Teatro de ceniza
Menoscuarto, Palencia, 2011
Pocos géneros literarios se prestan tanto al fraude como el haiku y el microrrelato. Al igual que en el arte conceptual, el espectador tiene que poner tanto de su parte que acaban siendo, en buena medida, cuestión de fe. Aunque no harían falta ejemplos, yo copiaré algunos. De Lydia Davis, “una de las autoras más originales e influyentes de nuestro tiempo”, se acaban de publicar su Cuentos completos (Seix Barral). Son relatos que, según se nos dice, “ha sido celebrados por su agudeza moral, su ingenio formal y su habilidad para capturar una miríada de sensaciones”. Abrimos el volumen por cualquier página y esto es lo que encontramos: “Me preguntas por Edith Wharton. / Sí, me suena mucho el nombre”. Fin del cuento. El titulo: “Perdiendo la memoria”. Volvemos a probar suerte: “Es extraordinario –dice una de las mujeres. / Es extraordinario –dice la otra”. El título: “Se turnan para usar una palabra que les gusta”.
Dora García —“artista sin obra” se ha definido alguna vez— representa a España en la bienal de Venecia. En el reciente número 1000 de un suplemento literario ofrece, como regalo manuscrito, uno de sus muchos relatos: “Un grupo de gente se encuentra en una sala de espera. Cada uno lleva en la solapa una etiqueta con su nombre y algunos datos sobre sí mismo. Pero algunas etiquetas mienten manifiestamente, como esa que cuelga de un hombre con bigote y que dice: Margarita, 14 años, estudiante”.
Por eso es mayor la sorpresa cuando nos encontramos ante un libro como Teatro de cenizas, de Manuel Moyano. Solo muy rara vez alguna de sus cien piezas condesciende con la ocurrencia más o menos chistosa. El lector va de asombro en asombro. El comienzo del primer relato, “Ocaso de un imperio”, puede llevar a hacernos pensar en un aplicado discípulo de Borges: “Swift inventó el país de Liliput, poblado por hombres diminutos, y Tomás Moro la isla de Utopía, cuya capital es Amauroto. Yo también me dedico a inventar lugares imaginarios”. Y ciertamente a Manuel Moyano le gusta que le comparen con el maestro y por eso en ocasiones trata temas muy característicamente suyos, como ocurre en “Origen del mito”, otra vuelta al tema del Minotauro, no menos sorprendente que el borgiano “La casa de Asterión”, o en “El juego”, donde un hombre consigue la inmortalidad y abomina de ella. No teme ser comparado porque sabe –y no hay mayor elogio— que la mayoría de sus relatos pueden resistir sin desdoro esa comparación.
Todos los grandes temas de la literatura fantástica, de la literatura de terror, de la narrativa tradicional están aquí, reducidos pero no empequeñecidos, bien reconocibles pero con un toque distinto. No podían faltar las historias de “engaño-desengaño”, el juego con las expectativas del lector. En “El escapista” no tardamos en descubrir quién es el mago que le descubre sus trucos a uno de sus discípulos, sin que eso disminuya el efecto de la irreverente vuelta de tuerca.
A Manuel Moyano le gusta reescribir a su manera historias conocidas. La técnica de “Viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier, vuelve a utilizarse en “La bala”, donde la que mató a Kennedy hace el camino inverso desde los Archivos Nacionales del FBI hasta el plomo líquido del que procede. “Chuang Tzu” reinterpreta la fábula, tan grata a Borges, del soñador y la mariposa. Otra variante, más llamativa, es “Despertar”, donde se elimina la duda y en contra de lo esperado el sueño es la gris realidad de todos los días. “Autobús”, aunque aparentemente más convencional, resulta igual de sorprendente.
“Plenilunio” convierte la historia del terrible hombre lobo en la del desdichado lobo que se transforma en hombre las noches de luna llena. “El punto de vista” vuelve sobre las viejas fábulas y no necesita de moraleja para que el asno nos sirva de lección.
En el prólogo, cordialmente ditirámbico, como todos los suyos, pero esta vez no hiperbólico, Luis Alberto de Cuenca subraya el acierto con que se titulan estos relatos. Uno de los más breves dice así: “Vació el bidón de arsénico en la planta potabilizadora que abastecía a toda la ciudad. Sabía que su mujer siempre bebía agua del grifo”. El título añade el contrapunto irónico: “Desproporción”.
Si quisiéramos citar los logros de Teatro de ceniza habría que copiar casi íntegro el índice. No podría, sin embargo, dejar de mencionar el impactante apunte costumbrista titulado “Depresión”, ni dejar de copiar íntegro “Singladura”, que es el último relato del libro y que le sirve de perfecto colofón: “A lo largo de ese día, el viajero recorre a pie las desoladas llanuras de la tundra, navega en una goleta sorteando gigantescos témpanos de hielo, bucea a pulmón entre silentes bosques de coral y de madrépora, se enfrenta a una horda de caníbales, asciende a la cumbre donde un ídolo de oro le dirá el porvenir, enamora a la hija de un rey, mata a un oso con el solo auxilio de una daga. Es tan solo al término de esa larga jornada, cuándo el viajero escucha cómo alguien le indica, en tono apremiante, que ya es hora de cerrar y que debe abandonar inmediatamente la biblioteca”.
También nosotros salimos de este libro prodigioso, al que estamos deseando volver, con la sensación de haber realizado un largo viaje en el que caben todas las aventuras, todos los estremecimientos y todos los deslumbramientos de la imaginación.
También nosotros salimos de este libro prodigioso, al que estamos deseando volver, con la sensación de haber realizado un largo viaje en el que caben todas las aventuras, todos los estremecimientos y todos los deslumbramientos de la imaginación.
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