martes, 29 de octubre de 2024

Historia e intrahistoria

 

Teffi
Memorias. De Moscú al mar Negro
Traducción de Alejandro Ariel González
Libros del Asteroide. Barcelona, 2024.

Comenzamos a leer Memorias. De Moscú al mar Negro, el primer libro de la escritora rusa Nadezhda Teffi que se traduce al español, y nos sorprende la semejanza temática y formal con una de las obras más famosas de Manuel Chaves Nogales El maestro Juan Martínez que estaba allí. Ambas nos narran el largo viaje de una compañía de artistas por la Rusia revolucionaria y en guerra civil, ambas se publicaron inicialmente por entregas en una revista.

Chaves Nogales se encontraba en París cuando, entre 1928 y 1930, en un periódico de la emigración rusa, se publicaron las memorias de Teffi. Por esas fechas, estaba preparando Lo que ha quedado del imperio de los zares, que al año siguiente aparecería seriado en el nuevo diario Ahora, del que había sido nombrado redactor jefe. Fue precisamente en 1930 cuando conoció al bailarín de flamenco Juan Martínez y le oyó referir sus andanzas por el imperio ruso, donde el año 1917 quedó atrapado por la revolución. A partir de lo que entonces le oyó, y con noticias de muchas otras fuentes, escribiría poco después su fascinante novela de no ficción que tiene al bailarín por narrador y protagonista.

            Aunque dedica uno de los capítulos de Lo que ha quedado del imperio de los zares a “Los viejos escritores supervivientes”, no menciona Chaves Nogales a Teffi, una de las más conocidas escritoras rusas del momento, heredera de Chejov, autora de bien humoradas sátiras y de populares letras de canciones. No la menciona, pero es difícil que no oyera hablar de su odisea –similar a la de tantos-- para llegar desde Moscú hasta París e iniciar una nueva vida en otro mundo y en otra etapa de la historia.

            Teffi, como tantos otros intelectuales, apoyó la revolución de 1905 y la de 1917 en sus primeros momentos. La radicalización posterior la dejó fuera de juego: no estaba ni con los bolcheviques ni con la reacción que quería volver al antiguo régimen.

            Pero no se habla mucho de política, aunque la historia se cuele por todas las rendijas, en estos recuerdos de un largo viaje que parecía no iba a terminar nunca. Nada más lejos del panfleto que unas crónicas escritas diez años después de los hechos, sin ninguna acritud, incluso con rasgos de comicidad a pesar de la continua presencia del absurdo y la barbarie. Sorprende, a las pocas líneas, el gusto por la caricatura expresionista: “El comisario era terrible. No era un hombre, sino una nariz con botas. Existen animales cefalópodos. Él era rinópodo. Una nariz enorme de la que colgaban dos piernas. En una pierna, por lo visto, estaba el corazón; en la otra, el aparato digestivo”.

            La sátira de Teffi se extiende por igual a los dos bandos. En el tren en el que parte de Moscú con destino a Ucrania (la compañía teatral a la que se incorpora pretende actuar en Kiev y en Odesa) coincide con tres señoras que conversan “a media voz, cuando no en un susurro, sobre la preocupación más inmediata: quién y cómo se las había ingeniado para pasar por la frontera sus diamantes y su dinero”. Entre las historias que cuentan está la de la señora Fulk, que hizo un agujero en la cáscara de un huevo, metió un diamante y luego lo coció, pero con tan mala suerte que, al revisar el equipaje, un soldado se comió ese huevo y la señora Fulk se bajó del tren y anduvo tres días tras él para ver si lo expulsaba de forma natural.

            Abundante humor y ninguna autocompasión hay en estas páginas que nos ayudan a entender la historia sin maniqueísmos. La Ucrania a la que llega Teffi todavía se encuentra al margen de la catástrofe revolucionaria: “Cuanto más nos acercamos a Kiev, más animadas son las estaciones”. Son los años en que por primera vez parece posible la independencia ucraniana. “Corrían rumores confusos sobre Petliura”, escribe.

