Este virus que nos
vuelve locos
Bernard-Henry Lévy
Traducción de Núria
Molines Galarza
La Esfera de los
Libros. Madrid, 2020.
El pensamiento avanza, si es que avanza, a trompicones, como
todo en esta vida. Los dogmas tradicionales de la izquierda fueron puestos en
solfa en mayo del 68, pero esa corriente liberadora y antisistema no tardaría
en convertirse en un nuevo dogma. Los llamados “nuevos filósofos” reaccionaron subrayando
las grietas de la nueva construcción ideológica.
Uno de esos
filósofos, Bernard-Henri Lévy, publica ahora un vibrante panfleto contra lo que
parece haberse convertido en la nueva verdad revelada para los políticos de
izquierda o de derecha: “La vida está antes de la economía”, o dicho con otras
palabras: “Hay que combatir la actual pandemia aunque el remedio cause más daño
que la enfermedad”.
No en todos
los países, por supuesto, se ha actuado igual. Pero el caso de Nigeria que cita
Lévy, tan evidentemente monstruoso, solo lleva al extremo la doctrina que
parece haberse universalizado: “Nigeria, sobre la que unas semanas antes
publiqué un artículo dedicado a las masacres de los pueblos cristianos a manos
de yihadistas fulanis, contabilizaba, a mediados de abril de 2020, según la
agencia de noticias francesas AFP, doce
muertos por el virus y dieciocho personas asesinadas por las fuerzas de
seguridad por no respetar el confinamiento”.
Lo que le
aterra a Lévy, lo que nos aterra a todos los que no hemos perdido la capacidad
de razonar, no es lo que ha ocurrido en los países dictatoriales o inmersos en
conflictos internos, sino en la democrática y civilizada Europa; la facilidad
con que la izquierda y la derecha han aceptado, para presuntamente preservar la
salud, el recorte o la directa eliminación de derechos fundamentales y, en más
de un caso, no de manera provisional (“hasta que haya una vacuna”, como se acostumbra
a repetir), sino de manera definitiva, como la “nueva normalidad”.
A
Bernard-Henry Lévy le preocupa, por supuesto, una pandemia, aunque no es la
primera (después de la “gripe española” de hace un siglo –con sus cincuenta
millones de muertos--, hubo otras: la gripe asiática con diez millones de muertos,
la gripe de Hong-Kong, con un millón, todas más dañinas que la actual) ni será
la última; no critica las imprescindibles medidas de confinamiento que se
tomaron para contenerla.
Critica solo
las que, además de exageradas y absurdas, resultan evidentemente dañinas.
Critica el que las autoridades sanitarias se hayan puesto al servicio de los
intereses políticos y consideren más grave que muera un único anciano con Covid
a que lo hagan cien o doscientos en sus casas o en residencias por cualquier otra enfermedad o
por falta de atención. Un solo muerto de Covid ocupa las portadas de los
periódicos y abre los telediarios; cien muertos por otras enfermedades, aunque
hayan sido desatendidos y no fueran muertes inevitables, ocupan únicamente,
cuando lo ocupan, un rincón perdido en cualquier página.
La epidemia
de la Covid ha venido acompañada de otra que no daña los cuerpos, sino las
mentes. En distinto grado, más en unos países que en otros, la humanidad parece
haber renunciado a pensar.
Las
autoridades políticas se escudan en las autoridades sanitarias para blindar de
cualquier crítica sus decisiones. Si habla la ciencia, los demás no tenemos más
que bajar la cabeza y obedecer. Pero “la ciencia” ni antes ni ahora ha hablado
con una sola voz: avanza contradiciéndose, discutiendo, formulando hipótesis que
a menudo acaban refutándose.
A la hora
de realizar una operación, los médicos informan al paciente (o a sus
familiares) de los riesgos y este debe dar su conformidad. En el caso de las
medidas públicas para contener una enfermedad, la autoridad política, que
representa a los ciudadanos, debe sopesar los riesgos, los efectos secundarios,
antes de promulgarlas.
Las medidas
preventivas deben tener en cuenta aquello en lo que coincide la comunidad
científica, no todo lo que ha afirmado algún presunto “científico” y que
circula por la red: que quien hace deporte en solitario, por citar un ejemplo,
va dejando una estela con su agitada respiración que puede infectar a personas
a muchos metros o quilómetros de distancia y por eso debe llevar mascarilla
aunque corra en medio de un apartado bosque.
Las
mascarillas, las famosas mascarillas, han pasado en menos de dos meses, de no
ser recomendables para la población en general a convertirse en la panacea, en
un talismán de efectos mágicos, que no te protege a ti –y aquí está lo más
peligroso--, sino que protege a las demás. En los telediarios, a continuación
de la información de una nuevo brote en algún lugar de Castilla y León se
muestran imágenes de una discoteca de Barcelona en que los jóvenes bailan sin
mascarilla y se hace pensar a los espectadores que alguien puede contagiarse en
su pueblo porque un irresponsable no se pone la mascarilla mientras practica el
montañismo a mil quilómetros de distancia.
