jueves, 28 de octubre de 2010
Berta Piñán: Historias de familia
Berta Piñán
La mancadura (El daño)
Trea, Gijón, 2010
Edición bilingüe
En la poesía norteamericana y canadiense, y en especial en la poesía escrita por mujeres (Margaret Randall, Adrienne Rich, Anne Sexton), aprendió Berta Piñán, según nos dice en la nota final a su último libro, “que la biografía más común puede convertirse en materia poética”.
La biografía más común: sus poemas nos hablan de abuelos que estuvieron en la guerra, de padres emigrantes, de viejos rencores y reconciliaciones, de recuerdos de infancia, de amores y desamores. Y lo hace con una palabra clara, en el lenguaje de la conversación, pero sin desdeñar, de vez en cuando, la imagen deslumbrante, el toque memorable.
No tiene inconveniente en homenajear expresamente a sus maestros: “A la manera de Zsymborska” se titula un poema; “Variaciones en un poema de Eugénio de Andrade”, otro. De Wislawa Szymborska aprendió a expresar la metafísica de lo cotidiano, a decir las cosas más trascendentales en voz baja y con el mismo tono educado que si hablara del tiempo; de Eugénio de Andrade, el despojamiento, el arte de la elipsis, el convertir el poema en un puñado de imágenes verdaderas.
Cada manera de entender la poesía tiene sus riesgos, y los de Berta Piñán son evidentes: la falacia patética, la banalidad sentimental (incluso cierta incursión en el costumbrismo). Acierta a evitarlos casi siempre, aunque a veces los bordea peligrosamente. No es un acierto comenzar el libro con “Idiomes”, un poema sobre la emigración que no acaba de convencer en su simplista oposición entre padres que hablan en asturiano e hijos que hablan en alemán. El final de “Saqueo” carece de fuerza, especialmente en la versión castellana: “Arrampleste con too: / inclusive aquello que nunca / fuéramos tener” (Te lo has llevado todo: / incluso lo que nunca / hubiésemos tenido).
Pero son excepciones en un libro en el que abundan los poemas a los que volveremos una y otra vez, que se nos quedan para siempre en la memoria. El primero de ellos, “Nel balcón”, un poema que parece hecho de nada: en el balcón de enfrente una mujer, ya no joven, mordisquea una manzana, saborea el instante, aplaza el momento de adentrarse para siempre en la oscuridad. No menos memorable resulta “Aire de familia”, una versión personal de “Contra Gil de Biedma”, un homenaje también a tantos poemas de Francisco Brines en los que el poeta adulto se enfrenta al niño o al joven que fue.
De entre los muchos poemas de amor que hay en el libro, yo destacaría “Llámame”: “Llámame, anque seya tarde / y faiga fríu, / anque los brotos del xardín yá podrecieren / y el ríu medrara na to ausencia, / como miedren les hores / na cama d’un enfermu” (Llámame, aunque ya sea tarde / y haga frío, / aunque los brotes del jardín se hayan secado / y el río haya crecido en tu ausencia / como crecen las horas / en la cama de un enfermo). Y también “1956. Cantar d’aniversariu”, aparentemente solo un recuento de los sucesos de un año, aquel en que nació la persona amada.
El riesgo de la falacia patética está a un paso, ya lo dije, el confundir la emoción de lo que se nos cuenta con la emoción del poema. Por eso destaca especialmente “Pequeña Esha”, que al principio parece solo una postal turística: “En Katmandú, a estes hores, / les solombres tomen, a modo, / les cayes y les places, / los puestos del mercáu, / y hai como una galbana azul de páxaros / en ciulu” (En Katmandú, a estas horas, / las sombras inundan poco a poco, / las calles y las plazas, / los puestos del mercado, / y hay como una pereza azul de pájaros / rondando por el cielo”. Ningún desbordamiento sentimental (todo lo contrario: una aparente frialdad) en unos versos que hablan de una madre que aguarda la entrega de su hija adoptiva (cada una en un extremo del mundo).