            Petliura, cuando Teffi redacta sus recuerdos, era todavía un nombre famoso. Chaves Nogales en Lo que ha quedado del imperio de los zares habla de él en el capítulo que titula “Un Mussolini fracasado”. Entre 1919 y 1920, fue el primer presidente de la república de Ucrania; tras unos inicios socialistas, se alineó con la extrema derecha y alentó un feroz antisemitismo. En 1926, ya en el exilio, “un judío ruso apostado en el cruce de la rue Racine con el bulevar Saint Michel lo mata de un balazo”, según cuenta Chaves Nogales, quien conoció a su viuda y a su hija, que vivían pobremente en París.

            En el breve prólogo, señala Teffi su propósito de ofrecernos una narración “sencilla y veraz” sobre su involuntario viaje por toda Rusia. Quiere dejar de lado las figuras ilustres y heroicas de la época para centrarse en personas sencillas y en “aventuras que le parecieron entretenidas”. Y lo son, ciertamente. Inolvidable resulta la travesía del barco carbonero Shilka por el mar Negro, desde Odesa hasta Novorosiísk, así como tantos otros pasajes. Pero quizá lo más valioso es su recreación de una época con todos los pequeños detalles exactos que iría borrando la inevitable simplificación histórica posterior.

 

miércoles, 23 de octubre de 2024

Teatro y revolución

  

Ramón Pérez de Ayala
A.M. D. G. La vida de un colegio de jesuitas
Adaptación teatral de Manuel Martín Galeano
y Juan López de Carrión
Edición de Amparo de Juan Bolufer
Sevilla. Renacimiento, 2014.

La historia, como la memoria individual, cuenta el pasado desde el presente, no siempre lo falsea, pero siempre lo reescribe. En noviembre de 1931 se estrenó la adaptación teatral de una novela de Pérez de Ayala, por esas fechas embajador de la República en Londres (además de director del Museo del Prado y diputado por Asturias). Fue uno de los mayores escándalos del teatro español, equiparable al de la Electra de Galdós treinta años antes. Los titulares de El Heraldo pueden dar una idea de lo que supuso el estreno: “La catástrofe del Teatro Beatriz”, “Cipriano Rivas Cherif, director artístico de la Compañía, nos habla de la denuncia que ha presentado al director general de Seguridad”. “Rafael Sánchez Guerra, espectador de A. M. D. G., es agredido por los cavernícolas cuando pretendía imponer la serenidad”, “¿Quiénes repartieron las entradas entre los luises? Anoche en la iglesia de la calle de Zorrilla había una buena cantidad de localidades. Lo que dice el director de Seguridad. Los setenta detenidos son multados con 500 pesetas cada uno. Si hubo lenidad en los agentes de la autoridad serán separados del Cuerpo”.

            Pocas veces un estreno teatral ha llenado tantas páginas en un diario, y El Heraldo no fue el único que se ocupó tan por extenso del acontecimiento. Desde que se anunció el estreno de A.M.D.G. La vida de un colegio de jesuitas, la derecha antirrepublicana se preparó para replicar con contundencia y vengar la ofensa que había supuesto en mayo la quema de conventos y el artículo de la Constitución que suponía la separación de la Iglesia y el Estado y la expulsión de los jesuitas.

            Sabíamos de ese escándalo, pero desconocíamos la obra que lo había motivado. Amparo de Juan Bolufer ha encontrado una versión de la misma, aunque no la versión final, en la Biblioteca de Asturias que lleva el nombre de Pérez de Ayala y donde se guarda su legado. La publica acompañada de un minucioso estudio que nos permite reconstruir los hechos de aquel momento y las polémicas que los acompañaron, al margen de manipulaciones posteriores.

            La principal fue debida al propio Pérez de Ayala, que quiso dar a entender que se había mantenido al margen de esa adaptación y que, arrepentido de la ofensa que en su nombre se había hecho a los sentimientos religiosos de los españoles, prohibió a partir de entonces la reedición de la novela en que se basaba. Amparo de Juan demuestra, muestra más bien, que no era cierto. Desde 1928, Pérez de Ayala había propugnado la adaptación teatral de sus novelas; la autorización para la de A.M.D.G. la dio en mayo de 1931. Asistió a los ensayos e introdujo modificaciones hasta el último momento, el nombre que figuraba en la publicidad era solo el suyo, no el de los adaptadores. De hecho, el único original conservado, un mecanoscrito con abundantes correcciones, lleva el subtítulo de “Original de Ramón Pérez de Ayala”. Los nombres de los adaptadores, Manuel Martín Galeano y Juan López de Carrión, resultan confundidos por más de un estudioso. Agustín Coletes Blanco, en su fundamental Gran Bretaña y los Estados Unidos en la vida de Ramón Pérez de Ayala, atribuye la versión a Julio de Hoyos, mientras que Carlos Luis Álvarez se la adjudicaría a Julio Gómez de la Serna.

