Lo invisible
Rui Lage
Traducción de Juan
Ramón Santos
Posfacio de Pedro
Serra
¿Es realmente Fernando Pessoa el protagonista de Lo
invisible, la primera novela del poeta, crítico y traductor Rui Lage?
Aparentemente sí: ese es el nombre del protagonista, que tiene su despacho en
la Rua dos Doradores, que ha pasado su infancia en Sudáfrica, que es el creador
de los heterónimos (incluso uno de ellos, Alexander Search, tiene un cierto
papel en la trama), que está enamorado de Ofélia…
Pero pronto nos damos cuenta de
que poco o nada tiene que ver con el personaje real, que el autor se ha
despreocupado de cualquier rasgo de verosimilitud. Baste un ejemplo. El
protagonista de la novela mantiene una relación con la joven Hanni Jaeger,
después de que esta abandonara al mago Aleister Crowley, protagonista de un
falso suicidio, que causó cierto escándalo en su momento y con el que el
verdadero Pessoa y el periodista Augusto Ferreira Gomes tuvieron algo que ver.
La Hanni Jaeger de la novela trabaja en un cabaret lisboeta y el protagonista
mantiene una relación con ella: “En un arrebato, Pessoa la agarró por la
cintura y la hizo ponerse de pie. En lo que Hanni se desabrochaba los botones
de la blusa, él ya se había soltado el pantalón y dejado caer los pantalones.
Le clavó los dedos en las nalgas agarrando hacia sí los firmes muslos, la
levantó con una fuerza insospechada, la llevó de espaldas hasta apoyarse en una
columna y la penetró debajo de las hojas de acanto policromadas y los viñedos
de cantería posdiluvianos mientras le metía la lengua en la boca”.
Si se nos contara como una
fantasía erótica del personaje –al estilo de las que aparecen en alguno de los
poemas ingleses de Pessoa--, tendría alguna justificación, pero tal como se nos
cuenta rompe cualquier semejanza.
Claro que
la verosimilitud que se debe pedir a un relato fantástico no es la misma que se
exige a un relato realista. Quizá mejor que de verosimilitud habría que hablar
de coherencia interna. Lo invisible carece de ella. Por un lado es una
novela con ambición literaria, escrita en un lenguaje que no desdeña la frase
brillante ni la calidad de página; por otra parte, parece un guion para una de
esas películas de fantasía y terror para adolescentes que nos hacen reír cuando
pretenden dar más miedo. Baste un ejemplo. Para acabar con los malignos
hechizos que están en el centro de la trama, Pessoa penetra en una cueva
custodiada por un dolmen. Tras lo que parece un viaje iniciático por el
subsuelo, escucha una voz tenebrosa que lo deja paralizado. “¿Quién se presenta
en mis dominios? ¿Quién me demanda?”, escucha. Y cuando esperamos encontrarnos
a una criatura demoníaca, o al mismo señor de los infiernos, lo que vemos es un
jabalí sentado en un trono: “Remataba su cabeza un yelmo de bronce formidable:
tenía encima un gran cuervo de metal con las alas abiertas. El pelo cerdoso,
que había sido de color ceniza oscuro, se veía descolorido, cubierto de manchas
blanquecinas en el pecho, allí donde no estaba cubierto por la cota de malla.
Atado al cuello tenía un collar con media docena de manos humanas reducidas a
huesos. Por las piernas le trepaba un ejército de hongos, de setas y de moho.
Un enjambre de insectos rondaba su enorme cabeza y, al posarse, chupaban del
hocico húmedo, sobre el que se emparejaban dos ojillos enterrados de color rojo
sangre, uno de ellos opaco, sin duda ciego. Echada sobre su hombro tenía una
larga lanza con punta de bronce y, apoyado en la rodilla, un escudo de madera
estallada, con correas de cuero, donde aún se distinguía la forma de una luna
creciente en medio de un sol. Por debajo del vientre, el pene era una larga
babosa que colgaba flácida”.
