Obra literaria
El jardín de los
frailes. La corona. La velada en Benicarló
Manuel Azaña
Edición de
José-Carlos Mainer
Renacimiento.
Sevilla, 2021.
El título de Obra literaria para reunir tres obras
muy disímiles de Manuel Azaña –El jardín de los frailes, La corona, La vela
de Benicarló-- resulta, cuando menos equívoco. ¿No son literarios los
ensayos de Plumas y palabras o de La invención del Quijote? ¿No
lo son sus póstumas Memorias política y de guerra?
Es un error
común confundir literatura con ficción, aunque poca ficción haya en El
jardín de los frailes o en La velada en Benicarló. Literatura es
también –en el mejor sentido de la palabra-- el prólogo que José-Carlos Mainer
pone a esta edición (solo por él valdría la pena hacerse con ella, aunque ya
tengamos los tres títulos en otras ediciones). Mainer es un ejemplo, y uno de
los mejores ejemplos, de que la erudición académica no está reñida con la
inteligencia ni con el rigor del estilo. Sus estudios sobre los autores mayores
y menores de la llamada edad de Plata (término que él popularizó) continúan los
de la gran tradición filológica española –la de Pedro Salinas o Dámaso Alonso--
y le convierten, aunque no haya escrito nunca ficción (que yo sepa), en uno de
los escritores imprescindibles de su generación, que es la de los novísimos.
A Manuel
Azaña se le simplifica si se piensa en él como un escritor metido a político o
como un político con veleidades de escritor. Forma parte de la historia de la
literatura y de la historia a secas. Como político, alcanzó la cima de un modo
fulminante y lo precipitaron al abismo de la misma súbita manera; como
escritor, se le tuvo en vida, o le tuvieron muchos, por un resentido segundón.
Se estrenó
con El jardín de los frailes, un libro quizá algo deliberadamente
antipático, una “novela de formación” que tiene poco de novela y que en ningún momento condesciende con el
sentimentalismo. Mainer relaciona esta obra con AMDG,
la novela que Pérez de Ayala
dedica a su formación en un colegio de jesuitas. La intención puede ser
similar, pero el resultado es muy disímil. Cuesta al lector actual, y quizá
también al lector de su tiempo, romper el caparazón de su estilo,
deliberadamente rebuscado y arcaizante. No es la mejor puerta de entrada en la
literatura de Manuel Azaña. Preferible dejarla para el final, cuando ya estamos
seducidos por el personaje.
La corona, drama en tres
actos, tuvo un escandaloso estreno en abril de 1932, cuando se cumplía un año
de las elecciones que trajeron la República y su autor presidía el Gobierno. Se
le acusó de aprovecharse de su situación. Solo existía el precedente de
Martínez de la Rosa, también encargado del gobierno cuando estrenó La
conjuración de Venecia.
El teatro es el género literario que peor resiste el paso del tiempo. Si
exceptuamos a Valle-Inclán (que juega en otra división), no desmerece La
corona puesta en comparación con la obras de los más prestigiosos
dramaturgos de los años veinte, sin excluir al autor de Los intereses
creados. Pero al lector actual le cuesta entrar en ella, huele un poco a
naftalina, aunque gane a medida que el conflicto amoroso va dejando paso al
conflicto político, al enfrentamiento entre idealismo y pragmatismo.
La pieza mayor de esta recopilación,
una de las grandes obras de la literatura española, es La velada en
Benicarló. Tras el preciso prólogo de Mainer, conviene comenzar la lectura
por ella. Tiene forma teatral, pero desborda con creces los límites de una obra
de teatro. Es ensayo dramatizado, como los diálogos platónicos, es
autobiografía intelectual, es lúcida inteligencia y desgarro del corazón.
Escrita en 1937, publicada en 1939,
constituye el análisis más penetrante de la guerra civil, que no fue solo la de
un bando contra otro, el de los sublevados contra la legalidad republicana,
sino también la de las diversas banderías que se disputaban su pequeña parcela
de poder en la zona leal.
La riqueza de La velada en
Benicarló es inagotable. No solo contiene la más valiente denuncia de los
crímenes cometidos en la zona republicana, contra los que se mostraba impotente
el propio presidente de la República, sino que va más allá y es el propio ser y
existir de los españoles y la entera condición humana lo que es puesto en
juego.