            Ramón Pérez de Ayala, más admirable quizá como escritor que como ciudadano, jugaba en 1931 con dos barajas. En Londres quería presentarse como un embajador respetuoso con todos los convencionalismos de la vida diplomática, culto y liberal, nada revolucionario; en Madrid, en cambio, para congraciarse con las autoridades republicanas y con el movimiento de opinión que las apoyaba, mostraba su lado más radical y daba alas a un anticlericalismo que no dudaba en recurrir a la violencia y que era uno de los puntos débiles del nuevo régimen.

            El escándalo provocado por el estreno de A.M.D.G. le causaría importantes problemas en su labor de embajador, ya que las revistas conservadoras inglesas reprodujeron los ataques de la prensa española, y no mejoró su consideración por parte de los republicanos, muchos de los cuales le consideraron –y no sin razón-- como uno de los que más contribuyeron al desprestigio del nuevo régimen con su afán por acaparar cargos.

            Como resulta previsible, la adaptación teatral simplifica la novela y acentúa su tesis antijesuítica convirtiéndola en un hiriente panfleto. En algún punto, sin embargo, resulta muy actual, como en la denuncia de la pederastia, si no siempre tolerada, siempre ocultada (hasta ayer mismo) por las autoridades religiosas, partidarias de que los trapos sucios se laven, si se lavan, en casa. Rechina, en cambio, la manifiesta homofobia, tan propia de su tiempo y especialmente de Pérez de Ayala.

            El final de esta adaptación, que no fue el que se llevó al escenario, resulta especialmente llamativo por su tono mitinero y de incitación a la violencia en un momento especialmente delicado. Una multitud se acerca al colegio de los jesuitas, con palos y armas rompen los cristales de las ventanas; está compuesta por “intelectuales, profesores, obreros, estudiantes, etc., etc., enardecidos”. Sonreímos al pensar en cómo se las arreglaría Rivas Cherif para caracterizar a unos de “intelectuales”, a otros de “profesores”, etc., etc. “. ¡Abajo las órdenes religiosas!”, grita el cabecilla, mientras todos corean: “¡Expulsión, expulsión!”. Y luego, como en un mitin, grita “¡Viva la enseñanza laica!”, y todos responderían a una mientras cae el telón: “¡Viva!”

            El debate sobre el estreno tuvo muchos matices, como corresponde a las diferencias ideológicas de aquellos años, y Amparo de Juan Bolufer atiende a todos: “Oportunidad u oportunismo”, “Obra sectaria frente a obra artística”, “Normas de cortesía teatral y límites de la libertad de expresión”, “Ataques personales a Ramón Pérez de Ayala”. A la minuciosidad de su erudición y al buen manejo que hace de todos los datos, solo habría que hacerle un reproche, el de confundir una edición anotada con una edición escolar en la que es necesario explicar “espartano”, “sibila” o ciertas expresiones coloquiales.

            El estreno de A.M.D.G. La vida de un colegio de jesuitas fue algo más que un capítulo de la historia literaria, supuso el primer aviso importante de lo que se estaba preparando y que culminaría menos de cinco años después.

jueves, 17 de octubre de 2024

Un romántico ilustrado

 

Javier Almuzara
Esperanza de vida
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Entre las estrofas clásicas, el soneto ocupa un lugar especial. Es quizá la única que sigue plenamente vigente, la que menos se ha convertido en ejercicio retórico y arqueología. En la literatura española, ha tenido dos momentos de esplendor: el llamando Siglo de Oro, que ocupa más de un siglo (Garcilaso, Lope, Quevedo), y el siglo XX (los Machado, Miguel Hernández, Blas de Otero). El nuevo libro de Javier Almuzara, el más extenso de los suyos, el más plural, emocionante y divertido, nos demuestra que no ha perdido su capacidad de sorpresa en este ya bien avanzado siglo XXI.