En “Genealogía” se refiere la autora, que tantos versos ha dedicado a contar historias de familia, a su genealogía literaria, a las escritoras que la han ayudado a ser lo que es. Casi todas son poetas de ahora, mujeres del siglo XX. Hay una excepción al comienzo: “La rosa que cortó George Sand, / el so arume furtivu / nesta tarde tovía de seronda” (La rosa que cortó George Sand / su perfume furtivo / en esta tarde última de otoño). De George Sand, más que su literatura, se admira su ejemplo personal: no se resignó al papel que en su tiempo se asignaba a las mujeres.
La mancadura (El daño) no es un libro que resulte explícitamente reivindicativo. Pero es un libro que no podría haberse escrito hace unas décadas (aun suponiéndole a la autora idénticas experiencias). Detrás de estos versos de tanta naturalidad, tan aparentemente directos, se encuentra el esfuerzo de docenas de poetas, estudiosas y activistas por eliminar la costra de siglos de prejuicios sobre el hombre y contra la mujer. Hicieron falta muchas reivindicaciones para que, en poesía al menos, ya no sea necesario reivindicar nada.
La poesía de Berta Piñán, como ocurre siempre con la gran poesía, nos habla a todos y habla de todos, hombres y mujeres, pero lo hace con un matiz, con una emoción inédita o poco frecuente en la tradición literaria. Y eso le añade un valor y un sabor distintos.
jueves, 21 de octubre de 2010
José-Carlos Mainer: Un novísimo en la cátedra
José-Carlos Mainer
Galería de retratos
La Veleta, Granada, 2010
No es muy partidario José-Carlos Mainer del método generacional (siempre que puede muestra su aversión a los “estereotipos generacionales”), pero no deja de resultar ilustrativo encuadrarle dentro de los novísimos, como a sus coetáneos Carnero y Gimferrer. En 1970, poco antes de que apareciera la famosa antología, en la sede de Seix Barral, Gimferrer le presentó a Francisco Ayala y le dio ocasión de publicar su primer libro: una edición, brillantemente prologada, de las prosas vanguardistas del escritor granadino (Cazador en el alba y otras imaginaciones). Ese libro –al igual que las antologías de la poesía prerromántica y modernista que prepararon Carnero y Gimferrer— era también un manifiesto generacional, un ataque contra el adocenamiento de la literatura de posguerra.
El encuentro con Gimferrer se recuerda al comienzo de la semblanza dedicada a Ayala. No es el único apunte autobiográfico de estas páginas (el más emotivo está al final del capítulo sobre Historia del corazón), que son fruto de encargos ocasionales (un centenario, un congreso), pero que nunca se limitan a hacer acopio de erudición más o menos consabida para salir del trámite. A fin de cuentas, “un buen encargo es el que te pone en marcha hacia un lugar al que querías llegar”, como ha declarado –y Mainer lo cita— el pintor Antonio López.
De sus rupturistas comienzos generacionales, ha conservado Mainer un cierto gusto por el epíteto descalificador que, en su disonancia del habitual tono académico, suele añadir un tono de verdad y pasión a unos textos que nunca quieren ser asépticamente distantes. Claro que a veces parece pasarse un poco. Sonreímos cuando le oímos llamar “rufián pretencioso” a El Caballero Audaz, de verdadero nombre José María Carretero Novillo, “dos apellidos que definían mejor la grosería espiritual y la acometividad del autor que el refitolero seudónimo que le hizo famoso”. Pero no podemos dejar de sentir extrañeza cuando califica a Dámaso Alonso de “poetastro franquista”. Claro que quizá se trate solo de un pequeño lapsus erudito. Tras aludir al poema de Cernuda “Otra vez, con sentimiento”, añade que está “enderezado contra el poetastro franquista que llamó ‘mi príncipe’ a Lorca”. Pero fue Dámaso Alonso (y no López Anglada o algún otro oscuro poeta de la época) quien le llamó así en un famoso artículo sobre la generación del 27. Y es a él a quien alude el ofensivo verso final: “¿Príncipe tú de un sapo?”.
