lunes, 26 de noviembre de 2012

Álex Grijelmo: Mentir con la verdad


Álex Grijelmo
La información del silencio. Cómo se miente contando hechos verdaderos
Taurus. Madrid, 2012


“Respóndate, retórico, el silencio” dice un verso de Calderón. Y es que el silencio puede ser una respuesta, y a veces la más elocuente. Pero no solo eso: también es capaz de mentir. Un periodista puede dar una noticia en la que solo se enuncien hechos verdaderos y que no sea veraz. Al análisis de esa paradoja dedica Álex Grijelmo La información del silencio, versión de su tesis doctoral, leída este mismo año en la Universidad Complutense de Madrid.
            Las tesis doctorales no tienen buena prensa –aunque se ocupen de periodismo–  ni entre los editores ni entre los lectores. Y hay bastantes razones para ello: suelen ser, sobre todo en determinadas disciplinas, menos una investigación científica que un artificio retórico que finge serlo con su acumulación bibliográfica y su abstrusa terminología, no siempre necesarias. “Mucho ruido y pocas nueces” podría ser el resumen de ciertas tesis doctorales, especialmente cuando se ocupan de periodismo o de literatura o arte actual.
            En la tesis de Álex Grijelmo hay bastante ruido, pero también algunas sustanciosas nueces. Sobran muchas páginas, porque una de las exigencias no escritas en las tesis doctorales de las disciplinas no estrictamente científicas es que deben ser muy extensas, que antes de decir nada nuevo sobre un asunto hay que resumir minuciosamente todo lo que se ha escrito sobre el tema o incluso sobre cualquier otro con él relacionado (tesis hay sobre un novelista argentino que comienza “compendiando” en algunos cientos de páginas la historia de Argentina).
            Álex Grijelmo, antes de entrar en materia, nos habla del silencio en la música, en las artes plásticas, en el cine, en la poesía, en la retórica, en la gramática. Sus afirmaciones más discutibles las encontramos curiosamente en el campo gramatical, porque el autor –que es periodista y ha publicado numerosos libros sobre el uso correcto del lenguaje–  no parece tener una adecuada formación lingüística. Define el asíndeton como “la supresión de conjunciones que normalmente se usan con naturalidad”. Y pone el siguiente ejemplo: “Le gustan los animales: los perros, los gatos. Siempre está atento para cuidar a un chucho herido”. Lo explica así: “Por supuesto, la oración habría sido distinta con ‘los perros y los gatos’, porque esa elección habría precisado más lo animales que al sujeto le gustan. (‘Le gustan los animales: los perros y los gatos. Siempre está atento para cuidar a un chucho herido’). El hecho de que se silencie la conjunción indetermina el significado y amplia psicológicamente la enumeración”.
Pero una enumeración puede ser cerrada o abierta; en el primer caso los dos últimos términos van unidos por “y”; en el segundo, no. El ejemplo que da Grijelmo es un caso claro de enumeración abierta: los perros y los gatos son solo una muestra de los animales que al sujeto le gustan. No se silencia “y”, como no se silencia “o”; simplemente, para lo que se quiere comunicar no es necesaria su presencia.  La variación que hace Grijelmo de ese ejemplo resulta un tanto forzada; lo correcto sería decir “Le gustan los animales, pero solo (o especialmente) los perros y los gatos” o “le gustan los perros y los gatos”.
            El escaso rigor lingüístico de Grijelmo le lleva a considerar que “el significado” puede ser mayor que “el significante”, y al revés. El primer caso se daría en lo que él denomina “palabras grandes” (“pez” sería una palabra más grande que “sardina”, y “español”, añado yo, más grande que “catalán”). No parece haber leído a Saussure ni haber oído hablar de la arbitrariedad del signo lingüístico; por eso se refiere a que las palabras “tienen un significado propio natural” (p. 198).
            El subtítulo de su libro, “Cómo se miente contando hechos verdaderos”, era en la tesis doctoral menos llamativo, pero más preciso: “La pragmática en el periodismo”. Y es la necesidad de que la pragmática –que estudia los hechos lingüísticos en su contexto verbal y no verbal–  sea tenida en cuenta a la hora de analizar la veracidad de una información –sobre todo cuando se lleva ante los tribunales de justicia– la verdadera tesis de su obra.