            Más de un tercio de los poemas de Esperanza de vida son sonetos y muchos de ellos pueden incluirse en cualquier antología de los mejores de la lengua española. No todos están escritos a la manera clásica, petrarquista o shakesperiana. A Javier Almuzara le gusta jugar con los catorce versos e incluye varios de arte menor e incluso se atreve con uno en versos bisílabos. Pero, en buena parte, estas variantes no pasan de ejercicios lúdicos.

            Javier Almuzara, muy consciente de que no es posible ser sublime sin interrupción, a menudo nos hace sonreír. Hay mucho humor, y algo de auto ironía, en Esperanza de vida. Entre tanto poeta solemne, se agradece que el poeta baje de la tarima y trate de entretenernos en el “Patio de recreo”, como se titula una de las secciones. A veces se pasa un poco en el cambio de registro, para qué negarlo, y es capaz de incluir una variante de Quevedo, “¡Ah de la vida!”, que solo vale como eutrapelia de sobremesa: “¿Eh? / ¡Oh! / ¡Ah! / ¡Bah! / ¡Uf! / ¡Ay!”.

            Le perdonamos esa chiquillada, y alguna otra, a “este romántico ilustrado” –así se define en el primer poema del libro--  capaz de hablar de música y poesía, de amor y del asombro de estar vivo con un tono absolutamente personal, pero en el que resuena toda la mejor tradición literaria.

            Léanse sus sonetos “El secreto del éxito” y “Tesis y antítesis sobre la síntesis”, variaciones en torno al “Carpe diem” –hay otras--, para comprobar cómo consigue que suene a nuevo un tópico más que repetido. Y el lector atento se fijará en los pequeños detalles que acreditan la maestría. “Olvidé que la vida es corta” comienza el primero de esos sonetos, con un verso eneasílabo, también más corto que el resto en endecasílabos.

Muchos tonos tienen estos sonetos y en cada uno de ellos sabe dar Javier Almuzara, sin alzar la voz, su do de pecho. Tras el “Tango del desalojo”, en torno al tópico de que la vida entera cabe en un soneto, está Manuel Machado, pero no lo podría haber escrito Manuel Machado, ni ningún otro poeta que no fuera Javier Almuzara: “Sale uno de la infancia y juventud / a empujones, y mira de reojo, / temiéndose algún otro desalojo, / camino a la pensión del ataúd. / La vida, ese continuo decomiso, / te quita hasta las ganas de vivir. / Sabéis que no lo digo por decir. / Yo, que me imaginaba el paraíso / bajo la especie de una discoteca / y con toda la pista para mí, / solo oigo la canción del tararí / que te vi en un salón que se hipoteca. / ¿Dónde quedó aquel cuerpo de sarao? / Y encima me han quitado lo bailao”.

En una de las estrofas de “Gracias al amor”, su tono recuerda al de las cancioncillas de una ópera rococó, leemos: “Y hablando podría / pasar todo el día / Javier Almuzara / siempre que tratara / música o poesía”.

Qué espléndidos poemas sobre la magia de la música hay en un libro que comienza con una “Cantata del café”, que nos deja pronto “En la gloria de Vivaldi” y que, tras hacernos admirar su alquimia “que redime el dolor con armonía” (“Música, maestro”), nos hace descender de las alturas con “La música callada” de una greguería: “Tras el concierto / hay sesión reservada / para el silencio atento / de las butacas”.

Sobre la poesía como salvación de la vida, como forma de dar permanencia al río que pasa y no se detiene, hay muchos poemas. El que yo prefiero se titula “Intentarlo de nuevo”. Comienza describiendo una tarde cualquiera: “La escena es casi idéntica a ayer mismo / y sus protagonistas no han cambiado; / sin embargo, en la tarde reiterada, / no existe para nadie nada igual”. Describe luego la tarde en el parque con continuos rasgos de ingenio. “Se va la primavera por las ramas / dándole al pico interminablemente”. Y concluye con una alusión al propio poema: “El mundo, Sísifo feliz, remonta / su carga, ilusionado con la cima, / y yo vuelvo a buscar, sobre el papel, / la vida de verdad, definitiva”.  