Con una muy ilustrativa introducción sobre “las vidas de los artistas y el género del retrato” comienza un libro que nos lleva desde Emilio Castelar hasta Juan Marsé. Aunque en el título se habla de retratos, se suele analizar más la obra que la estricta biografía. Hay autores poco conocidos, como el noventayochista Rodrigo Soriano, primero amigo y luego rival de Blasco Ibáñez en las filas del republicanismo, y otros de los que se ha escrito mucho, quizá demasiado, como Baroja o Cernuda. De los primeros se nos ofrece abundante información de primera mano; de los segundos, se acierta siempre a buscar un sesgo inédito. Ejemplar resulta el comienzo de las páginas dedicadas a Cernuda. Se alude a un artículo de 1932 en que el poeta describe su cuarto ideal de trabajo. En él hay “un significativo bodegón de libros desordenados”. Tras referirse a esos libros, añade Mainer: “Las ‘bibliotecas imaginarias’ como artificio para describir la intimidad intelectual de un personaje son un modo de écfrasis que algún día habrá que estudiar con detalle. O quizá baste con ofrecer una antología de ellas; hay mucho donde elegir”.
De tales ideas fértiles, desarrolladas o apenas apuntadas, están llenas todas las páginas de José-Carlos Mainer, un estudioso con imaginación creadora que sabe convertir la erudición en una fiesta de la inteligencia.
Como no podía ser de otra manera, no todos estos veinte retratos (que no son tales en la mayoría de los casos, como ya he apuntado) están a la misma altura. El gusto poético de Mainer no parece tan firme como el que muestra en otros géneros literarios, especialmente la narrativa y el ensayo. En su opinión, lo mejor que escribió Alberti tras su retorno a España “fue a parar a Versos sueltos de cada día”. Es opinión que no comparto y para refutarle me bastan los mismos ejemplos que él cita, especialmente el “inquietante y logradísimo bodegón de un desayuno” con que cierra las páginas que le dedica al poeta: “Tazas, yogurt y cáscaras de huevos. / Viento. Fuera los árboles. / Se ha quedado vacío el comedor”. Ni la inquietud ni el logro se ven por ninguna parte.
Más acierto muestra cuando rescata un breve poema de Joaquín Bartrina (el olvidado autor de unos versos famosos: “Si quieres ser feliz, como me dices, / no analices, muchacho, no analices”): “Lo sublime es sencillo. A la infinita / combinación de líneas que en el lienzo / deja el pincel que un fuego sacro agita; / a las notas sin fin en que se agota / la inspiración del músico más pura, / la música prefiero y la pintura / del mar, que es una línea y una nota”.
Los estudios sobre literatura rara vez son literatura. José-Carlos Mainer ha sabido convertir la investigación académica (que a menudo no pasa de “basura curricular”) en un género literario más. Cuando se mencionen los nombres principales de la generación novísima, cuando se hable del cambio estético que se produjo a finales de los sesenta, no se le debe dejar al margen. Su erudición es otra forma de creación.
Galería de retratos
La Veleta, Granada, 2010
No es muy partidario José-Carlos Mainer del método generacional (siempre que puede muestra su aversión a los “estereotipos generacionales”), pero no deja de resultar ilustrativo encuadrarle dentro de los novísimos, como a sus coetáneos Carnero y Gimferrer. En 1970, poco antes de que apareciera la famosa antología, en la sede de Seix Barral, Gimferrer le presentó a Francisco Ayala y le dio ocasión de publicar su primer libro: una edición, brillantemente prologada, de las prosas vanguardistas del escritor granadino (Cazador en el alba y otras imaginaciones). Ese libro –al igual que las antologías de la poesía prerromántica y modernista que prepararon Carnero y Gimferrer— era también un manifiesto generacional, un ataque contra el adocenamiento de la literatura de posguerra.
