Y el todo que nos
queda. Poemas de amor
Martín López-Vega
Visor. Madrid, 2023.
La felicidad no tiene historia. La historia está antes o
después, nos habla de su pérdida o de los esfuerzos por alcanzarla. Pocos
versos bastan para expresar un amor feliz, rara vez es capaz de llenar un libro
entero. Los veinte poemas de amor de Pablo Neruda terminan con una canción
desesperada. Está el ejemplo de Pedro Salinas y el conceptualismo exclamativo
de La voz a ti debida y poco más (al menos poco más que valga la pena). Martín
López-Vega con Y el todo que nos queda se ha atrevido a publicar un conjunto
de poemas de amor correspondido —el
menos literario— sin la más mínima nube en el azul del cielo. Y sale con
no demasiados rasguños del experimento.
De
inmediato nos viene a la mente “Una dedicatoria a mi mujer”, el poema que
cierra las Poesías reunidas de Eliot, con su muy citado verso final:
“estas son palabras privadas que te dirijo en público”. Martín López-Vega habla
también de la persona con la que comparte su vida y cita el nombre en la
dedicatoria y en los poemas (y ese nombre, por cierto, coincide con el de quien
está a cargo de la edición: Nicole Brezin). Todo ello nos lleva a leer el libro
con cierta prevención, como si fuera menos literatura que desahogo personal,
palabras privadas que se hacen impúdicamente públicas.
Pero Martín
López-Vega es un escritor con recursos y en este libro de temática tan
convencional rara vez incurre en lo convencional. A menudo los poemas terminan
de manera anticlimática recurriendo al humor, de vez en cuando adoptan un tono
prosaico, se convierten en apuntes de viaje, en evocaciones de infancia.
El humor
está ya en el primer poema, “Las ciudades del lago”, una alegoría sobre el
encuentro con el amor que glosa un verso de Lope de Vega, “Siempre mañana y y
nunca mañanamos”, e incluye otro de Fernando Pessoa que Lorenzo Oliván utilizó
para titular uno de sus libros: “la eterna novedad del mundo”. La
intertextualidad es un recurso frecuente en Y el todo que nos queda.
Otro poema, “Un columpio sobre el Vilnia”, termina variando versos muy
conocidos: “¿Quién quiere poemas estando ella, / que es gacela constante más
allá de la vida / y hace volver las claras golondrinas / y evita que se
equivoquen las palomas / y hace que suceda que nunca me canse de ser hombre / y
es todos los milagros juntos de la primavera / y puede sanarme y hacer que este
río / no vaya hacia el mar, que es el morir, / sino hacia una vida más alta que
la vida”.
No le teme
al tópico López-Vega. “Epístola primera a Lêdo Ivo” empieza y termina con un
verso, “solo el amor nos salva”, que Alain Pérez utilizó en una canción y, con
pocas variantes, también otros cantantes y predicadores, de Malú al papa
Francisco. Ni le teme tampoco al difícil género de la letanía encomiástica:
“Eres más hermosa que el centro de la Tierra, más hermosa que el soneto dieciocho
de Shakespeare, más que el color rojo, más hermosa que la carabela portuguesa,
que los anillos de Saturno”. Enumeración abierta en el primer poema titulado
“Eres” y cerrada en el segundo, “Eres (interludio)”, que termina así: “Es
hermoso el mundo / porque aunque nada en él / pueda compararse contigo, / todo
lo intenta”.
Los mejores
poemas nos hablan de la intimidad doméstica (preparar el desayuno, caminar
descalzos por la casa) con algo de cuadro de Vermeer, a quien se cita
expresamente. Memorables resultan también los que recrean recuerdos de
infancia, como “La nieve y el amor”, “La sopa infinita de mi abuelo”, o hacen
recuento de ciertos momentos fundamentales de su biografía, como “Mis
nacimientos” o incluso “Nicole en el balcón”: “Hacen falta muchas cosas para
escribir un poema. / Son imprescindibles grillos en la infancia / y canciones
absurdas en la adolescencia. / Ayudan un padre ausente y un abuelo ferroviario”.
El gusto
por el viaje asoma en este libro como en todos, o en casi todos, los libros de
López-Vega. “Postal de Londres”, “Barcos anclados frente al puerto de Lima”, “No
partir” o “Carta de Sao Paulo con un poema de Ferreira Gullar” son los títulos
de algunos de esos poemas. El último citado ejemplifica bien el deseo del autor
de no atenerse a lo convencional: comienza con una nota en prosa (aunque
cortada como verso), sigue con la traducción de un poema de Gullar y continúa
con una variación de ese poema adaptándolo a sus circunstancias personales.
Al lector
acostumbrado al sonsonete tradicional de la poesía culta española —endecasílabos, heptasílabos,
alejandrinos y otros metros impares— le sorprenderá el ritmo de los versos de
López-Vega, que a veces suenan a poesía traducida. Sus modelos no están en la
poesía española, sino en una pluralidad de tradiciones que no excluyen las
literaturas menos frecuentadas o exóticas. De hecho, el único poeta español que
se menciona en este libro —en el que habla mucho de poesía— es “Luis” (así, sin
apellidos) y no se trata de Luis Cernuda, como podría pensarse, sino del autor
de Completamente viernes, Luis García Montero. Esa familiaridad
ejemplifica uno de los reproches que se le podrían hacer a Y el todo que nos
queda y al que ya nos hemos referido: a veces da la impresión de estas
“palabras privadas” podrían haberse quedado en una carta personal o en una
edición privada.
El libro vale sobre todo por lo que
tiene de esfuerzo por escapar de lo convencional en el tema más convencional
del mundo, aunque no siempre lo consiga. Podría llevar como lema unos versos de
Antonio Machado: “A las palabras de amor / les sienta bien su poquito / de
exageración”.
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