Armonía. Una nueva
forma de ver el mundo
El Príncipe de
Gales, Tony Juniper e Ian Skelly
Diente de León.
Valldemossa, 2022.
Sorprende que una obra escrita por el heredero de una de las
monarquías más antiguas comience con la frase: “Este libro es un llamamiento a
la revolución”. Pero el príncipe de Gales, desde hace casi setenta años,
heredero al trono británico, personaje habitual de la prensa rosa y amarilla,
nunca ha estado a gusto con el papel tradicional que las leyes escritas y no
escritas de su país le reservaban. Si cuando sea rey, no podrá tener opinión
propia, deberá mantener una imparcialidad absoluta, como heredero carece de esa
limitación y ha aprovechado al máximo su libertad.
En Armonía.
Una nueva forma de ver el mundo encontramos un vibrante manifiesto y un
resumen de la labor llevada a cabo durante las últimas décadas. El príncipe
Carlos fue ecologista cuando no estaba de moda serlo, defensor de la
agricultura tradicional, de las ciudades hechas a la medida del hombre. Asombra
la cantidad de proyectos en los que ha estado involucrado, tanto en su país
como en el resto del mundo.
Aunque
escrito en primera persona (“Quiero comenzar en Cambridge, donde fui estudiante
hace más de cuarenta años”, empieza uno de los capítulos), el libro ha sido
escrito en colaboración con Tony Juniper e Ian Skelly, que sin duda han
contribuido a la precisión de muchos de los datos aportados. La primera edición
apareció en 2010. Esta traducción española cuenta con un prólogo escrito
expresamente. Si la amenaza del cambio climático ha crecido desde entonces,
también ha aumentado la sensibilidad ante el problema. Muchas de las propuestas
del príncipe Carlos que en su momento se tuvieron por ocurrencias de un
aristócrata caprichoso hoy nos parecen de sentido común. Él se implicó
personalmente en todas las que le fue posible y convirtió sus extensas
propiedades en laboratorio experimental para la mejora de la ganadería y la
agricultura. Pero este personaje admirable en su voluntarismo y en su
pragmatismo, este jardinero y este agricultor apasionado, es también un
detractor del mundo moderno (lo que él llama “modernismo”), de una cultura que
ha abandonado el pensamiento tradicional para echarse en manos de un
cientifismo mal entendido, de lo que él llama “mecanicismo”.
El capítulo
tercero de su libro, “El hilo dorado”, disuena del resto. En él encontramos al
ideólogo sin demasiado rigor conceptual, al creyente en una mística armonía. El
mundo, a su entender, comenzó a descarrilar en el siglo XVI y descarriló por
completo en el XVII y XVIII. Descartes y Galileo se encontrarían entre los principales
culpables de ese abandono del buen camino, que en algunos casos comenzó mucho
antes, nada menos que en el siglo XIII. Fue en ese momento cuando se inició el
deterioro de la educación. Hasta Santo Tomás de Aquino el enfoque de la
enseñanza universitaria tenía como objetivo “alcanzar un conocimiento absoluto
de la realidad en su conjunto, que era evidente en el mundo exterior, pero que
hundía sus raíces en el interior”. Pero luego “cada disciplina comenzó a tomar
su propio camino separándose del resto, y así la integración de los saberes
dejó de ser el objetivo central de la educación”. Y ello sería debido a que
”por una variedad de complicados motivos políticos y teológicos, empezaron a
surgir diferentes definiciones de Dios”.
¿En el siglo XIII?, nos
preguntamos. ¿Antes todas las religiones definían a Dios de la misma manera?
Continuemos con el peculiar razonamiento de este agricultor metido a teólogo y
a filósofo de la historia: “Lenta, pero firmemente, Dios comenzó a ser descrito
como algo que estaba al margen de la creación, separado de la naturaleza y,
conforme esta idea iba asentándose, empezó a verse a la naturaleza como una
fuerza impredecible, como algo difícilmente ingobernable, algo sin orden
interno, capaz de seguir su propio y a veces oscuro camino, capaz de hacer esto
sin necesidad de la denominada ‘voluntad divina’, porque esta voluntad de Dios
se había vuelto externa al mundo creado”. Si entendemos bien, la humanidad
comenzó a ir por un camino equivocado cuando abandonó el panteísmo, cuando dejó
de identificar a Dios con la naturaleza.
Pero es
difícil entender bien el galimatías conceptual en que se enreda el autor de Armonía
cuando abandona los proyectos concretos para mejorar la vida de la gente.
Leemos las páginas que dedica a la “sabiduría antigua”, a la “geometría
sagrada”, a la magia de la secuencia de Fibonacci o de la estrella de cinco
puntas y nos parece estar escuchando a Giorgio Tsoukalos, el teórico de los
antiguos astronautas.
Admirable
resulta en cambio cuando se olvida de la música de las esferas y desciende a
contarnos experiencia más a ras de tierra como su transformación de una de las
granjas del ducado de Cornualles, en la que “se habían arrancado los setos y
eliminado los muros de piedra, se habían arado antiguos pastos y se había
aumentado el rendimiento de las tierras con fertilizantes y pesticidas
artificiales que se aplicaban en cantidades industriales con el objetivo de
conseguir alimentos baratos”. Él, pese a la oposición de muchos, logró convertirla
en “un sistema de producción alimentaria más sostenible y local”. Y en este
libro —muy precisa y
bellamente ilustrado— nos explica cómo lo hizo, al igual que nos explica
otras muchas de sus intervenciones en favor de la naturaleza. Armonía,
además de un manifiesto revolucionariamente conservacionista, es un
autorretrato de un personaje excepcional que ha sabido hacer el mejor uso
posible de los privilegios que le concedió su nacimiento.
La última frase, antológica. Cuando nuestro Felipe publique, si lo hace, le será de indudable aplicación. Vivir para leer.
ResponderEliminarMe sumo a la impresión de un poeta francés sobre que vale más un parterre de rosas que un patatal. Un caballero inglés goza, con una suerte de sentimiento de intemporalidad en su existencia, de su hacienda rural, y escribe algún que otro poema diletante sobre el atardecer o bien los ruiseñores en sus momentos de otium divinis. Yo vivo en una aldea de la Galicia profunda. Y me ensimismo con las nubes y los "toxos". Como dijo el obispo de Canterbury al enterarse que el tren llegaba por primera vez a Oxford estropeando campiña y campo "a mí y a Dios nos molesta por igual"
ResponderEliminarHombre, un parterre de rosas valdrá más que un patatal... para quien no se muere de hambre. No sé quién es el poeta francés, pero la situación recuerda mucho a la del típìco turista que disfruta tomando fotos de una tribu salvaje africana o un asentamiento chabolista, sin que le preocupe lo más mínimo lo que hay detrás de esa situación, que encuentra tan fotogénica.
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