El encuentro con Gimferrer se recuerda al comienzo de la semblanza dedicada a Ayala. No es el único apunte autobiográfico de estas páginas (el más emotivo está al final del capítulo sobre Historia del corazón), que son fruto de encargos ocasionales (un centenario, un congreso), pero que nunca se limitan a hacer acopio de erudición más o menos consabida para salir del trámite. A fin de cuentas, “un buen encargo es el que te pone en marcha hacia un lugar al que querías llegar”, como ha declarado –y Mainer lo cita— el pintor Antonio López.
De sus rupturistas comienzos generacionales, ha conservado Mainer un cierto gusto por el epíteto descalificador que, en su disonancia del habitual tono académico, suele añadir un tono de verdad y pasión a unos textos que nunca quieren ser asépticamente distantes. Claro que a veces parece pasarse un poco. Sonreímos cuando le oímos llamar “rufián pretencioso” a El Caballero Audaz, de verdadero nombre José María Carretero Novillo, “dos apellidos que definían mejor la grosería espiritual y la acometividad del autor que el refitolero seudónimo que le hizo famoso”. Pero no podemos dejar de sentir extrañeza cuando califica a Dámaso Alonso de “poetastro franquista”. Claro que quizá se trate solo de un pequeño lapsus erudito. Tras aludir al poema de Cernuda “Otra vez, con sentimiento”, añade que está “enderezado contra el poetastro franquista que llamó ‘mi príncipe’ a Lorca”. Pero fue Dámaso Alonso (y no López Anglada o algún otro oscuro poeta de la época) quien le llamó así en un famoso artículo sobre la generación del 27. Y es a él a quien alude el ofensivo verso final: “¿Príncipe tú de un sapo?”.
Con una muy ilustrativa introducción sobre “las vidas de los artistas y el género del retrato” comienza un libro que nos lleva desde Emilio Castelar hasta Juan Marsé. Aunque en el título se habla de retratos, se suele analizar más la obra que la estricta biografía. Hay autores poco conocidos, como el noventayochista Rodrigo Soriano, primero amigo y luego rival de Blasco Ibáñez en las filas del republicanismo, y otros de los que se ha escrito mucho, quizá demasiado, como Baroja o Cernuda. De los primeros se nos ofrece abundante información de primera mano; de los segundos, se acierta siempre a buscar un sesgo inédito. Ejemplar resulta el comienzo de las páginas dedicadas a Cernuda. Se alude a un artículo de 1932 en que el poeta describe su cuarto ideal de trabajo. En él hay “un significativo bodegón de libros desordenados”. Tras referirse a esos libros, añade Mainer: “Las ‘bibliotecas imaginarias’ como artificio para describir la intimidad intelectual de un personaje son un modo de écfrasis que algún día habrá que estudiar con detalle. O quizá baste con ofrecer una antología de ellas; hay mucho donde elegir”.
De tales ideas fértiles, desarrolladas o apenas apuntadas, están llenas todas las páginas de José-Carlos Mainer, un estudioso con imaginación creadora que sabe convertir la erudición en una fiesta de la inteligencia.
Como no podía ser de otra manera, no todos estos veinte retratos (que no son tales en la mayoría de los casos, como ya he apuntado) están a la misma altura. El gusto poético de Mainer no parece tan firme como el que muestra en otros géneros literarios, especialmente la narrativa y el ensayo. En su opinión, lo mejor que escribió Alberti tras su retorno a España “fue a parar a Versos sueltos de cada día”. Es opinión que no comparto y para refutarle me bastan los mismos ejemplos que él cita, especialmente el “inquietante y logradísimo bodegón de un desayuno” con que cierra las páginas que le dedica al poeta: “Tazas, yogurt y cáscaras de huevos. / Viento. Fuera los árboles. / Se ha quedado vacío el comedor”. Ni la inquietud ni el logro se ven por ninguna parte.
