Con asombro menos indignado que divertido leemos la Autobiografía sin vida (Mondadori), esa peculiar reflexión sobre el poder de las imágenes y la literatura que acaba de publicar Féliz de Azúa. El ensayo, que no quiere ser académico, está lleno de afirmaciones precisas: las artes “se ocupan de producir objetos valiosos, bonitos, decorativos, únicos o preciosos” en determinados momentos históricos (los siglos que van del VIII al IX, por ejemplo), pero no en otros, como entre 1890 y 1990); el arte ha durado treinta mil años (“no está mal”, apostilla) y terminó exactamente el verano de 1972; cuando Paul Celan “se tira de cabeza al Sena” concluye la última poesía romántica y “quizá la última poesía, tout court”… Lo de menos es que resulte fácil desmentir esas precisiones: el propio autor suele contradecirse unas páginas más adelante. Da la impresión de que la poesía del siglo XX (que unas veces acaba con Celan y otras con el joven Gimferrer, al que llama familiarmente Pedro) dejó de tener interés exactamente en el momento en que Azúa —más interesado en el ensayo y la novela— dejó de interesarse por ella.
De su etapa novísima ha conservado el gusto por épater le bourgeois, por lanzar afirmaciones estupendas que dejan estupefacto al lector: “Los actuales escolares serán, quizá, los primeros niños españoles para quienes el signo de la cruz ya no sonará como el redoble de tambor que anuncia la guillotina”.
¿Y cuál es la consecuencia de que Goya llevara a sus grabados los desastres de la guerra? Pues (ajústense, por favor, los cinturones) que esas barbaridades, convertidas en signos, se les podrán mostrar “incluso a los niños, de manera que ellos mismos, cuando violen o sean violados, cuando les corten en pedazos o sean ellos quienes decapiten a sus víctimas, recuerden que eso es algo perfectamente conocido e incluso digno de figurar en un museo y que de pequeños así lo aprendieron gracias a un profesor de Historia del Arte”.
Azúa contrapone las ciudades provinciales de Francia, caracterizadas por el “alegre desorden de un mercado que aún se refugia a la sombra de la catedral” con las “avenidas tiradas a cordel de las ciudades renacentistas italianas, ciudades gramaticales (…), espacios cada vez más controlados, dominados, asfaltados y abstractos o intercambiables”. ¿Las avenidas tiradas a cordel caracterizan Florencia? ¿No hay mercados y “alegre desorden” en las ciudades italianas?
Abundan ciertamente los momentos brillantes en la prosa de Azúa: “Quizá Rembrandt amaba a su mujer, pero la sacrificó en decenas de retratos y desde entonces dejó de ser una mujer para convertirse en un rembrandt”. Ingenioso, ciertamente. Pero eso le ocurre a todas las personas cuando mueren, dejan de existir y de ellas solo queda el recuerdo, las imágenes. No pasa de una obviedad la brillante frase. Otro ejemplo: “Quizá la duquesa de Alba fue un bello animal de carne y hueso, pero desdichadamente para quienes la amaron solo puede perdurar como un goya”. Desdichadamente para cualquiera de nosotros los “bellos animales de carne y hueso” solo pueden perdurar como imágenes en el cuadro, en la fotografía, en la pantalla. Lo que Félix de Azúa deduce es lo siguiente: “Los modernos hemos aprendido a amar estas permanencias como si fueran en verdad presencias. De hecho, la vida oficial es solo una imagen sin referencia alguna viviente. Pura pantalla”. Si entiendo bien, lo que se afirma es que los modernos no distinguimos entre el cuadro de Goya que representa a la duquesa de Alba y la duquesa de Alba, y que tras las imágenes de un ministro inaugurando un nuevo tramo de una autopista no hay ministro ni autopista. Curiosa manera de ejercitar la inteligencia.
Féliz de Azúa no condesciende nunca con el sentido común ni el razonamiento lógico. Lo suyo es la generalización abusiva, la afirmación rotunda y llamativamente falsa. Termino con su definición de intelectual (ese tipo humano que “iba a pudrir la vida social europea” desde que el pintor Jacques-Louis David lo encarnara por primera vez): “alguien que no duda de su derecho a asesinar por fantasía ideológica”.
He llegado hasta este comentario buscando nexos entre Félix de Azúa, y Ud., tras leer su colaboración semanal en LNE de este domingo. Un saludo, y gracias por abrirnos los ojos tan claramente.
ResponderEliminarYo tampoco simpatizo con los malllamados intelectuales. ¿Ciudades alegres? El Trastévere.
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