de hiperbaton que no vale la pena definir, al menos de
momento”. En ocasiones, se acumulan definiciones ajenas, como ocurre en
“poesía”, tras una “definición” propia: “Suma de renglones más cortos de lo
normal en que cada palabra tiene que hacer un esfuerzo al menos dos veces
superior al acostumbrado, y por la mitad de precio”. Ese procedimiento
acumulativo resulta muy eficaz en el caso de Verlaine, donde las cuatro
primeras definiciones refieren anécdotas truculentas y, en algún caso,
especialmente brutales de su biografía y la última dice simplemente “delicado
poeta”.
En las
definiciones de escritores hay eutrapelia y sátira, como en el caso de Vicente
Aleixandre: “Poeta andaluz con mentalidad lírica de guía turístico de las
selvas más o menos amazónicas –con animales salvajes y todo eso– que convirtió
la calle Velintonia en una especie de Palmar de Troya”. También hay intentos de
humor de dudosa eficacia. De “Ramón” se nos dice que era “un hijo de notario
que tuvo que pasarse la vida jugando a la ruleta rusa del ingenio para que la
gente se olvidase de que se apellidaba Gómez”. Pero no se apellidaba Gómez,
sino Gómez de la Serna, que no es lo mismo.
De vez en
cuando, en las entradas de tema literario, nos encontramos con algún pastiche
–romance, soneto, epigrama– que nos hace recordar uno de los más divertidos
libros de Benítez Reyes: su antología apócrifa Vidas improbables.
Las
ciudades son otro de los temas recurrentes en este prontuario. Excelente
resulta la entrada dedicada a Cádiz, que contrasta con el resto, un tanto
desganado, y donde Venecia, que ha propiciado tanta literatura, se reduce a un
anécdota inverosímil: una paloma que se ha herido en el pecho y que tiñe de
rojo uno de los charcos que la lluvia forma junto al Palacio Ducal. Así
contado, parece una parodia de la convencional literatura veneciana, pero
Benítez Reyes glosa el incidente completamente en serio: “Unas gotas de sangre
mezcladas con la lluvia. La insignificancia de un drama frente al esplendor
mecánico de la lluvia”.
Varias
entradas –las menos ligadas a la ingeniosa ocurrencia– nos remiten a los
recuerdos de infancia y nos traen a la memoria su espléndida novela corta La propiedad del paraíso. Es el caso de
“Cines de verano” o de “Verano”, con sus toques de lirismo y costumbrismo.
Heredero de
Gómez de la Serna, como Umbral y tantos otros, Benítez Reyes trufa su
miscelánea de greguerías: “Colgada de un tendedero, una colada de calcetines
parece un cónclave de ahorcados invisibles”. Su herencia ramoniana se muestra
también en la capacidad de ver de manera insólita los objetos cotidianos.
Ejemplos, aparte del ya citado “calcetín”, pueden ser “cama”, “mercado” o
“paraguas”.
Los sueños
y los viajes imaginarios nos ofrecen una buena muestra del mejor Benítez Reyes.
No está siempre acertado cuando recurre a citas a menudo no bien seleccionadas
e intercambiables. Un término como “obra maestra” daría para mucho, pero
Benítez Reyes reduce la entrada a una cita de los hermanos Goncourt (no es el
único caso, véase “risa”): “un libro nunca es una obra maestra, sino que se
transforma en tal. El genio es el talento de un hombre muerto”. ¿Un hombre con
talento después de muerto se convierte en genio? La cita no parece demasiado
feliz ni viene demasiado a cuento.
Pocos
escritores, en su generación y en cualquier otra, tan dotados para la
literatura, en sus más diversos registros, como Felipe Benítez Reyes, pocos con
tanta brillantez estilística, con tanta capacidad para emocionarnos,
sorprendernos, hacernos ver el mundo de otra manera.
Pero es un
escritor profesional y la profesionalidad no siempre le sienta bien a la
literatura: estajanovista de las letras, plusmarquista de los premios
literarios, su facilidad le juega a veces alguna mala pasada.
El cajón de
sastre que es este libro habría ganado en eficacia con una rigurosa poda, con
la eliminación de no escaso material de relleno. Claro que ese es un reparo que
tampoco importa mucho en un tipo de obras hechas para picotear y en las que
saltarse páginas resulta casi una obligación.
En El intruso honorífico no escasea el
humor, ya lo hemos dicho, pero el mayor rasgo de humor se encuentra en que,
según se indica en la cubierta, ha obtenido el premio Manuel Alvar de Estudios
Humanísticos, que es como darle el premio Nobel de Física al autor de un manual
de juegos de manos y física recreativa.
Soñaba con identificar
ResponderEliminartodos los sones de la naturaleza:
el del mar, el del río, el del viento y la lluvia,
el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco.
Las aves cantaban y él no oía su canto:
señales de alarma.
Implacable la sordera,
noche de los sonidos.
Compuso imaginando.
Nunca pudo escuchar.
Murió en el noventa y siete
(es lo que piensan los desinformados),
pero yo lo he visto en la pastelería.
Fue en los años de la crisis. Ocupábamos
asientos contiguos. Yo lo reconocí
por su expresión huraña y feroz.
Y también por el desaliño de que nos hablan.
Escribí esta palabra:
“Excelente”. Y él asintió
“No se moleste en escribir, oigo perfectamente”.
Después hablamos de música,
(sin duda se dio cuenta
de que acababa de reconocerlo.)
Avisaron que había que volver
a la sala para el plato fuerte,
Pero él dio media vuelta,
y se marchaba.
“Pero, ¿precisamente ahora?” le pregunté.
“Yo regreso al hotel. Voy a escuchar
la Novena Sinfonía en el televisor,
la transmiten en directo”, contestó.
“¿Me permite que le acompañe?”, dije.
Y se encogió de hombros.
Pues aquí acaba todo.
Ante el televisor,
escuchamos el golpe de la batuta
sobre el atril. Silencio. Y la orquesta rugió.
Entonces se levantó y apagó el sonido.
Ahora sí que el silencio era absoluto.
Canturreaba a veces, levantaba la mano
para indicar la entrada a los timbales.
Lloró con el adagio,
enardeció cuando cantaba el coro
las palabras.
Yo nunca quise oír
lo que él oía. Finalizó el concierto.
Fue entonces cuando se levantó,
y se acercó al televisor,
recuperó el sonido.
Las cámaras enfocaban ahora
al público enardecido.
Oía los aplausos
que no podía oír en Viena.
Hierro
https://www.youtube.com/watch?v=DSGyEsJ17cI