Más acierto muestra cuando rescata un breve poema de Joaquín Bartrina (el olvidado autor de unos versos famosos: “Si quieres ser feliz, como me dices, / no analices, muchacho, no analices”): “Lo sublime es sencillo. A la infinita / combinación de líneas que en el lienzo / deja el pincel que un fuego sacro agita; / a las notas sin fin en que se agota / la inspiración del músico más pura, / la música prefiero y la pintura / del mar, que es una línea y una nota”.
Los estudios sobre literatura rara vez son literatura. José-Carlos Mainer ha sabido convertir la investigación académica (que a menudo no pasa de “basura curricular”) en un género literario más. Cuando se mencionen los nombres principales de la generación novísima, cuando se hable del cambio estético que se produjo a finales de los sesenta, no se le debe dejar al margen. Su erudición es otra forma de creación.
jueves, 14 de octubre de 2010
Enrique Baltanás: Ocurrente volatería
Enrique Baltanás
Minoría absoluta
La Veleta, Granada, 2010
Hay tres géneros –o subgéneros— literarios en que parece borrarse la diferencia entre el profesional y el aficionado, o mejor dicho, en que una buena selección de textos escritos por aficionados puede competir con el más afamado autor. Se trata del haiku, el microrrelato y la greguería.
No todo el mundo estará de acuerdo, ciertamente, y en especial los cultivadores de alguno de esos géneros. Pero resulta fácil hacer el experimento. Para ello no tenemos más que entremezclar haikus de Basho y de cualquier taller literario, greguerías de Ramón y otras escritas por escolares de diez años, microrrelatos de alguna afamada antología y otros de gentes anónimas que participan en un concurso periodístico. La confusión no es posible si se trata de sonetos, ensayos o relatos de cierta extensión.
En los textos breves, el autor importa menos que el afortunado azar, una buena selección y un lector cómplice. El burro de la fábula, que toca la flauta por casualidad, puede escribir “cuando se despertó, el dinosaurio todavía seguía allí”, e incluso cosas mejores, pero no Pedro Páramo ni “El jardín de los senderos que se bifurcan”.
En Minoría absoluta Enrique Baltanás ha reunido, con vaga organización temática, un conjunto de ocurrencias, de muy desigual valor, a las que parece denominar “volaterías” (y quizá ese debería ser el título, o el subtítulo, del libro, ya que a él se refiere la cita inicial y aluden muchas de las frases: “Con el frío, la volatería también se encoge”).
Abundan las greguerías (“El tiempo, en el reloj de sol, se detiene cortés un momento para dejar pasar una nube”, “La naturaleza, cuando siente ganas de viajar, se coloca un gabán de viento”), en algunos casos muy ingenuamente ramonianas: “La tinta china debería ser amarilla”, “La a tiene siempre la cara redonda y gordezuela del que ha comido bien y es feliz”).
No escasean los sobreentendidos, que limitan el interés a unos pocos iniciados. Para encontrarle sentido, aunque no gracia, a “El aire de la calle Aire trae olores de primeras ediciones del 27” hace falta saber que Cernuda nació en esa calle. “Duda sevillana: ¿Conget o con jota?” no pasa de chiste privado que no debería haber pasado de ocurrencia de sobremesa (José María Conget es un admirado escritor aragonés residente en Sevilla). “Yo habría cambiado levemente la nota de Primo de Rivera: eximio ciudadano y extravagante escritor”: no habría estado mal mencionar a Valle-Inclán.
Afortunadamente no abundan las anotaciones que transparentan la ideología del autor sobre polémicas recientes. Un ejemplo: “Republicano: alguien que cree que el Rey es el culpable de todo. En España: persona de escasa memoria, pero que suele presumir de lo contrario”. Dan ganas de tachar y escribir: “Republicano: alguien que cree que, en una democracia, los cargos públicos deben ser todos electivos”. De esa y de otras afirmaciones de dudoso humor cavernícola (“Las feministas son unas señoras a las que el sexo se les ha subido a la cabeza”) se justifica el autor con un apunte autobiográfico: “Me he pasado media vida siendo un izquierdista serio y aburrido. Creo tener, pues, ganado el derecho a pasarme la otra media siendo un divertido y gamberro reaccionario”.
