jueves, 3 de agosto de 2023

Paradojas y contradicciones

 

Francisco Alía Miranda
La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930)
Catarata. Madrid, 2023.

Francisco Alía Miranda, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha, en poco más de doscientas páginas, pretende ofrecernos una síntesis de la primera de las dos dictaduras del siglo XX, caracterizada por sus paradojas y contradicciones. Lo consigue a medias. Su conocimiento del período presenta algunas lagunas, al menos en uno de los aspectos más significativos: la relación de los intelectuales con el nuevo régimen. El golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, bien acogido por el rey (al tanto de sus preparativos), no fue rechazado expresamente por ningún sector de la sociedad española y fue recibido con entusiasmo por buena parte de ella. A Primo de Rivera se le veía como el “cirujano de hierro” propugnado por Joaquín Costa que venía acabar con el caciquismo y la corrupción en que había degenerado el sistema político instaurado por Cánovas. Parecía encarnar el regeneracionismo de la generación del 98. Poco después del golpe, Azorín publica El chirrión de los políticos, una feroz sátira del régimen anterior. Las discrepancias, como las expresadas por un poco conocido Manuel Azaña, apenas se hacen notar. Incluso la prensa liberal –hoy diríamos de izquierdas--, cuyo más calificado representante es El Sol, inspirado por Ortega, se muestra benevolente.

            La excepción la constituyó Miguel de Unamuno, que fue el primero –y no Blasco Ibáñez, como indica Alía Miranda-- en alzar su voz contra la dictadura. Una carta privada, publicada sin su permiso en la revista Nosotros, de Buenos Aires, sirvió de pretexto al dictador para privarle de la cátedra y desterrarle a Fuerteventura. Blasco Ibáñez –al contrario de lo que se indica-- no se autoexilió con motivo de la dictadura. Cuando esta comenzó, era un autor de renombre internacional que estaba dando la vuelta al mundo y tenía su residencia en Francia. La dictadura le haría volver a su activismo republicano. Pronto se reuniría con Unamuno en París y se convertiría en el principal financiador de las actividades antidictatoriales, como la revista España con honra. A su costa publicó tres resonantes folletos contra la dictadura, de más de un millón de ejemplares y editados en varias lenguas, que se trataron de introducir clandestinamente en España. Pero se desengañó pronto y cuando murió, en 1928, ya estaba al margen de la actividad política, al contrario que Unamuno, el banderín de enganche de la oposición al dictador.

            De Valle-Inclán se nos dice que fue “detenido por su empeño en una lucha personal contra los Borbones, que no exoneraba a quienes fueron sus servidores, como Primo de Rivera”. Pero fue detenido por negarse a pagar una multa tras armar un escándalo en un lugar público. Ni se menciona su esperpento La hija del Capitán, publicado en 1927 y retirado de inmediato por la Dirección General de Seguridad, la más feroz crítica a la dictadura.

            De Ortega y Antonio Machado se afirma que “fueron protagonistas comprometidos en las sublevaciones contra la dictadura de 1926 y 1929”, lo que no resulta cierto. Los artículos con los que Ortega se opone a la dictadura comenzarían a publicarse tardíamente y Antonio Machado no tuvo inconveniente en fotografiarse con el dictador y su hijo José Antonio en el homenaje que se le tributó, junto a sub hermano Manuel, el año 1929 con motivo del éxito de La Lola se va a los puertos.

            Alía Miranda habla, poco y con errores (sitúa a Baroja entre los contertulios de Unamuno en París, por citar otro ejemplo), de los intelectuales que se opusieron a Primo de Rivera y de quienes se mantuvieron al margen, los poetas de la luego llamada generación del 27, pero ni siquiera menciona a los colaboradores y simpatizantes de la dictadura, como el ya citado Azorín (que estuvo a punto de dirigir La Nación, el diario gubernamental), Ramiro de Maeztu, el teórico de la hispanidad, nombrado embajador en Buenos Aires, o Eugenio d’Ors. De Benavente, uno de los partidarios, se nos dice que en 1924 se le prohibió una conferencia en el Ateneo de Ciudad Real (al que se le da una importancia solo explicable por la procedencia del autor), pero no alude al escándalo que supuso, en 1928, que se prohibiera el estreno de Para el cielo y los altares.