En este libro de arte mayor, no faltan los  haikus, las tankas, las coplas populares en las que el autor parece borrarse, como si fueran verdaderamente populares: “Quiero ser el zarcillo / que te acaricia / y decirte al oído / cuatro malicias”. Sorprenden los que parecen fragmentos para el libreto de alguna ópera –Almuzara es autor de una adaptación de Fuenteovejuna--, como los monólogos de Fedra y de Ismene o los de Ana Ozores y Fermín de Pas (este último con el subtítulo de “Recitativo y aria”, por si hubiera alguna duda).

No todo es perfecto en el libro: a algún lector le parecerá que el poeta a veces se quiebra de sutil y puede que frunza el ceño ante un juego de palabras que convierte las “bulerías” en “dolerías”. No importa. Son más las cimas. Y termino señalando una: “Te debo una disculpa”, una elegía que es verdad emocionada y es literatura, la mejor literatura, la que solo está al alcance de un clásico contemporáneo. 


 

 

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domingo, 6 de octubre de 2024

Aridez y poesía

 

 

Carlos de Oliveira
La piel del paisajista
Antología poética
Traducción de José Ángel Cilleruelo
Fundación Ortega Muñoz. Badajoz, 2024.

Afirmaba Antonio Machado que todo poeta debía tener una poética y que en eso se diferenciaba de un mero señorito –hoy diríamos de un simple aficionado-- que hacía versos. Pero esa poética no tiene por qué resultar explícita; ese es trabajo que suele quedar para los estudiosos. El poeta –sigo otra vez a Machado-- trabaja por intuiciones, no por conceptos.

            Hay poetas, sin embargo, muy conscientes de lo que debe ser la poesía y de lo que quieren que sea su poesía. No siempre tienen las ideas claras desde el principio, pero cuando las tienen, o creen tenerlas  someten a ese lecho de Procusto toda su obra, reescribiendo incluso los textos que nacieron con otra intención.

            Es el caso del poeta portugués Carlos de Oliveira (1921-1981), también apreciado novelista. Fue un autor paradójico: comenzó a escribir en los años cuarenta, cuando dominaba en su país la estética neorrealista, de la que formó parte. A la manera de la poesía social española, los jóvenes poetas portugueses querían convertir su obra en un arma más para luchar contra la dictadura.

            Pero el realismo que buscaba Oliveira acabaría teniendo poco que ver con el realismo socialista y mucho, paradójicamente, con ciertas aventuras vanguardistas que buscaban eliminar de la poesía toda anécdota y cualquier atisbo de sentimentalismo, reducirla al mínimo, volverla sobre sí misma.

            Traducida en los años ochenta por Ángel Campos Pámpano, no tuvo demasiado eco la poesía de Oliveira entre nosotros, al contrario de la de otro coetáneo suyo, Eugénio de Andrade, que también buscaba reducir la poesía a lo esencial, convertirla en “una especie de música”.

            Poca música hay en la poesía de Oliveira, poca sensualidad, aunque sí mucha “materialidad”, por decirlo de alguna manera. La piel del paisajista, antología de sus versos que acaba de publicar José Ángel Cilleruelo ha sido editada por la fundación Ortega Muñoz. No podía haber encontrado lugar mejor. Los paisajes pintados por Ortega Muñoz –mesetarios, áridos, con muñones de árboles, con campesinos del color de la tierra-- resultan los más adecuados para ilustrar la poesía de Oliveira.

            Comentando Micropaisaje, uno de sus libros esenciales, aquel en que por primera vez consigue la horma poética en la que a partir de entonces tratará de encajar toda su obra, escribe: “Mi padre era médico de pueblo, un pueblo paupérrimo: Nossa Senhora das Febres. Lagunas pantanosas, desolación, tierras calcáreas, arena. Crecí rodeado por la gran pobreza de los campesinos, por una mortalidad infantil enorme, una emigración espantosa. Natural por tanto que todo ello me haya impresionado (mejor, tatuado). El lado social y el otro, porque hay otro también, de mis relatos o poemas publicados (cuatro novelas juveniles y algunos libros de poesía) nacieron de ese ambiente casi lunar habitado por hombres y visto, aquí para nosotros, con poco distanciamiento”. Esa sería la materia de sus poemas, aunque cada vez “más decantada, más indirecta”.