Y como todos los reaccionarios no se priva, entre muchas anotaciones inteligentes sobre su oficio de profesor (“Enseñar es mi manera de aprender”), de arremeter contra presuntos nuevos métodos pedagógicos: “Era natural que los pedagogos modernos desterraran el dictado de las aulas. Era inevitable que estos linces confundieran el dictado con la dictadura”. Me gustaría encontrar a uno de esos linces. Qué fácil resulta arremeter contra espantajos que uno inventa.
Podemos encontrar muchos más tropiezos en esta Minoría absoluta (apenas hay página sin alguno), pero eso no disminuye el interés del volumen. No se ha solido subrayar esa característica de las colecciones de haikus, aforismos, microrrelatos: nunca son enteramente prescindibles, siempre encierran alguna sorpresa. Si el autor (o el antólogo) no ha sido exigente, al lector le queda la grata labor de picotear acá y allá hasta dar con el hallazgo. O de reescribir, para dejar a su gusto, borrosas intuiciones. Lo primero, y algo de lo segundo, es lo que hago yo a continuación.
“El egoísmo es como el viento: solo lo percibimos cuando choca con algo”.
“No es arte si no consigues enterarte”.
“Si no consigues enterarte, no siempre es culpa del arte”.
“El ingenio es una trampa en la que caen los tontos y los que se pasan de listos”.
“Cuando soplo en el espejo siento cierto alivio: aún logro empañarlo”.
“La elipsis es la goma de borrar de la Retórica”.
“Los poetas le ponen letra a la melodía inaudible de nuestra vida”.
“Para practicar el amor libre hay que comenzar por librarse del amor”
“A la mano del pirómano la llama la llama”
“Con las metáforas cosemos y zurcimos el traje del mundo”.
“La ideología nos ayuda a no enterarnos más que de lo que nos conviene”.
“El presente de la felicidad está siempre en el pasado”.
“Ir contra la tradición es una tradición y una contradicción”.
“Las cosas verdaderamente grandes solo las hacen quienes no saben lo que hacen”.
jueves, 7 de octubre de 2010
Blanco White y Goytisolo: Lo que va de ayer a hoy
Juan Goytisolo
El Español y la independencia de Hispanoamérica
Taurus, Madrid, 2010
En la historia de la literatura española, pocos personajes tan enigmáticos como José María Blanco White. Denostado, marginado, olvidado durante siglo y medio, en 1972 Juan Goytisolo llamó la atención sobre él con un extenso y apasionado estudio que comenzaba de rotunda manera: “La historia de la literatura española está por hacer: la actualmente al uso lleva la impronta inconfundible de nuestra sempiterna derecha”. El prólogo de Goytisolo a la Obra inglesa de Blanco White es algo más que la reivindicación de un escritor olvidado: forma parte de la lucha antifranquista (la censura impidió que se publicara en España) y es también un nada velado intento de autorretrato. En las líneas finales leemos: “Acabo ya y solo ahora advierto que al hablar de Blanco White no he cesado de hablar de mí mismo”. El lector más desatento ya se había dado cuenta de ello bastante antes.
Casi cuarenta años después vuelve Goytisolo a prologar una selección de escritos de Blanco White (la portada del libro es engañosa: el autor del volumen que comentamos es Blanco White, no Goytisolo). Se trata de artículos aparecidos en el periódico El Español, que dirigió en Londres entre 1810 y 1814. La consideración de la obra de Blanco White es actualmente muy distinta, casi opuesta, de la que tenía en 1972. Como ha escrito su biógrafo, Fernando Durán López, “quejarse hoy de que se posterga a Blanco White sería repetir un tópico por pura pereza mental, puesto que […] es ya uno de los literatos que mejor se conoce y acaso el más editado de su generación”.