            Habría sido deseable que Alía Miranda, antes de escribir el capítulo correspondiente, hubiera tenido en cuenta Los intelectuales y la dictadura de Primo de Rivera, de Genoveva García Queipo de Llano, que ni cita en su bibliografía. No habría olvidado entonces, tras hablar del apoliticismo de la nueva literatura, seguidora del Juan Ramón Jiménez de la poesía pura y del Ortega de la deshumanización del arte, referirse a la novela social –Díaz Fernández, Arderíus, Sender—que también aparece por esas fechas. Diversos detalles dan a entender que el conocimiento de la historia literaria de Alía Miranda no es muy preciso: en 1928 –nos dice-- se publica Cántico, de Jorge Guillén, “y asimismo hizo su debut poético un poeta ya maduro: Vicente Aleixandre”. Pero Aleixandre, “ya maduro”, era más joven que Guillén. Inexacto resulta indicar que Alberti adopta “unas posiciones cada vez más anarquistas”.

            Otros despistes acentúan la desconfianza que nos produce el autor, incluso cuando habla de materias en las que demuestra un mayor conocimiento, como la economía o los conflictos militares. Reproduce un soneto de Unamuno escrito en 1926 “cuando Primo de Rivera fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca”: “No me mueve, Miguel, para admirarte, / la forma que el poder has conseguido…” (se trata de una paráfrasis burlesca del famoso “No me mueve, mi Dios, para quererte”). Pero ese soneto ni está en las obras de Unamuno ni presenta ninguno de los rasgos propios de su estilo. ¿De dónde lo toma Alía Miranda? Una nota nos indica que del artículo de Roig Rosich “L’humor politic durant la dictadura de Primo de Rivera”. Pero si tenemos la curiosidad de buscarlo no encontramos en él la atribución a Unamuno. Simplemente se dice que, tras el nombramiento de Primo como doctor honoris causa de la Universidad de Salamanca, de la que Unamuno había sido rector, comenzó a circular ese soneto, uno más de los textos anónimos que se difundieron entonces.

            Lo que provocó la dimisión de Primo de Rivera, en opinión de Alía Miranda, fue una carta que envió “a los diez capitanes generales, al jefe superior de la fuerzas de Marruecos, a tres capitanes generales de departamentos marítimos y a los directores de la Guardia Civil, Carabineros e Inválidos”, en las que les solicitaba su respaldo. Pero no hubo tal carta, sino una de sus notas oficiosas de inserción obligatoria en todos los diarios. Públicamente preguntaba a los jefes militares si seguía contando con su confianza, lo que suponía puentear expresamente al rey, que era el encargado de nombrar y cesar a los ministros. Fue un suicidio político, que atribuyó en la nota de despedida a su estado de salud: “La madrugada del sábado, en que dando suelta al lápiz, escribí a toda prisa  las cuartillas de la nota oficiosa publicada el domingo, y sin consultarlas con nadie, ni siquiera conmigo mismo, sin releerlas, listo el ciclista que había de llevarlas a la Oficina de Información de Prensa para no perder minuto, como si de publicarlas enseguida dependiera la salvación del país, sufrí un pequeño mareo que me ha alarmado y me obliga a hacer todo lo posible para prevenir la repetición de caso parecido, sometiéndome a un tratamiento y plan que fortalezca mis nervios y dé a mí naturaleza dominio absoluto sobre ellos”.

            No da importancia Alía Miranda a esas notas oficiosas, prefiere referirse a las intervenciones en la radio, que comienza entonces y que no alcanzaría importancia como medio de propaganda política hasta la década siguiente, cuando son esas notas –que se pretendían vínculo directo del dictador con el pueblo, a la manera del uso de las redes sociales que hacen políticos posteriores, como Trump o Bukele--, una de las características más singulares de su manera de gobernar.

            Lo que vino después –república de izquierdas y de derechas, guerra civil, franquismo-- colocó los años de Primo de Rivera, que llegó entre aplausos y se fue entre burlas, en un extraño limbo. Vale la pena volver sobre ellos. Pero teniendo en cuenta que estudios sobre aspectos parciales de la época (Alía Miranda se ha ocupado del enfrentamiento del general Aguilera con el dictador), no bastan para ofrecer una precisa síntesis que aclare sus paradojas y contradicciones, que ponga de relieve sus luces –que las tuvo-- y sus sombras.



2 comentarios:

  1. Efectivamente, excepto Unamuno y Azaña no hubo oposición fuerte por parte de los intelectuales. No sé si será verdad que Primo de Rivera decía lo de ”a mí no me Borbonea nadie”.

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  2. No hubo oposición fuerte al principio, luego casi todos estaban en contra del dictador. Lo decía, y fue él mismo quien se borboneo. En algún momento pensó incluso en prescindir del rey.

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