            José Ángel Cilleruelo quiere ofrecernos una versión que no sea, como la de Ángel Campos Pámpano, “literal, con una rigurosa fidelidad léxica y sintáctica al original”. La suya pretende tener un carácter interpretativo: situaría la fidelidad “en un estadio superior al de los lexemas y sintagmas, y más etéreo, que es el del significado y, sobre todo, su interpretación a partir de los ritmos poéticos y la especificidad léxica de la lengua española”.

Si comparamos ambas versiones, vemos que Campos Pámpano traduce casi palabra por palabra (la cercanía de ambas lenguas lo permite), mientras que Cilleruelo busca un tono más literario y trata de evitar ciertos usos, como el del gerundio, que le parecen poco elegantes. Veamos algún ejemplo. Oliveira escribe: “como arde este cristal?”. En el español de Campos Pámpano el poema suena de la misma manera: “¿Cómo arde este cristal?”. Cilleruelo, sin embargo, busca una variación: “¿Cómo se enciende su cristal? No tiene reparos para el cambio, aunque sea leve, del original. Unos versos del mismo poema, “En las colinas de Antonio Machado” (uno de los pocos en los que no se eliminan las referencias concretas), dicen así: “estructura inmóvil refrectando / que chama interior? / petrificando que mineral humano / apenas esboçado?”. La traducción de Campos Pámpano no permite lucimiento alguno al traductor: “estructura inmóvil refractando / ¿qué llama interior? / petrificando ¿qué mineral humano / esbozado tan solo?”. Cilleruelo, como un corrector de estilo, elimina los gerundios, que no disuenan más en portugués que en español: “inmóvil estructura que refracta / ¿una llama interior? / que petrifica ¿un mineral humano / solo esbozado?”. Pero lo que dicen estos versos en español no es exactamente lo que dicen en el original. En un caso se pregunta si se petrifica “un mineral humano solo esbozado”; en el otro, en el original, se da por sentado que es un mineral humano y se pregunta de qué mineral se trata.

Si comparamos original y versión, abundan las perplejidades. “Mujeres del desbroce al desbrozar, / piernas al aire, sol de un día breve”, traduce Cilleruelo. Pero lo que se lee en el original es: “Mulheres da monda mondan na maré, / de joelhos nus, ao sol de un día breve” (“Mujeres del desbroce desbrozan en la marea, / con las piernas desnudas, al sol de un día breve”).

La cercanía entre las poéticas del traductor y del poeta traducido, lleva a este, en ocasiones, a tratar el original como si fuera el borrador de un poema propio. Conviene por eso, leer solo las versiones o solo el texto portugués (fácilmente accesible para cualquier hablante español, que solo ha de recurrir al diccionario para alguna aclaración léxica), Lo hagamos de una manera o de otra (o de ambas, pero no simultáneamente) nos encontraremos con un poeta que no seduce a primera vista, como tampoco la pintura de Ortega Muñoz si la comparamos con el colorista Sorolla. Hace falta algún esfuerzo para acostumbrarse a su lúcida, punzante sequedad. Vale la pena, aunque quizá no todos los lectores sean capaces de ello. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

 

 

martes, 1 de octubre de 2024

Crónica familiar y otras historias

 

Francisco G. Orejas
Un giro inesperado
Trea. Gijón, 2024.

Si hubiera leído Francisco G. Orejas la “Breve divagación paradoxiana sobre la novela” que Emilio Alarcos coloca al comienzo de uno de sus libros, se habría ahorrado las elucubraciones que lastran Un giro inesperado, admirable crónica familiar e investigación sobre la guerra civil. “¿Qué es la novela? ¿En qué consiste una novela? ¿A qué producción escrita de más o menos páginas llamamos novela?”, se pregunta Alarcos como se pregunta Orejas. La respuesta, en el primer caso, no consiste en acumular citas y vaguedades teóricas, sino en recurrir al sentido común: “Todos sabemos lo que es ‘novela’ como sabemos lo que es ‘tomate’, aunque seamos incapaces de definir la una y el otro en términos literarios y, respectivamente, botánicos, conocemos de sobra que estamos leyendo una novela o comiendo un tomate”.

