Madrid hace
cincuenta años visto por un diplomático extranjero
Frances Erskine
Inglis
Prólogo de Raquel
Sánchez y David San Narciso
Ediciones Ulises. Sevilla,
2022.
La labor del editor es de esas que, cuanto más perfectas
son, menos se notan. Entre el texto tal como sale de la mano del autor y cómo
llega a los lectores en el libro impreso, hay una serie de trabajos
intelectuales, a menudo anónimos, que casi nunca se valoran, pero cuya ausencia
nunca pasa inadvertida, salvo para los reseñistas habituales, que no suelen
ocuparse de estas cosas.
Frances Erskine Inglis
(1804-1882), escocesa de nacimiento, española por matrimonio y vocación, fue
una mujer excepcional que publicó dos obras maestras a medio camino entre el
libro de viajes y el análisis costumbrista. El primero de ellos, La vida en
México (1843) es bien conocido y reeditado. Frances, que se había
trasladado con su familia a Estados Unidos, entró allí en contacto con un grupo
destacado de hispanistas y se casó con un diplomático español, de sonoro
nombre, Ángel Calderón de la Barca, que sería el primer embajador en el México
independiente. Observadora sagaz, de una cultura insólita en una mujer (y en la
mayoría de los hombres), Frances Erskine Inglis escribió una serie de cartas —o de crónicas en forma de carta—
que todavía son útiles para entender un país que no se parecía, y sigue sin
parecerse, a ningún otro. El libro se publicó anónimamente, como toda la obra de
Frances, aunque no tardó en saberse su autoría.
Tras su trabajo como embajador, Ángel Calderón de la Barca
fue nombrado ministro en el gabinete del conde de San Luis. Aquí llegó, con su
atención siempre alerta, su esposa Frances y no dejó de tomar nota de todo lo
que veía. Enamorada de España, todo lo veía con buenos ojos frente al pesimismo
habitual de los españoles. Nadie como ella supo reflejar el fastuoso derroche
de un tiempo, mediados del siglo XIX, en que en España había dos reinas, la
joven y bien intencionada Isabel II, de poco más de veinte años, y su madre,
María Cristina, que ya no era reina regente, pero que tras un breve exilio
había recuperado su influencia y sin cuyo favor no era posible realizar ninguno
de los prósperos negocios del momento, el principal de los cuales era el del
ferrocarril (ese novedoso medio de transporte que —se decía entonces— iba a
acabar con la poesía de los viajes).
Frances Erskine Inglis llegó a España en 1853. Le dio tiempo
a reflejar una época de prosperidad económica —para unos pocos— y de fastuosas
fiestas. Prestó especial atención a hospitales e instituciones de caridad. Ese
mundo estallaría, al año de su llegada, con la revolución de julio, que ella
nos cuenta desde el otro punto de vista, el de quienes han pasado a la historia
como los malos de la historia. Aquel Madrid lleno de barricadas y de grupos
armados que se toman la justicia por su cuenta se parece sorprendentemente al
de los meses siguientes a julio del 36.
Su segundo libro, The Attachè in Madrid or Sketches of
the Court of Isabella II, se publicó en Nueva York en 1856, anónimamente, y
con la indicación en cubierta de “translated from de german”. A sus anotaciones,
escritas casi día a día y a manera de diario (así lo considera su autora: “me
despido por tres meses de Madrid y de mi diario”, termina el libro), se les ha
dado, para cubrir las apariencias, una leve armazón novelesca: el autor sería
un joven diplomático alemán. Como muchos de los asuntos de los habla, no
interesaban entonces a un hombre —la minuciosa descripción de la vestimenta de
las damas, por ejemplo, o el funcionamiento de la Inclusa— se supone que las
describe para complacer la curiosidad de los familiares femeninos que ha dejado
en Alemania. La propia Frances y su marido aparecen entre los personajes.
En España se leyó poco ese libro, si es que se leyó. No es
probable que lo conociera Galdós cuando escribió La revolución de julio
y sin duda le habría sido muy útil. El mismo año en que apareció ese episodio nacional,
1904, se publicó una traducción anotada de la obra de Frances Erskine Inglis
firmada por un “Don Ramiro” que resultó ser el escritor cubano, Cristóbal Reyna
y Massa, quien había encontrado el volumen, del que nadie había hecho caso, en
un mercadillo de La Habana, según nos cuenta en el prólogo.
Esa traducción de un libro excepcional y prácticamente inexistente
durante décadas es la que ahora se reedita de la manera más desafortunada
posible, con el título de Madrid hace cincuenta años a los ojos de un
diplomático extranjero, la mención en la portada de la autora y los autores
del prólogo, Raquel Sánchez y David San Narciso, pero sin mención ninguna del
traductor. Ese título, a la vez circunstancial y erróneo, era el que le dio “don
Ramiro”, quien efectivamente creía que era obra de “un diplomático extranjero”,
según indicaba la cubierta, y no de la esposa de un diplomático español, y que
estaba escrito originalmente en alemán. Por eso cambia el simple título de
“Prefacio”, que figura en la edición original, por el de “Prólogo de la
traducción americana”, que se mantiene incomprensiblemente en esta reedición.
No se reproducen, sin embargo, las notas del traductor, a las que alude en su
prólogo, y que tan útiles habría sido para aclarar algunos nombres que calló la
discreción de la autora. En el final del capítulo XI alude, por ejemplo, a que
el secretario de la legación norteamericana, Mr. Perry, está casado con “la
Coronata”, una muy encantadora poetisa. No sobraría la indicación de que se
trata de Carolina Coronado.
Unas triviales
palabras pronunciadas en una fiesta llevaron a un duelo entre el duque de Alba
y el hijo del embajador de Estados Unidos, en un momento de tensión entre ambos
países por causa de Cuba, duelo que fue seguido por otro entre ese embajador y
el de Francia. Son anécdotas que influyen en la historia, pero que no suelen
pasar a la historia. Este libro está lleno de ellas. Y también encontramos discusiones
religiosas ausentes en cualquier obra española de la época. “La confesión solo,
aunque no tuviera yo otras razones, me impediría siempre hacerme católica”,
dice una dama. Y añade: “Nada podría inducirme a consentir a mis hijos el
confesarse. Me han dicho que las preguntas que les hacen bastan para enseñarles
lo que no deben saber”.
Un libro excepcional de una mujer excepcional que parece
condenado a ser invisible. En 2018 fue editado por una institución pública —ya
sabemos lo que eso supone— con el título, más ajustado, de Un
diplomático en Madrid. Impresiones sobre la corte de Isabel II y la revolución
de 1854 y ahora vuelve a las librerías —donde apenas estuvo, donde apenas estará—
de la más desidiosa manera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario