Galería de arte
primitivo
Martín López-Vega
Mixtura. Barcelona,
2022.
Un poema traducido, si el resultado sigue siendo un poema,
tiene siempre dos autores: el autor del original y el traductor. Las odas de
Horacio o las églogas de Virgilio traducidas por fray Luis de León son de Fray
Luis de León sin dejar de ser de Horacio y de Virgilio. ¿De quién son los
poemas, tan inconfundiblemente suyos, que Martín López-Vega incluye en Galería
de arte primitivo? Algunos solo suyos. En el prólogo reconoce dos, uno de
los cuales, el que dedica a Nacho Vegas, que lo utilizó en una canción, es de
los más sugerentes de la colectánea: “No te extrañes si cada mañana /
despiertas con los pies cansados. / has estado toda la noche / caminando
descalza por mis sueños”. El lector atento sospecha que hay alguno más. Cuesta
creer que el erotismo juguetón de “El pez dorado”, por citar un ejemplo,
corresponda efectivamente al antiguo Egipto.
Los poemas
que se incluyen en Galería de arte primitivo (un título más adecuado
sería Galería de arte antiguo) se escribieron en más de una docena de
lenguas, de ninguna de las cuales hay constancia de que sea conocida por Martín
López-Vega. ¿Desmerece ello el volumen? En absoluto, pero obliga a considerarlo
más como obra propia elaborada con múltiples fuentes que como traducción.
Explica eso los sorprendentes parecidos entre poemas escritos en lugares
distantes y con tantos siglos de diferencia.
La primera
sección del libro, “Cantos a la orilla del agua”, incluye textos anónimos de
los pueblos llamados “primitivos” (un término que hoy se pone en cuestión),
como los esquimales o los nativos americanos. Varios de ellos tratan de mitos
fundacionales: “En los primeros tiempos, al inicio de todo, / cuando hombres y
animales vivían juntos en la tierra, / una persona podía convertirse en animal
si quería / y un animal podía convertirse en persona”.
La poesía
china ocupa dos secciones, una dedicada a varios autores y otra solo a Li Bai,
con una selección de los textos publicados recientemente en Recostado sobre
las nubes. En el epílogo a ese volumen, nos permite Martín López-Vega asomarnos
a su taller de traductor indirecto. El más célebre poema de Li Bai (antes
conocido como Li Po), “Bebiendo solo bajo la luna”, se nos ofrece traducido al
italiano, al inglés, al francés y también en varias versiones al español. Todas
ellas le sirven para elaborar la suya.
A los
poemas chinos, les sigue “Luna de papel”, subtitulado “Abanico de poesía
japonesa”. En la selección de López-Vega no se distinguen demasiado los poemas japoneses
de los chinos: abundan los lamentos por la ausencia de la tierra natal, las
quejas de la enamorada, las despedidas; también la niebla, los caminos
solitarios y las barcas que dejan una estela que no tardará en borrarse. Incluyen
estas lunas de papel un puñado de haikus, alguno bien conocido, como el de Arakida
Morikate: “¿Qué es eso? ¿Una flor / que vuelve volando al árbol? / ¡No! ¡Una
mariposa!”
La
atmósfera sentimental y melancólica de estos poemas está bien conseguida, pero
a veces el lector atento tropieza con alguna incoherencia y le gustaría saber
si ya se encuentra en el remoto original o si se debe a algún despiste del autor
de la versión. Un ejemplo puede ser el poema “Como lo viste por última vez”,
que se atribuye a Somo No Omi Ikuha: “Todo el mundo dice / que mi cabello está
ya demasiado largo. / Lo he dejado / como lo viste la última vez / desenredado
por tus dedos”. En otra versión, que parece más lógica (los poemas tienen su
lógica interna), puede leerse: “Todo el mundo me reprocha / que no peine mis
cabellos. / Los he dejado / como los viste por última vez / desenredados por
tus dedos”. El cabello, si no se corta, no permanece igual.
La sección
siguiente, “Una casa sin paredes”, reúne poemas de la India. A algunos lectores
puede sorprenderles encontrarse, como en las secciones anteriores, con el
horaciano “carpe diem”, pero es un tópico universal que no falta en la poesía
de cualquier tiempo: “Entrégate a todo amor, hermosa joven, / pues día a día
huye la juventud”.
Termina el
plural volumen con “Los dones de las musas”, dedicado a los poetas de las
Grecia clásica, de Safo (los versos que se le atribuyen no figuran en las
ediciones habituales de su poesía) a Calímaco. A veces encontramos algún
coloquialismo sorpresivo (“Conozco dos hermanos que me adoran, / pero no sé por
cuál decidirme. / Uno es muy tímido; el otro, un lanzado”) o un insólito eco
borgiano: “Solo por un tortuoso camino / llegamos los hombres a la mansión de
las sombras. / Cuando más rápido lo recorramos / antes llegaremos a nuestra
meta, el olvido” (en “A un poeta menor”, Borges escribió: “La meta es el
olvido. / Yo he llegado antes”). Pero ya se sabe que un autor crea a sus
precursores.
En la
estela de Jorge de Sena, Octavio Paz, José Emilio Pacheco y tantos otros
poetas, Martín López-Vega comienza a poner orden —hasta donde eso es posible— a sus innumerables versiones de
poemas ajenos con esta Galería de arte primitivo, primer volumen de una
serie que llevará el título, tan apropiado, de La biblioteca de Alejandría. Son
libros a la vez muy personales y colectivos a los que nunca nos cansamos de
volver.
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