jueves, 16 de septiembre de 2010
Exiliados románticos rusos: La novela de la historia
E. H. Carr
Los exiliados románticos
Anagrama, Barcelona, 2010.
Traducción de Buenaventura Vallespinosa
¿Quién recuerda hoy a Aleksandr Herzen? Fue uno de aquellos aristócratas rusos liberales que, en la primera mitad del siglo XIX, se atrevieron a combatir el despotismo de los zares. Pronto el marxismo daría otra dimensión a esa lucha y aquellos políticos y pensadores que creían en una evolución gradual hacia una democracia parlamentaria quedarían arrumbados en el desván de la historia.
E. H. Carr no es un novelista, sino un historiador, el mayor experto en la historia de Rusia, pero Los exiliados románticos, aparecido inicialmente en 1933, no desmerece junto a las grandes novelas de cualquier tiempo. Gracias a este libro –ha señalado Pere Gimferrer con inteligente paradoja— Herzen, Ogarev y otros personajes menores de la historia política rusa “son tan reales como los seres de ficción”. Al igual que el Rastignac de Balzac, el Julien Sorel de Stendhal o el Raskolnikov de Dostoyevski, no necesitan de ninguna confirmación exterior, de ningún documento para ser memorablemente verdaderos.
Novela sin ficción, Los exiliados románticos es, sin embargo, una obra llena de literatura, pero esa literatura no la pone el autor, sino los propios personajes, que buscaban su modelo en los escritores admirados, especialmente en las apasionadas fantasías de George Sand.
Aleksandr Herzen, el gran protagonista de esta historia, escribió una novela con abundantes elementos autobiográficos, ¿Quién es culpable?, en la que narra un adulterio. Casi todo lo que refieren sus páginas ocurrió en la vida de Herzen, pero no antes de que la escribiera, sino unos años después. Eran tiempos en que parecía que la vida no era vida verdadera si no seguía un previo guión literario.
De las muchas historias que se cuentan en este libro, destacaría dos. La que narra el capítulo final, “La última tragedia”, ocurrió tras la muerte de Herzen. Su hija menor, que desde niña había dado muestras de una excepcional inteligencia, recién cumplidos los diecisiete años, se enamora de Charles Letourneau, de cuarenta y cuatro, casado y con dos hijos, lector en la universidad de Florencia y autor de un libro titulado La physiologie des passions. Se conservan las cartas intercambiadas entre ambos. La lúcida pasión de ella contrasta con el obtuso paternalismo de él, que no deja de sentirse halagado por tan ciega devoción: “En lo que concierne a frialdad, intento con todas mis fuerzas conseguirla. No siempre es fácil, sin embargo; tu sentimiento para conmigo, tan sin reservas, tan completo, tan entregado, siempre me conmueve y a veces debilita mi determinación”. La nota final que dejó Liza (la encontraron en la cama con un pañuelo de cloroformo sobre la cara) es la más extraña que haya dejado un suicida: “Ya veis, amigos míos, que he intentado hacer la travesía más pronto de lo necesario. Quizá no tenga éxito. En tal caso tanto mejor. Podréis beber champaña en honor a mi resurrección. No lo lamentaré; todo lo contrario”. Quiere matarse, pero se alegraría de no conseguirlo. Y añade, con macabro humor: “Si se me ha de enterrar, comprobad cuidadosamente que estoy muerta, pues despertar dentro del ataúd sería muy desagradable”. Humor y literatura hasta en el último momento: la vida ya entonces, antes de Oscar Wilde, imitaba al arte.
“Un volteriano entre románticos” nos cuenta la historia de un exiliado político, el príncipe Piotr Dolgorukov, cuya vida fugazmente se cruza con la de Herzen. Qué personaje. Merecía él solo un libro de muchas páginas. Nacido en 1816, parecía destinado a una brillante carrera militar, como su padre, su abuelo y sus tíos. Entró en el Cuerpo de Pajes Imperiales, pero una falta cometida a los quince años causó su degradación y expulsión. La naturaleza de esa falta quedó en secreto, pero resulta fácil adivinarla a la luz de los acontecimientos posteriores. Toda su vida resultaría condicionada por ese hecho. Con ironía escribe Carr: “Su presencia resultaba desagradable y cojeaba ligeramente. Intentó compensar estas desventajas con el diestro uso de una lengua cáustica, pero su maestría con esta arma mermó aún más su popularidad”.
En 1836, cuando aún no había cumplido veinte años, le mandó un anónimo a Puskhin: “Los Grandes Cruces, Comendadores y Caballeros de la Serenísima Orden de los Cornudos, reunidos en Gran Capítulo […] han nombrado por unanimidad al señor Aleksandr Pushkin coadjutor del Gran Maestre de la Orden de los Cornudos e Historiógrafo de la Orden”. Natalia, la mujer de Pushkin, mantenía amistad con un guapo joven francés, Georges Dantès, que había sido adoptado por el embajador de Holanda, el barón Hecckeren, a cuyo círculo pertenecía Dolgorukov. La razón de la carta fueron al parecer los celos: temían que Dantés se enamorara de Natalia. Lo que vino después es conocido: Pushkin, para salvar su honor, retó al presunto amante de su mujer y murió en el duelo. Dolgorukov negó siempre ser el autor de la nota, pero un peritaje caligráfico efectuado en 1927 demostró indudablemente que era obra suya. No sería el único anónimo que escribió este príncipe despechado que desde su expulsión del Cuerpo de Pajes Imperiales no tendría otro objetivo que vengar aquella ofensa. Se hizo experto en genealogías y no hubo secreto de la nobleza rusa que él no conociera y no aprovechara para el chantaje.
Anagrama publicó por primera vez Los exiliados románticos en 1969. Ahora lo rescata en una colección, “Otra vuelta de tuerca”, que pretende proponer a los nuevos lectores aquellos “tesoros escondidos” que fueron celebrados en su momento, pero que ya llevan tiempo ausentes de las librerías. Será una feliz sorpresa para muchos encontrarse con esta casi secreta obra maestra.
Impresionante lo tuyo, amigo Martín. Impagable tu trabajo de todos estos años. Ser capaz de desentrañar la maraña de miles títulos, rebuscar y rebuscar en los fondos de almacén, en el oceano, y mostrarnos, a nuestros ojos vagos, la perla que yace escondida en el fondo. Y hacerlo además, no como algo esporádico, sino con tu asiduidad y diligencia. Y sobre todo con tan buen gusto como el que demuestras. En fin. No hay dinero para pagarte.
ResponderEliminarAbrazos antes del amanecer.
Alfredo