Bernard-Henri
Lévy cita a Foucault, el autor de libros como Vigilar y castigar, cita a
Platón, cita la Torá, compara los elogios actuales al París sin contaminación
del confinamiento con los que los colaboracionistas hacían del Paris de la
ocupación, pero no hace falta muchos argumentos para criticar la deriva del
mundo: basta con conservar el sentido común, basta con no haber sido infectado
por el virus mental que ha acompañado al corona virus.
Se compara
el uso actual de las mascarillas con el del preservativo para prevenir el Sida.
“Póntelo, pónselo” era el eslogan de entonces y el que se quiere aplicar ahora
en países como España.
Pero el Sida, que aterró al
mundo, no le volvió loco y la gente entendía que el preservativo debía
colocarse en el momento de las relaciones sexuales, no salir de casa con él ya
puesto, por si acaso aparecía una ocasión de ligar. Ahora las mascarillas, al
contrario que el preservativo, se pretende que se usen cuando son necesarias y
cuando no lo son, “por si acaso”. Y se incita a la población a vigilar,
denunciar, y quizá se llegue un día a linchar, a quien no la lleva, aunque no
la lleve por razones sanitarias (problemas respiratorios) y por innecesarias,
ya que mantiene en todo momento la distancia de seguridad.
Bernard-Henry
Lévy no es el único que se atreve a advertirnos del abismo al que nos dejamos
precipitar (la dictadura sanitaria en que se están convirtiendo las
democracias, al contrario que las dictaduras tradicionales como la china,
permiten la discrepancia, aunque no cerca del altavoz), pero no parece esas
advertencias vayan a tener mucho efecto. Al pensamiento libre se prefiere
mayoritariamente la sumisión voluntaria. Para evitar riesgos, dicen. El miedo
impide ver que los riesgos de ese sometimiento con los ojos cerrados, un
sometimiento que se quiere sin fecha de caducidad, resultan infinitamente
mayores que los de la actual pandemia.
Interesante la comparación con el preservativo. Hay, sin embargo, una diferencia importante, que no sé si en este asunto JLGM (o B.H. Lévy, cuyo libro no he leído) tienen siempre clara. En el caso del preservativo, no hay duda de en qué momento su uso puede tener sentido, o cuándo no: la diferencia es obvia y visible. No ocurre exactamente lo mismo en el del virus: si su presencia o ausencia fuesen igualmente evidentes, no tendríamos el problema que tenemos. Es por tanto absurdo utilizar el primero cuando es clarísima su inutilidad; pero eso no siempre ocurre con el virus. Y por eso la comparación cojea un poco.
ResponderEliminarNo, no cojea. El virus se transmite de persona a persona. Si uno se encuentra en un lugar público en el que no hay nadie, obviamente no puede contagiar a nadie ni ser contagiado por nadie. Sin embargo, la normativa asturiana (y también la de otras comunidades españolas, no la ley estatal) obliga a llevar mascarilla bajo fuertes multas.
ResponderEliminarEn Francia, país menos anarquista que España y donde el número de contaminaciones está aumentando también a gran velocidad, se está obligando a llevar mascarillas en la calle en muchos lugares, en el centro de muchas grandes ciudades (París, Marsella, Lille, Burdeos, etc) y en calles no tan céntricas de esas grandes urbes (en París en la rue Belleville, por ejemplo). Muchos virólogos y especialistas de infecciones (por no decir todos) dicen que el error es haber desconfinado a la gente sin reglas claras, una de las cuáles debería haber sido la de la mascarilla obligatoria para todo el mundo en cuanto se sale de casa. Lo cual es de una lógica que no admite réplica.
ResponderEliminarEn cuanto a BHL, tan desconsiderado está por haber dicho toneladas de tonterías desde hace más de 40 años, que basta saber lo que "piensa" él para saber que lo contrario es cierto.
Pos autores tan desacreditados como Lévy. Poca autoridad le queda después de su nefasta campaña para que Francia apoyara el derrocamiento descontrolado del dictador Gadafi, su mano tendida al ambicioso y guerracivilista mariscal Jalifa Hafter y su contribución en el desastre libio.
ResponderEliminarCuriosa manera de razonar. Lo que importa no es lo que se afirma y cómo se fundamenta, sino quién lo hace y si apoyó o no a Gadafi. Espero se me permita no entrar en semejantes "debates".