Pessoa le entrega al “terrorífico”
monstruo, para congraciarse con él, “una ristra de talismanes y artefactos” y
“”un saco de bellotas de roble que saca de su mochila” (¡Pues menuda mochila
sería esa!, pensamos). Pero el monstruo quiere algo más: “¡Quiero tu mano
derecha!¡Córtatela y dámela para que me la coma antes de que te devore entero,
insecto!”
No se trata
de una parodia ni de un texto que pretenda ser humorístico. Rui Lage escribe su
novela muy en serio, aunque el lector pronto deje de tomársela en serio. En el
último capítulo –“lo invisible luchaba por hacerse visible”-- asistimos a una
aparición: “Delante de él, flotando sobre el suelo, tomaba forma un cuerpo de
mujer. Un cuerpo traslúcido a través del cual se vislumbraba, como a través de
una gasa, lo que estaba detrás. De estatura baja, pero bien torneado, surgía
envuelto en un halo de mármol. Tenía las manos cruzadas sobre el bajo vientre y
la cabeza inclinada hacia las tablas del suelo. En vez de acatar la ley de la
gravedad, los mechones de pelo flotaban como algas negras animadas por
corrientes marinas. Era Ofélia Queirós. Su fantasma”.
Ofélia ha
sido convertida en fantasma por la intervención de Alexander Search cuando
protagonizaba con Pessoa una sesión espiritista. No importa que la verdadera
Ofélia muriera en 1991. Bueno, no le importa al autor porque los lectores no
entendemos qué pinta, allá por 1931, en el trasmundo ni en ese último capítulo.
Sin las
referencias a Pessoa, Rui Lage podría haber escrito una novela de género con
cierto interés en la evocación del mundo indígena sudafricano de finales del
diecinueve y en el contraste entre la sociedad lisboeta de los años treinta y
una aldea apartada de Tras-os-Montes. Pero incluso en una novela de las que
antes se llamaban de kiosco o en el guion para una película de la serie B,
debería haber cuidado más lo detalles. El investigador privado de fenómenos
paranormales acepta desplazarse a un remoto y rústico lugar porque el cura que le hace el encargo dice ser
“el heredero único y amado de un tío establecido en Bahía, donde había hecho
fortuna azucarando paladares europeos”. Al final no le paga, al no declararse
insolvente. El protagonista debería haberlo sospechado: dijo que era heredero,
no que hubiera heredado.
En el
último capítulo hace su aparición, como ya hemos señalado, el fantasma de
Ofélia, aunque el gran amor de Pessoa parece ser Hanni Jaeger. En el penúltimo,
se nos dice, de críptica manera, que el sacerdote que encargó resolver el caso
de las terroríficas apariciones en la aldea acabó suicidándose, sin que se nos
informe de por qué: “Un año después, en un aliso vetusto cuyas raíces cubrían
la base del puente en busca de la corriente, Amadeu sería encontrado con los
pies balanceándose en el arpa del viento. El cuello inclinado sobre el pecho,
amarrado a la punta de una cuerda. Y hormiga, muchas hormigas”.
El epílogo,
“Psicopompografías”, de Pedro Serra, parece tomarse en serio este pretencioso disparate
y trata de razonar sus ocurrencias, demostrando al hacerlo un buen conocimiento
de la obra de Pessoa.
Pero a esta novela, aunque
curiosa y con páginas no desdeñables, en conjunto es difícil salvarla. Quien la
leyó, movido por la pasión pessoana, lo sabe.
Algunos autores, como Kafka, Proust o Pessoa, son ellos mismos personajes literarios, más interesantes (por su singularidad o personalidad) que muchas criaturas de ficción. No necesitamos, pues, reelaboraciones fantasiosas sobre ellos, pues cualquier cosa que se les añada contribuirá más a reducirlos (o desdibujarlos) que a despertar algún interés. Los aficionados a Pessoa haremos muy bien en abstenernos de leer el libro comentado.
ResponderEliminarCreo que debe ser " al declararse insolvente", no " al no declararse insolvente".
ResponderEliminarVicente Garcia