Como en el teatro de Shakespeare
(recordemos el análisis que Pérez de Ayala hace de Otelo en Troteras
y danzaderas), todas las razones que se contraponen tienen su parte de razón,
no hay maniqueísmo alguno, aunque el autor exprese sobre todo la complejidad de
su pensamiento en las a ratos opuestas y siempre complementarias intervenciones
de Garcés, exministro, y Eliseo Morales, escritor.
Pocos personajes tan vilipendiados
como Manuel Azaña, pocos con tantas aristas y tanta inteligencia. Su vida es
parte de su obra y José-Carlos Mainer la sintetiza de manera ejemplar.
Podría hacerse una antología con los peores y más delirantes insultos que los derechistas dedicaron a Manuel Azaña, ahora convertido en símbolo nacional al estilo de su correligionario Antonio Machado. Desde “aborto de las checas” a “oruga repulsiva” pasando por Nerón, homosexual, “pedazo de carne amorfa sobre capitel desdentado y verrugoso”, “basura flotante”, “vampiro” o “aborto.” Pero no fueron solo cagatintas de extrema derecha hoy piadosamente olvidados los que vejaron a Azaña ya desde 1931. Escritores de categoría también le pusieron pingando. El inefable Pérez de Ayala, seco de inspiración y cada vez más facha, la emprendió con Azaña como salvoconducto para unirse a los franquistas. Para don Ramon, a Azaña le faltaba “hormona testicular” y era “afeminado y una ruindad”, además de un “degenerado mental.” Más breve, Pío Baroja decía de Azaña que no era nada, “hombre para ser profesor de un instituto”, aunque reconocía que hablaba bien y escribía con claridad. Muchos años después, el pequeño talibán de sacristía quiso recuperar a Azaña como precursor del “liberalismo” de Aznar, lo que era demencial. Hoy parece que después de la gran biografía de Santos Juliá se va imponiendo una interpretación crítica pero rigurosa de este estadista y escritor.
ResponderEliminarEstoy muy de acuerdo en que lo mejor de Azaña es la “Velada”, sus discursos y memorias. Quizá también una colección de artículos que publicó poco antes de morir en la prensa francesa y luego recogidos en libro con el título de “Causas de la guerra de España.” Es imposible en menos líneas y de una manera más precisa y desapasionada explicar el origen de la Guerra Civil. Azaña demuestra que la inteligencia, el rigor y la buena pluma le acompañaron hasta el final.
Saludos.
Omite usted, no sé si por desconocimiento o porque no le sirve para su visión en blanco y negro, lo que dijo Unamuno al periodista norteamericano Knickerbocker (publicada en "El Adelanto" salmantino el 18 de agosto del 36: "Azaña debería suicidarse como acto patriótico". Digo esto porque calificar a Unamuno de "inefable" o "talibán" quizá sea un poquitín más difícil. Aunque quién sabe; como dijo Rafael el Gallo, "hay gente pa tó".
EliminarUnamuno decía de Azaña que era un escritor sin lectores y que podría organizar una revolución para tenerlos. Azaña siempre se refirió a Unamuno con respeto, aunque también ironizaba a costa de don Miguel diciendo que sus convencimientos le duraban poco. Una veleta excéntrica. Esas declaraciones que usted cita son efectivamente de cuando Unamuno apoyó a los golpistas durante las primeras semanas de guerra civil. Unamuno fue destituido del rectorado por decreto de Azaña. Por traidor. Luego, ante la represión feroz en Salamanca y la profusión de banderas nazis y fascistas, “el bestial terror de retaguardia y asesinatos sin justificación”, como él escribió, Unamuno cambió una vez más de bando. Acabaría refiriéndose a los rebeldes como “militarización africana pagano-imperialista” y concretamente a los falangistas como “dementes.” Y llegó el escándalo del 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de la universidad con el general legionario Millán Astray, ese “grotesco y loco histrión” según Unamuno. Seguidamente, don Miguel fue cesado del rectorado salmantino por los franquistas y expulsado de mala manera del casino al que acudía a perorar todas las tardes. Se le puso una escolta policial que le seguía allá por donde fuera. Unamuno se consideraba un rehén y llamaba al sabueso que lo custodiaba “pobre esclavo.” Murió (¿o lo mataron?) el último día de 1936. Lea para enterarse de sus últimos meses su correspondencia, las notas luego editadas con el título de “El resentimiento trágico de la vida”, la biografía clásica de Emilio Salcedo, el excelente “Agonizar en Salamanca” de Luciano González Egido y también “Mueran los intelectuales. Viva la muerte” de Carlos Rojas.
EliminarSaludos.