Y tan lejos de
casa
Jesús Munárriz
Pamiela, Pamplona,
2022.
Cada poeta lo es a su manera, y Jesús Munárriz —sin incurrir en el pessoano
recurso de los heterónimos— parece serlo
de todas las maneras. Su costumbre de reunir los poemas escritos en torno a un
tema a lo largo de muchos años acentúa esa impresión. En Y tan lejos de casa
selecciona los de tema navarro —en Pamplona pasó su infancia y adolescencia—
y de un asunto que se presta a la consabida nostalgia localista sabe hacer uno
de los libros más variados, divertidos y emocionantes que se han publicado en
los últimos años (hablo de poesía, donde toda borrosa pretenciosidad tiene su
asiento).
No pretende ser Munárriz sublime sin
interrupción y no le importa bajar a veces el diapasón de sus versos hasta la
broma o la anécdota intrascendente. Quiere reflejar la vida en sus múltiples
tonos y de todo hay en estos “recuerdos de niñez y mocedad”, para decirlo con
un título unamuniano.
Aquí está la intrahistoria de un
tiempo luminoso y sombrío, lleno de asombros y revelaciones, y también la
historia de un tiempo —años cuarenta y cincuenta— en que las sombras predominaban sobre las
luces.
La variedad formal —que nunca se
convierte en exhibicionista virtuosismo métrico— es uno de los aciertos del libro. Comienza
con la presunta traducción de unos epigramas latinos, e incluye romances,
haikus, sonetos, seguidillas, jotas y las combinaciones —tan abundante en la
poesía española a partir del Diario de un poeta recién casado— de
endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos sin rima. No faltan ni el monólogo
dramático —“Monólogo del renegado”, “Un viejo requeté piensa en su suerte”— ni
el poema-crónica a la manera de Ernesto Cardenal y Fernando Quiñones, caso de “Los
hermanos tres puntos”, casi todo él cita de estudios sobre la masonería.
La historia del “viejo reyno” de
Navarra acompaña a la historia personal y los apuntes costumbristas —a los
sanfermines se dedican varios poemas— con aquellos otros en los que suena el
bordón de la elegía.
Subrayo algunas piezas destacadas de
un volumen que se puede leer seguido de la primera a la última página, cosa
rara en un libro de versos, con ligereza en algunos tramos, con reflexiva
lentitud en otros, sin fatigarnos nunca. Dos espléndidos retratos de otros
tantos navarros universales: “Javier”, sobre san Francisco Javier, y “Doctor
Huarte”, sobre el autor de Examen de ingenios. La guerra civil la
encontramos en “Un mal julio” y en “Doce maneras de cerrar el puño”, que glosa
una fotografía de otros tantos pamploneses con el puño cerrado que “han huido
de Mola y se han pasado / a las fuerzas leales” (la foto, que se reproduce,
lleva al dorso una inscripción que da título al libro: “Mañana, Nochebuena. Y
tan lejos de casa”.
Los haikus comienzan en “De la
huerta” y, por lo general, están escritos para ser leídos en serie, apoyándose
unos en otros, con sus topónimos y sus referencias concretas y a veces algo
localistas, aunque no faltan los que se aproximan al decir más habitual: “¡Ese
perfume! / Rododendros en flor, / tarde de infancia”.
De los poemas proustianamente
costumbristas, quizá el mejor —pero hay mucho donde escoger— sea “La plaza
vieja”, con su minuciosa enumeración de los productos del mercado —“aquel
mercado viejo de mi infancia”—, que tiene toda la plasticidad y el colorido de
la pintura clásica holandesa.
La lluvia se oye caer
insistentemente —“Pamplona, lluvia, invierno” dice uno de los versos— en muchos
de estos poemas: “Llueve en mi infancia, llueve / días y días. / Camino del
colegio, / mañanas frías”. Y las brujas y fantasmas, hadas y elfos de la
“fantástica fauna de la infancia”, se completan con otros solo visibles para la
mirada adulta: “Negro seminarista y caqui cuartelero, / la diurna estantigua,
las mesnadas de mozos. / ilustraban el verde hierba municipal / con gamas
uniformes. Los paraguas, / paisanos y seglares completaban la estampa, /
amurallado corazón entre cadenas / de los tres viejos burgos”.
Sabe Jesús Munárriz tratar los más
difíciles temas, los más proclives a la falacia patética, sin incurrir en el
sentimentalismo, y buen ejemplo de ello lo encontramos en “Mamá” o en el poema
dedicado al padre, casi todo él una tradicional retahíla que juega con el
absurdo (en la que, por cierto, parece haber una errata: se repita “ciego”
donde debería decir “sordo”). Y sabe darle un final memorable al relato de su
primer viaje en solitario, en el que aprendió “a vivir cada día / como se lo
merece cada día: / como el único cierto”.
Y tan lejos de casa, con sus
cimas y llanuras, con sus ironías y su ponerse serio en el momento justo, con
su cordialidad inagotable, es el libro de una vida, un libro que consigue convertir
lo local, incluso lo muy local, en universal. “El mundo entero es un Bilbao más
grande”, decía Unamuno. También en la Navarra de Jesús Munárriz cabe el mundo
entero.
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