jueves, 16 de octubre de 2025

Así fue el fin del mundo

 

Manuel Moyano
El mundo acabará en viernes
Menoscuarto. Palencia, 2025.

La narrativa de Manuel Moyano, autor además de excelentes libros de viajes, gusta de adentrarse en terrenos que no suelen frecuentar, o al menos de la manera en que él lo hace, los autores considerados serios: el terror, lo fantástico, la ciencia ficción.

            El mundo acabará en viernes comienza de la manera más intrigante y en diversos escenarios –Idaho, Londres, Tel Aviv-- y con personajes bien caracterizados: la psiquiatra que sueña con ser novelista de éxito, el paparazzi que acecha a los famosos, la solitaria y deprimida empleada en una cadena de televisión. Empezamos a leer la novela con la misma curiosidad con que nos disponemos a ver una serie de Netflix. El estilo, sin florituras retóricas, muy dialogado, más cercano a cierta tradición de la literatura norteamericana que a la española, resulta de gran eficacia para mantener el suspenso.

            A esas tres intrigas entrelazadas, pronto se les irán añadiendo otras. Algunas con un cierto desarrollo como las de Ronia Sharabi, ensayista israelí de fama mundial, y Boris Woon, el “todopoderoso”, dueño del Grupo Babylon, mientras que otras viñetas carecen de desarrollo posterior y parecen insertos de los que se podrían prescindir o que podrían multiplicarse.

            Durante la primera mitad, el libro se mueve en ese terreno intermedio entre lo natural y lo sobrenatural, tan bien estudiado por Todorov, y que ha dado tantas obras maestras, entre ellas los mejores cuentos de fantasmas. Luego se inclina por lo fantástico y la novela de intriga se convierte en parábola sobre lo que ocurriría si las profecías bíblicas sobre el fin del mundo se hicieran realidad.

            Para algunos lectores, a partir de entonces El mundo acabará en viernes perderá interés; para otros, entre los que me cuento, lo acrecienta. Deja de ser un grato pasatiempo para convertirse en un bienhumorado análisis de las contradicciones de la teología a la hora de satisfacer nuestro deseo de inmortalidad.

            El Mesías que regresa para anunciar la llegada del fin del mundo, la resurrección de los muertos y el juicio final, aprovecha para difundir mejor su mensaje el festival de Eurovisión que se celebra en Tel Aviv. Y el autor lo aprovecha para resumirnos la historia y caricaturizar semejante evento.

Los primeros muertos que resucitan no son muertos anónimos, sino Hemingway, Lady Di y Leonardo da Vinci. El tono unas veces se aproxima a la farsa y otras se acerca al enumerativo Borges: "Se levantó del polvo todos los egipcios e hititas caídos tres mil años atrás en la batalla de Kadesh. Se levantó del polvo Pauline Koch, madre de Albert Einstein, quien había educado a su hijo para la música, la paciencia y la perseverancia. Se levantó del polvo la primera persona que oyó predicar a Siddartha Gautama en las llanuras del Ganges..."

Y sigue así durante dos páginas hasta terminar con el poeta chino Li Bai (“Suspiro en la larga noche solitaria y las lágrimas humedecen mi ropa”) y con Lázaro de Betania, que resucita por segunda vez. Disuena también del tono del conjunto algún otro pasaje lírico: “Allí abajo, en aquel lacrimarum valle, en aquella tierra devastada y poblada solo por réprobos, quedaban los logros, las pasiones, los placeres, las historias, las infinitas obras humanas. Las pirámides de Egipto, Yentl, las ruinas de Disneylandia, las pinturas de Chagall, el olor a sal de la playa de Tel Aviv en las mañanas de verano, el vino de Ribera, la imagen de Armstrong hollando la superficie lunar, la imagen del otro Armstrong blandiendo la trompeta, el recuerdo de su abuelo contándole la historia de Moisés, esa misma historia contada por Cecil B. de Mille…”. Borges entremezclado con Bradbury, Miguel d’Ors y el replicante de Blade Runner.

            El Dios padre de esta singular historia tiene menos que ver, con el bíblico Yahvé que con los monstruos de Lovecraft. Y el enfrentamiento entre Yeshua, el mesías, y el dueño de Grupo Babylon, que recuerda algo al demonio y mucho a los genios del mal de las películas de superhéroes, podría compararse con la opa hostil entre el BBVA y el Banco de Sabadell, aunque el libro fuera escrito antes de esa fantástica historia verdadera.

            El desajuste entre los primeros capítulos del libro, más atenidos a la lógica de la narración de intriga, y los siguientes, algo embarullados y de contradictorios enfoques, es muy posible que resulte intencionado: refleja el caos en que se convierte el mundo cuando se anuncia, para el séptimo día, el fin del mundo.

            Entre burlas y veras, irreverencias y contradicciones, El mundo acabará en viernes acaba planteando arduas cuestiones teológicas. Los muertos, si pudieran elegir, ¿querrían resucitar? ¿La otra vida en el cielo resulta más apetecible que esta vida con todas sus desdichas? Los bienaventurados que vuelven a la vida parecen solo desganados zombis.

Manuel Moyano, tras desarrollar muy imaginativamente la idea de qué pasaría si las profecías bíblicas se hicieran realidad, no nos da ninguna respuesta. Nos deja tan perplejos a los lectores con esa opa hostil entre Yeshua, el mesías, y Boris Woon, como esa otra opa hostil entre dos corporaciones bancarias que se ha desarrollado, a golpe de publicitarias e incomprensibles razones, ante nuestras narices. La realidad no es menos inverosímil que la ficción más inverosímil. Ni la ficción menos verdadera.

           

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