Vieja escuela
Rodrigo Olay
Rialp (Adonáis). Madrid,
2021.
A un poeta le resulta más fácil sobreponerse a sus
limitaciones que a sus dotes naturales. “Facilidad, mala novia”, decía Gerardo
Diego. El virtuosismo técnico de Rodrigo Olay, su dominio de lo que él
irónicamente denomina “vieja escuela”, de la versificación clásica, asombra.
Es, sin lugar a duda, “il miglior fabbro”, no solo de su generación, también de
la poesía actual, si exceptuamos a Antonio Carvajal.
Como
Carvajal, que fue catedrático de métrica en la universidad de Granada, Olay se
conoce al dedillo todas las minucias de la versificación, juega con ella al
circense “más difícil todavía”. Como Carvajal, corre el riesgo de que su poesía
se convierta en primorosa y cansina artesanía, en ejercicios de taller, todo lo
magistrales que se quiera, pero al fin y al cabo nada más que ejercicios.
Ese riesgo,
que parecía superado, o a punto de superarse, en Saltar la hoguera, su
libro anterior, se acentúa en Vieja escuela. Una posible causa viene
indicada por las fechas de escritura: 2009-2020, desde sus inicios (nació en
1989) hasta ahora mismo. El libro, con algunas notables excepciones, parece
destinado a reunir lo más artificioso de la obra del autor.
Hay liras a
lo Fray Luis, a las que es difícil no aplaudir, pero a las que dejamos de
prestar atención mucho antes de llegar a la última; hay también una sextina
–esa artificiosa composición que rescató Gil de Biedma--, rebuscadamente
prescindible, como el homenaje a Luis Alberto de Cuenca, “Robb Stark resuelve
marchar sobre Casterly Rock”, y tantos otros juegos de ingenio o piezas de
bravura.
Rodrigo
Olay tiene algo de niño prodigio que intenta dejar de serlo sin conseguirlo del
todo, aunque siga habiendo mucho de prodigioso en sus versos. Los mejores
poemas son lo que nos hablan de una infancia difícil (“Siempre he creído que
iba a morir joven”), pero que se va dorando con los años (“Cuanto más tiempo
pase, mejor fue”); de los afectos familiares –los hermanos, la abuela Jovita--;
de la amistad (pocos poetas tan generosamente cordiales como Rodrigo Olay) y del
amor, “llama única”.
Aparte de
poeta excepcional –a pesar de todos los peros, casi siempre por exceso de
dotes, que puedan ponérsele--, Rodrigo Olay es también un erudito de la vieja
escuela, un filólogo en la mejor tradición de Menéndez Pidal o Dámaso Alonso. A
una edición ejemplar de la poesía de Feijoo, añade ahora El endecasílabo
blanco: la apuesta por la renovación poética de G. M. de Jovellanos (Universidad
de Oviedo, 2020), que va más allá de ser un impecable ejercicio de erudición
para formular una atrevida hipótesis: que el versolibrismo de la poesía
contemporánea española tiene su origen en Jovellanos. La hipótesis es más
atrevida que verosímil y se apoya en dudosas afirmaciones: que las variedades
rítmicas que Jovellanos encuentra en el endecasílabo son más propias del
endecasílabo blanco que de cualquier otro endecasílabo; que prescindir de la
rima “permite alcanzar una mayor naturalidad al acercar su discurso al de la
lengua oral, que es, según Eliot, el principal valor del verso suelto”; que la
generalización del verso libre se da con la “Generación del 36, esto es, la de
los poetas de la llamada poesía social”.
No es
cierto que sea la rima aleje un poema del lenguaje de la conversación: más
cerca de la conversación puede estar un soneto de Rubén Darío (“Recuerdas que
querías ser una Margarita / Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está, /
cuando cenamos juntos, en la primera cita, / en una noche alegre que nunca
volverá”) que los rimbombantes versos sin rima de “Ínclitas razas ubérrimas,
sangre de Hispania fecunda”; y el lenguaje de la calle que Celaya, quien
presumía de haberle quitado los coturnos a la poesía, llevó al verso encuentra
un antecedente más claro en Campoamor (que no prescindió de la rima) que en
Jovellanos (los versos sociales más famosos de Celaya, por cierto, tienen rima,
como la tiene el “Vientos del pueblo” de Miguel Hernández).
“El vuelo
excede el ala” en Rodrigo Olay, para decirlo con un título de Jenaro
Talens: las precisas minucias de la
erudición pueden --suelen-- encubrir errores conceptuales; el virtuosismo
métrico, los juegos de palabras, los guiños de la intertextualidad distanciar
al lector, ahuyentar la emoción poética. Un ejemplo a evitar: “Frágil, como la
espalda / que recorre un primer escalofrío / cuando el aire se afina en la hora
última / de una tarde en el mar (su ave es la noche) / o la arena que un pie
quiebra despacio”. ¿Qué pinta en estos versos “el ave de la noche”? ¿De quién
es esa ave? No pinta nada. Está ahí solo para justificar una calambur con el
título de Scott Fitzgerald: Suave es la noche. Poemas como “Neuvic”, en
cambio, con su decir sabiamente entrecortado, con su audaz collage de imágenes
–detrás, la lección del mejor Gimferrer--, nos muestran que Olay es un poeta,
un verdadero poeta capaz de escapar de las trampas del virtuosismo, aunque en
este libro caiga quizá en ellas más de lo que cabría esperar.
Muy bien, pero ¿Por qué el crítico considera tan negativo en el libro de Olay lo que hace unos días le parecía tan admirable en el de Almuzara? Y luego vamos de objetivos...
ResponderEliminarQuizá porque ha leído atentamente ambos libros y sabe de qué habla, algo que no sé si puede decirse del autor del comentario.
ResponderEliminarPues efectivamente; no lo sabe. Y yo tampoco sé si usted los ha leído tan atentamente como dice; pero desde luego que no lo parece.
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