ResponderEliminar"We are the world, we are the children"
ResponderEliminarEstuve meditando en mi respuesta; "we are the world, we are the children". Al no haber leído el libro de Lévy -hermoso apellido-cualquier opinión es ociosa. Me baso en su lectura crítica. Usted es muy susceptible a los argumentos lógicos. Si comparamos A con B, la mejor comparación es la que posea mayores atributos o propiedades en común entre A y B. ¿Somos una sociedad que como Bob Geldof ignora cosas elementales y de sentido común como que entre el dinero y la población necesitada se interpone una dictadura sátrapa? Es decir, ¿la pandemia pone de manifiesto los acusados déficits de ilustración y raciocinio en una sociedad acaso embrutecida por los medios de comunicación y la información basura -la ciencia es la mejor información disponible por ser la más testada? En lógica llaman generalización precipitada a generalizar a partir de ejemplos insuficientes (un contraejemplo refutaría conceptos "bulldozer") Los filósofos propenden a generalizar obviando el divino detalle nabokoviano. Si a la sociedad la modelizamos en una n-tupla [S,a,b,c...n], en cristiano, un universo de discurso y sus propiedades (por ejemplo, tasas de alfabetización, número de escuelas públicas y privadas por habitante, horas de lectura versus horas de Internet o televisión, o qué sé yo -las variables que las ponga cada investigador-) acaso Lévy, según usted nos dice, tiene razón. Compraré el libro. Gracias.
ResponderEliminarChristian, precisamente Bob Geldof and co. fueron criticados por la gestión de los grandes dineros destinados a ayudar las hambrunas de los ochenta en Etiopia y Somalia.
ResponderEliminarEse dinero cayó en las peores manos, produciéndose una auténtica limpieza étnica.
Muchos artistas desengañados, no volvieron ni volverán a participar en eventos como el "Live aid". Geldof, ingenuo, esta totalmente descalificado.
Sobre Levy, recuérdese que en los años sesenta se reivindicaba "el derecho a la autodeterminación de los pueblos", fuesen argelinos o, ahora, catalanes.
Este "derecho", puramente metafísico (¿que es el "pueblo"?), nos lleva directamente a siniestras dictaduras.
Sucedió con Fichte, y parte de la "filosofía alemana"...No aprendemos.
Christian, agradecería que citaste a esos "filosofos". ¿Debemos juzgar a los esquimales o a los bosquimanos por n-plus, es decir, número de bibliotecas por habitante, escuelas públicas, etc? Sino, en tu opinión, no están civilizados.
ResponderEliminarHaber como sobrevives tu en el Artico o en la selva con esa tonta filosofía.
Disculpe si pequé de osado. De mi comento se infiere que al no existir el Shakespeare bosquimano, o el Eliot amazónico esas culturas son despreciables. "Lo mejor que se ha escrito y pensado" como fórmula clásica de civilización implica un desarrollo que siguió la tradición occidental (grosso modo) No sé nada de antropología, así que mejor debiera callarme, pero me atreveré con dos observaciones; creo que existen rasgos culturales ponderables e imponderables; los segundos son arbitrarios, los primeros no. Por ejemplo ir de luto de blanco (como en China) o de negro (como aquí), comer con palillos o con tenedor, vestir pantalón o falda, cortarse el pelo al cero o dejarse melena son ambas opciones igual de lícitas y ninguna preferencia racional tiene motivos para escoger un modo u otro de rasgo cultural. Pero usar un cuchillo de madera o uno de acero, practicar el chamanismo o la Tomografía por Emisión de Positrones son cosas distintas. Ejemplifiquémoslo en el caso del cuchillo. La dureza y resistencia de los materiales es una entidad objetiva de la realidad por lo que acero SIEMPRE cortará mejor que la madera. Aquí el relativismo creo que es estúpido. ¿Tienen las llamadas por Tylor "culturas primitivas" factores mejores que Occidente? NO LO SÉ. Al ser su cultura literaria oral y ágrafa no la conozco y no puedo comparar, no pude estudiar (mera culturilla superficial) sus sistemas religiosos o morales, su música, etc...Si me permites una ironía un poco chusca yo casi preferiría la playa alfombrada, menos "sauvage". Perdóname Víctor si te parecí desconsiderado, agresivo, dogmático, o elemental. Si me permites la confesión íntima soy todo lagunas y limitaciones (sin falsa modestia) y , como decía el poeta y sabio Valverde, un especialista en generalidades, o sea, en nada. Aprovecho la ocasión para mandarte un saludo afectuoso.
EliminarOk, se responde al saludo.
ResponderEliminarBueno, como comentario, recuerdo los esfuerzos de Gustavo Bueno para situar la Antropologia en su sistema gnoseológico, diferenciando de la Sociologia.
ResponderEliminarRecurrió a la diferencia "etic"/"emic", del lingüista Kenneth Pike, y ya utilizada por Marvin Harris.
Efectivamente, nosotros estudiamos a las "culturas primitivas", amparados en la antropología, la etnografía o la sociologia; con sus respectivas cátedras universitarias, etc.
Seria incomprensible que un bosquimanos "analizase" la cultura occidental.
El tema es muy denso, yo ya lo he dejado.