Las ideas de Goytisolo no han variado, hasta el punto de que, al resumir el contenido de los artículos de El Español que antologa (los referidos a la independencia de América), no duda en reproducir lo que de ellos decía en el libro “publicado en Buenos Aires hace casi 40 años”, puesto que “sintetizan de modo cabal” su “actual visión de la perspectiva histórica del autor”. No solo la visión “actual” es exactamente la misma en ese aspecto. También ahora, como entonces, se cuida Goytisolo de subrayar sus paralelismos con Blanco White, “quien, como algunos escritores excepcionales, manifestaría su pertenencia al país nativo en forma de rechazo y desposesión”. Ni de establecer una y otra vez extemporáneos parangones con el franquismo: “Como el lector apreciará, el lenguaje de la censura, cualquiera que sea su orientación política, es atemporal e inmutable. El franquismo que conocí en mi juventud no inventó nada”.
No aprovecha Goytisolo este nuevo acercamiento para darnos una visión de Blanco White más ajustada, menos deformada por la insuficiente información que se tenía en los años setenta y por los prejuicios propios.
El Español era una revista puesta al servicio de los intereses del gobierno británico y parcialmente financiada con fondos del Foreign Office, más o menos secretos. Blanco White propugnaba la subordinación de las tropas españolas (que consideraba particularmente ineficaces) a las británicas, incluso alguna vez insinuó la posibilidad de que un general inglés sustituyera a la Regencia gaditana, formándose así una especie de dictadura británica en España. El radicalismo liberal de sus primeros momentos (los del Semanario patriótico) estaba ya muy atemperado, y sus críticas a las cortes gaditanas coincidían, en muchos puntos, con las de las más conservadores. Hasta tal punto es así que, cuando Fernando VII recupera el poder absoluto, los absolutistas se ponen en contacto con él para que defienda la nueva situación desde las páginas de El Español. El ministro de Estado pidió al embajador en Londres que tratara de conseguir que BlancoWhite espiara a los emigrados liberales y escribiera a favor del nuevo régimen. A cambio de ello, “sería remunerado como quisiere por la Corte”. Blanco White rechazó la oferta, pero no se sintió ofendido por ella, afirmó que renunciaba al periodismo, pero que si volvía a él sería para combatir “los disparates que ve extendidos por el público contra España”. Contra la España del recién regresado Fernando VII, se entiende.
La poliédrica, cambiante, contradictoria figura de Blanco White no se puede ajustar a ningún esquema previo. Goytisolo, simplificando hasta la caricatura, considera que es “la fuente y raíz del creciente movimiento de rechazo al actual semiconfesionalismo encubierto y a los privilegios otorgados a la Iglesia católica por los Acuerdos de 1979 entre España y el Vaticano”.
La historia de la literatura no la escriben solo los historiadores de la literatura. También los creadores tienen su papel. Azorín, a principios de siglo; Goytisolo en los años sesenta y setenta; Andrés Trapiello, ahora mismo, cumplen la función de destacar autores y obras olvidados, o ensombrecidos, por la grisura académica. No importa que no sean demasiado eruditos, que confundan algún dato, si son buenos lectores. Lo malo es cuando pretenden sustituir a la crítica académica y se esfuerzan en sostenella y no enmendalla. Es lo que hace Juan Goytisolo en esta desvaída nueva aproximación a un escritor singular, al que cada vez se conoce más, pero que sigue siendo un enigma. Sacerdote católico, abjuró del catolicismo; español, puso todo su empeño en dejar de serlo (y ayudó a los presuntos españoles de América a que se convirtieran en mexicanos, argentinos, chileno…); traidor a unos y a otros por no querer ser nunca ser infiel a su conciencia.
Este desvaído aporte nuevo de Juan Goytisolo a la figura de Blanco White nos hace añorar las vibrantes (no importa si a veces equivocadas) páginas de 1972, que son ya parte de nuestra historia intelectual. No será enteramente inútil si llama la atención de algunos lectores sobre un autor contradictorio y magistral, huidizo y deslumbrante, cuya capacidad de fascinación dista mucho de haberse agotado.