Todos los versos
son de despedida
Javier Almuzara
Renacimiento.
Sevilla, 2021.
“La poesía es música que piensa” ha repetido más de una vez
Javier Almuzara, cuya vida transcurre entre la pasión poética y la pasión
musical. Pero la pasión, la emoción extremada, y el contagioso entusiasmo no
nublan su lucidez. Pocos escritores a la vez tan inspirados, tan conscientes de
que en la obra de arte debe haber siempre “un no sé qué” indefinible, y tan
dueños de su oficio.
“Línea de
canto”, la serie de aforismos sobre poesía que cierran Todos los besos son
de despedida, explicita –con excelente literatura, por cierto-- los
fundamentos teóricos de su poesía. Uno de los fragmentos, escrito a la manera
de una oración laica, define su manera de entender la poesía contraponiéndola a
otras concepciones que algunos consideran más “modernas”. Lo copio íntegro, es
una pieza de antología y de orfebrería verbal: “Danos, Poesía, ligereza sin
frivolidad y gracia sin vulgaridad, ambigüedad sin confusión y hondura sin
hermetismo, inteligencia sin aridez y emoción sin patetismo, biografía sin
banalidad y trascendencia sin afectación. Dánosle hoy un discurso ordenado y
lúcido, preciso y bello, claro y sugerente, no balbuceos chamánicos, ni
circunloquios etílicos, ni absortos egotismos, ni puzles semánticos. Poesía,
líbrame de la incompetencia lingüística disfrazada de experimento gramatical y
aparta de mí el cáliz de la pereza mental servida como hallazgo surrealista”.
Dicho y
hecho. Pocas veces lo que el poeta pretende que sea su poesía se adecúa tanto a
lo que de verdad es como en Javier Almuzara. Todos los besos son de
despedida, un libro extenso, variado, no pretende ser sublime sin
interrupción, incluso incurre en algún raro descuido rítmico (quizá no sea
descuido, sino deliberado homenaje a Unamuno, el áspero endecasílabo “con quien
el tiempo iba a mentir tu ser”, del primer soneto, “Paternidad responsable”,
por lo demás espléndido con su unamuniana paradoja), pero contiene un puñado de
poemas que pueden pasar, que pasarán, no a cualquier antología generacional,
sino de la poesía española. Enumero algunos de ellos: “Resplandeciente
oscuridad”, que no habrían desdeñado firmar los místicos del Siglo de Oro,
aunque no tenga nada de pastiche; “Oh, suene de contino”, que pone letra a la
música improvisada de la naturaleza (el título homenajea a la oda a Salinas y a
la música de las esferas de Fray Luis); “Signo de admiración”, un soneto,
abundan los sonetos en el libro, que consigue en prodigio de tratar el tema más
tópico y volverlo deslumbrantemente verdadero; los “Dos dúos”, con su gracia
entre Lope y Metastasio; un poema de amor, “Doble o nada”; el unamuniano --la
lección de Unamuno (“piensa el sentimiento, siente el pensamiento”) está muy
presente--“Para quien sangra angustia”; la impactante elegía –una de las
grandes elegías de la lengua española-- que lleva por título “Ángel
(1891-1937)”.
“En poesía,
casi todo lo que no es tradición es contagio” parafrasea Javier Almuzara a
Eugenio d’Ors en uno de los aforismos finales, y él gusta de seguir la
tradición y de dejarse contagiar por los poetas que admira. Un guiño al Carlos
Marzal de El último de la fiesta hay en “Señas de identidad”: “Prefiero
la alusión al testimonio. / el íntimo dolor al escenario. / Y, aunque mi estilo
finja lo contrario, / gustándome Manuel, yo soy de Antonio”.
Los
pareados del irónico autorretrato “Qué pasa conmigo” homenajean a Manuel
Machado. Tiene algo de “tour de forcé” conseguir que el poema, el más extenso
del libro, no se venga abajo en ningún momento. Hay tácitas alusiones o
apropiaciones –Jorge Guillén, Gil de Biedma—y muy explícitas referencias.
“Ascendientes” dice así: “Moriré como hubieron de morir / las rosas,
Aristóteles y Borges, / pero aspiro al aroma que dejaron”. Uno de los apócrifos
poemas de El hacedor termina con estos versos: “¿Es posible que yo,
súbdito de Yaqub Almansur, / muera como tuvieron que morir las rosas y
Aristóteles?”
Javier
Almuzara es un maestro en el arte de recrear la poesía ajena. Las versiones de
Omar Jayyam reunidas en Caravana y desierto son poemas propios sin que
deje de resonar en ellos lo esencial del poeta persa. “Bajo otra luz” es a la
vez un poema suyo y la mejor traducción de uno los grandes sonetos de la lengua
inglesa, escrito curiosamente por un español, “Night and Death”, de Blanco
White; algo semejante podría decirse de los “Epitafios de la guerra”, de
Rudyard Kipling.
Hay en Todos
los besos son de despedida poemas que nos cortan el aliento y otros que se
limitan a hacernos sonreír. Arte mayor y atinadas recreaciones de la poesía
popular, que también puede ser arte mayor, aunque se escriba en versos de arte
menor: “Al fin y al cabo, morirse / no debe ser tan sencillo, / que hay quien
se muere de pena / y no deja de estar vivo”.
Como en
Blas de Otero, otro referente (aunque no el poetas más explícitamente social),
hay juegos de ingenio, continuas sorpresas expresivas: ante el misterio, o ante
el silencio de Dios, es necesario “hablar a ritos”; “La poesía es mortal”
afirma el último verso de un sonetillo (abundan los juegos con la estructura
del soneto), pero lo que dice es exactamente lo contrario: “Mi ser definitivo,
/ lejos del cuerpo inerte / que ahora no concibo, / revivirá verbal, / porque
para la muerte / la poesía es mortal”.
Hay un
poema de un solo verso, “Pompeya”; hay un epigrama que no habrían desdeñado
firmar Catulo o Marcial, “La tapadera”; hay nanas, memoria familiar y ternura.
Gracias al gimnasio de los clásicos, como afirma él mismo en uno de sus
aforismos, Javier Almuzara ha conseguido no ser “un poeta formal, sino en buena
forma”. En la mejor forma se muestra en este libro plural y memorable.
Un poemario muy interesante. Todos los fiables se parecen, y son imparables
ResponderEliminarUn abrazo
A ver si un día vamos a pasear, que nos viene bien a todos
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