            Insiste el autor en que Un giro inesperado  es una “falsa novela”. Y cualquier lector, a las pocas páginas, puede comprender que se equivoca: no es una “falsa novela”, del mismo modo que una manzana no es un “falso tomate”. Es exactamente lo que dice que no es: un libro de historia, un ensayo, un trabajo académico que utiliza abundante bibliografía y recurre a la consulta de hemerotecas y archivos.

            El punto de partida no puede resultar más sugerente. En un libro misceláneo de 2017, El calcetín de Hegel, contó González Orejas la historia de un pariente –hermano de su padre--, desaparecido en la guerra, y de cuya muerte se daban tres versiones contrapuestas. “Mi tío Patricio murió tres veces”, comenzaba llamativamente ese relato de no ficción. Solo murió una vez, como todo el mundo, pero muchos años después y convertido en otra persona.

            La verdadera historia de Patricio González Quintanilla y la manera cómo el autor llegó a averiguarla (el mismo esquema utilizado con frecuencia por Javier Cercas, y por tantos antes que él) constituye el eje central de Un giro inesperado. Pero ese núcleo argumental se enriquece con abundantes divagaciones sobre la guerra civil y el exilio mexicano.

Al hablar de la guerra, González Orejas –perteneciente a una familia de derrotados y represaliados, como media España-- no pretende ser objetivo; más de una vez incurre en el panfleto extemporáneo. Sobraría, por ejemplo, todo el capítulo dedicado a “Teoría de las alcantarillas” o la indicación, basándose en una afirmación de Juan Benet, de que Franco se sumó a la rebelión militar solo “por afán de lucro”. (¿Seguro?). También parece un tanto simplista negar que la llamada guerra civil fuera verdaderamente civil porque fue un enfrentamiento entre el pueblo y el ejército.

            Pero se trata de reparos menores. La crónica familiar que es este libro se convierte en una rigurosa investigación, abundante en datos inéditos o poco conocidos, sobre un periodo de la historia de España que se resiste a ser simplemente historia y aún sigue marcando el presente.

            La peripecia biográfica de Patricio González Quintanilla resulta verdaderamente novelesca, utilizando el término en ese otro sentido que tiene en el título que Paquita Suárez Coalla dio a su recopilación de testimonios de mujeres del campo asturianas: La mio vida ye una novela. Aquí el término no delimita un género literario, sino que alude a la acumulación de peripecias inverosímiles y melodramáticas propias del folletín.

            ¿Por qué Patricio González Quintanilla, que en México se metamorfoseó en arquitecto e ingeniero y acumuló una considerable fortuna, fingió ser otra persona, no volvió a entrar en contacto con la familia, padres y hermanos, que había dejado en España? Las posibles represalias de la primera hora no tenían sentido años después, sobre todo tras la muerte de Franco y la llegada de la democracia. Francisco G. Orejas no acierta a responder a esa pregunta, pero insinúa que algo tuvo que ver su amistad con Santiago Garcés Arroyo, un antiguo panadero militante en las Juventudes Socialistas Unificadas, que de ser escolta de Indalecio Prieto (y estar involucrado en el asesinato de Calvo Sotelo) pasó a convertirse, a partir de 1938, en el máximo responsable del temido Servicio de Información Militar.

            Patricio González Quintanilla participó muy activamente en la evacuación de los republicanos derrotados a México y a él se debe la monumental y ejemplar Memoria de las actividades desarrolladas por la delegación de Veracruz, que pasaría a llamarse Documento Quintanilla, donde se recogen de forma detallada las actividades realizadas tras la llegada de los barcos Sinaia, Ipanema y Mexique, “tres de los llamados barcos de la libertad en los que arribó gran cantidad de refugiados españoles”.

            Quizá el origen de la fortuna de González Quintanilla estuvo en los fondos de los refugiados españoles que él y Garcés administraron, quizá por eso quiso desvincularse completamente de su vida anterior. Es una hipótesis para explicar el inexplicable comportamiento del enigmático personaje, que parece copiar –la realidad imita al arte-- a El difunto Matías Pascal, de Pirandello.

            Con la historia de González Quintanilla se entremezcla la del resto de la familia del autor, del que este libro –que no noveliza una peripecia tan novelera, que distingue los hechos documentalmente probados de las hipótesis-- constituye además un anticipo de sus memorias y un melancólico autorretrato.