Ángel Crespo
Diario veneciano 1980-1983
Edición de Ignacio García Crespo y
Jordi Doce
Fórcola. Madrid, 2024.
Cuarenta
años después, se publican las páginas venecianas del diario de Ángel Crespo, un
diario que quedó inédito a su muerte y del que, en 1999, apareció la primera
parte, correspondiente a los años 1971-1979. Las que ahora se dan a conocer se
escribieron entre 1980 y 1983, aunque la mayoría son de 1982.
La
edición, a cargo de Ignacio García Crespo y Jordi Doce, es ejemplar, con todos
los complementos necesarios, incluida la traducción de las citas, y sin ninguna
erudición superflua. En la cubierta, aparece una fotografía del autor, ante el
café Florian, acompañado de Pilar Gómez Bedate, autora también del epílogo y de
la idea de publicar este volumen exento.
Pilar Gómez Bedate fue algo más que
la compañera del poeta durante la mayor parte de su vida. Intelectualmente no
valía menos que él, pero quiso ponerse a su sombra en vida de Ángel Crespo y
tras su muerte, organizando homenajes, jornadas de estudio y dando a conocer
los abundantes inéditos. En este diario veneciano, es presencia casi constante.
Cuando se ausenta unos pocos días, encontramos esta anotación: “No solo me
aburro sin Pilar, sino que, a ratos, me siento inseguro sin ella, expuesto a no
sé qué peligros, mientras que estando con ella me siento seguro porque estoy
protegiéndola”.
Ángel Crespo tenía una vida hecha en
España cuando, en 1967, decidió dejarlo todo y marcharse a Puerto Rico. Era un
poeta conocido, que había participado muy activamente en todas las aventuras
literarias de entonces, del postismo a la poesía social. Casado y con un hijo, compatibilizaba
su dedicación a la literatura y a la crítica de arte con el trabajo como
abogado y en una compañía de seguros.
Su reconversión en profesor
universitario no habría sido posible sin Pilar. Era ella quien tenía la
titulación correspondiente para ser profesora universitaria. Él se gradúa en
Arte en 1970 y se doctora en 1973. El autoexilio americano siempre se ha
presentado como una huida del asfixiante clima del franquismo. Pero fue eso y
algo más: en España no existía el divorcio y la convivencia a plena luz con su
nueva pareja –que era también la más eficaz colaboradora intelectual-- resultaba
imposible.
Ángel Crespo no se encontraba a
gusto en Puerto Rico y aprovechó todas las invitaciones que se le presentaron
para viajar a Europa como profesor visitante o a algún congreso. A Venecia, una
de sus ciudades favoritas, viajó muchas veces y durante un curso fue profesor en
su universidad, Ca’Foscari. Aspiró a quedarse como profesor permanente de
acuerdo con una nueva ley que permitía nombrar catedráticos “per chiara fama”,
al margen de los procedimientos habituales. Contó para ello con importantes
apoyos, pero también con detractores que finalmente se salieron con la suya. De
esas intrigas académicas se nos habla abundantemente en unas páginas que algo
tienen de esbozada novela de campus. Otra novela familiar queda solo insinuada:
se alude a la “absurda madre de mi hijo”, coprotagonista de una escena “digna
de un esperpento sobre las hembras conservadoras de la Celtiberia”; le cuentan
que su hijo “se ha ido a vivir a Madrid y que no trata a nadie de mi familia
desde la salvajada que cometió en la Cuesta del Jaral”; nos indica que su
“vieja y reaccionaria familia se va disolviendo lentamente”.
No se olvida Crespo de anotar todos
los elogios que recibe y sus éxitos en las clases y en las lecturas públicas, y
no escatima los juicios desfavorables sobre sus coetáneos. Macrì le comenta
“que Eugenio de Nora es un mal poeta”, algo con que está de acuerdo; “que el
lenguaje de Valente es plano, sin emoción” (no como el del propio Crespo,
añade, “en el que vibran a la par el presente y la mejor tradición occidental”);
“que el principal responsable del estancamiento de la poesía de posguerra ha
sido Vicente Aleixandre”, junto a “la ambigüedad de Gerardo Diego y la cobardía
de Dámaso Alonso”. José Hierro resulta particularmente maltratado: su éxito se
debería a que proyecta “la imagen tópica del poeta: vago, ignorante,
dicharachero, etc.”, a que “sus versos se entienden muy bien y casi todos riman
como es debido”. Lo considera un “desastre nacional” y se pregunta: “¿Cuántos
años tendrán que pasar –o no pasarán—para que este y otros pequeños mitos
caigan en el olvido?”
Si no se le dan facilidades para
incorporarse a la universidad española –lo conseguiría al final de la década de
los ochenta--, es debido “a la escasa seriedad de nuestra crítica literaria, la
inconsistencia del prestigio de muchos poetas y la relativa falta de
preparación de escritores y profesores universitarios”. En el miedo a competir
con gente como él se encontraría la causa de esa situación “tan fatal para la
cultura española”.
Subrayo algunos aspectos que Jordi
Doce pasa por alto en su, por lo demás, atinado prólogo. Hay otros, que ponen
algunas sombras en la figura de Ángel Crespo, polímata y polígrafo, que lo
mismo se interesaba por los grandes nombres de la cultura occidental, como
Dante, Petrarca o Pessoa, que por los casi invisibles que escribían en lenguas
tan minoritarias como el aragonés o el friulano.
Humano, demasiado humano, se nos
muestra Ángel Crespo en estas páginas confidenciales, para bien unas veces,
como cuando nos refiere sus descubrimientos gastronómicos, su gusto por la vida.
En otras, no sale tan bien parado: considera “abyectos” a quienes siguen, sin
entenderla del todo (la mayor parte del planeta), la civilización europea; muestra demasiado a las claras su vanidad
herida o los tejemanejes en favor de la propia gloria.
Pero aparte de estas sombras, que no
añaden ni quitan nada a la valía del autor, queda, para goce y disfrute, lo que
el diario tiene de libro de viajes, por Venecia principalmente, pero también
por otras ciudades de Italia. Y el apéndice, “Plata en la laguna”, que reúne
todos sus poemas venecianos: “La ciudad ya no es / sino acuarela de sí misma, /
y vamos / como dos pinceladas / que no encontrasen sitio entre la niebla”.
Para hablar tan mal de Hierro, en la web del Centro Virtual Cervantes, sale en su biografía una foto de él en La Pedrera charlando animadamente con José Hierro.Lo mismo luego se hicieron amigos.
ResponderEliminarEs curioso lo aficionados que eran buenos poetas contemporáneos suyos ( Valente por ejemplo )a meterse con Hierro, cuya obra en, mi opinión, se mantiene muy bien.
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