Y de pronto Rimbaud
Jesús Munárriz
Renacimiento.
Sevilla, 2019.
“La claridad es la cortesía del filósofo”, decía Ortega en
frase muy citada y que no suelen tener demasiado en cuenta los filósofos,
temerosos de ser confundidos con periodistas. ¿Se puede aplicar también a los
poetas? Sí, pero ser cortés tiene igualmente sus riesgos: no se pueden ocultar
obviedades, banalidades, la simple enumeración de buenos sentimientos.
Jesús
Munárriz es un poeta claro, siempre lo ha sido. Y de pronto Rimbaud se lee con la misma directa emoción con que
escuchábamos a los cantautores de los años sesenta y setenta. Muchos poemas
protestan contra los de arriba, contra los de siempre. Se trata de poemas que
no desdeñan la demagogia y de los que es difícil disentir, pero a los que en
algún caso resulta difícil asentir como poemas.
Pero el
libro –amplio, seis partes de once poemas cada una– posee otros muchos tonos.
Abundan las referencias a poetas y a las historia de la literatura. “Fait-divers” es un espléndido homenaje a
Paul Celan; “Aquellos claros días” nos habla de Miguel Hernández; “Gotán” de un
poeta herido por la historia, Juan Gelman.
No es
poesía pura, a la manera juanramoniana, la de Jesús Munárriz: está llena de
anécdotas, de referencias concretas, de lecturas, viajes y personajes. Por eso
destaca un poema minimalista como “Cera ardiente”, la luz de una vela iluminando
“el alma secreta de las cosas”.
Hay muchos
poemas memorablemente emocionantes en este libro que no pretende ser sublime
sin interrupción, que a veces se lee como se escucha a un agradable
conversador. Cito algunos: “Mais oui”, evocación de lo que Francia supuso para
los españoles de la dictadura; “Silbando”, una antigua canción que alguien
silba en la calle le devuelve a cuando silbar era un desahogo “en tiempos de
silencio y monaguillos”; “Instantáneas”, colección de imágenes cotidianas o
insólitas que se han quedado en el álbum de la memoria; “Trotaba”, dedicado al
“dos caballos azul-gris” que le llevaba hasta el aire libre, más allá de los
Pirineos.
No es poeta
Jesús Munárriz que guste de ocultar referencias, sus poemas están llenos de
nombres propios. En “Uno de aquellos” se calla, sin embargo, el nombre del
poeta y cantante Leonard Cohen. El poema glosa un pasaje de su discurso en los
premios Princesa de Asturias: “Poco sabemos de él, ni siquiera su nombre. /
Solo que era español, / que perdió aquella guerra, como tantos, / que dejó su
país / y que tocaba la guitarra. / También que le enseñó sus primeros acordes /
a un joven canadiense / que quería cantar. / Sesenta años más tarde, / este lo
recordaba agradecido. / En todas sus canciones suena un eco lejano / de aquel
españolito desterrado”.
Varios de
los poemas –“Vendimia”, “Lo de en medio”, “Viviendo”– glosan el “carpe diem” y
Munárriz sabe hacerlo dándole un toque nuevo al viejo tópico. Abundan también
los epitafios, las necrológicas a gente cercana, y Munárriz logra salir con
bien del tema más difícil, del que más se presta a la falacia patética: la muerte
de la madre.
Es posible
que los más exquisitos frunzan el ceño ante la falta de tensión de algunos de
estos poemas. Por ejemplo, “Sería bueno”, que empieza así: “Sería bueno, pienso
yo, que el rey, / que es un profesional / muy encomiable, / el mejor preparado
del país / para el puesto que ocupa, / buscase la ocasión y la manera / de
preguntar al pueblo / si lo quiere / al frente del tinglado, / no sé si como
rey / o como presidente”. Pero hay otros, los suficientes, que nos ponen una
sonrisa en los labios o nos oprimen el corazón o nos ayudan a entender la
historia del mundo.
Poesía para
todos, según los conocidos versos de Celaya, necesaria “como el pan de cada
día, / como el aire que exigimos trece veces por minuto”.