            La insinuación, el doble sentido, lo que no se dice pero se sugiere forma parte de la información, y sería responsabilidad del redactor de la noticia, no de la mayor o menor malicia del lector. Si en un titular leemos: “Se estrella un avión de Spanair. / La compañía aérea atravesaba una crisis económica”, lo que el lector entiende es que ambos hechos están relacionados, que el segundo es una de las causas del primero. Grijelmo considera que el lector no puede entender otra cosa y trata de demostrarlo basándose en la neurociencia y en la psicolingüística. El contexto puede hacer que un “mensaje omitido” sea un “mensaje emitido”, y ese otro mensaje el cerebro lo recibe quiera o no: “En un acto posterior, ya de raciocinio, el receptor puede rechazar el sentido que transmitió el silencio y que él recibió y descodificó; pero es indudable que antes su cerebro lo ha comprendido por necesidad, sin opción a rechazarlo en el proceso de comprensión ni a entender un mensaje diferente”.
            El mejor ejemplo de este mecanismo no lo encontramos en las numerosas noticias periodísticas que Grijelmo cita sino que nos lo ofrece él mismo en diversos pasajes de su libro. Después de indicar que “el lenguaje oficial del Tercer Reich mostraba una evidente obsesión por la palabra ‘pueblo’” y ofrecer ejemplos de ello, añade entre paréntesis: “Cómo no asociar todo eso con la misma reiteración en el lenguaje de los ultranacionalistas vascos: ‘cárcel del pueblo’, ‘herriko taberna’, ‘Herri Batasuna’…”
El mensaje omitido, pero muy evidentemente emitido, es la comparación de los ultranacionalistas vascos con los nazis. Pero con el mismo rigor conceptual podrían haberse asociado a los nazis con el partido socialista (y sus “casas del pueblo”), con el Partido Popular (que lleva al pueblo hasta en el nombre), con Salvador Allende (“El pueblo unido jamás serán vencido”) o incluso con Belén Esteban (considerada como “la princesa del pueblo”).
            La manipulación informativa, el dar a entender hechos falsos y a veces calumniosos, contando solo hechos verdaderos, debe ser tenida en cuenta por los tribunales, que han de contar con asesores en pragmática lingüística. Despojada de todo su excipiente más o menos científico, esa es la propuesta de Álex Grijelmo  (ganaría eficacia formulada en menos páginas).
            Pero obvia Gijelmo un hecho que a mí me parece fundamental: la manipulación informativa, muy a menudo, no es un engaño del periodista a sus lectores, sino una exigencia de los lectores a los periodistas. Un lector de La Razón o de El Mundo no le pide a su periódico que sea lo más veraz posible a la hora de informar sobre Artur Mas o Arnaldo Otegi, sino que les dé la mayor “caña” posible.
            Y aún hay otra cuestión: las manipulaciones propias acostumbran a ser invisibles (lo son para Grijelmo todas las que tienen que ver con lo que el llama el “ultranacionalismo” vasco, que asoma a cada poco en su libro, venga o no a cuento), como lo son para el lector las que coinciden con sus prejuicios. Al periodismo a menudo lo que le pedimos no es que nos informe de la verdad sino que nos confirme en nuestra verdad.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Julio Neira: Paseos por Nueva York

Geometría y angustia.
Poetas españoles en Nueva York
Edición de Julio Neira
Fundación José Manuel Lara
Sevilla, 2012.


La historia de la poesía española del siglo XX no puede escribirse sin tener en cuenta la ciudad de Nueva York. Tres de los títulos fundamentales la tienen como escenario y como algo más que escenario, casi como protagonista: Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez, el libro que inicia la modernidad; Poeta en Nueva York, de García Lorca, y el epigonal Cuaderno de Nueva York, de José Hierro, que tras su narratividad y su culturalismo esconde un secreto que le añade temblor emocional.
           Siguiendo su estela –especialmente la de Lorca–  muchos otros poetas han tomado como pretexto de sus versos a la ciudad de Nueva York. De todos ellos se ha ocupado, con acrítico afán de exhaustividad, Julio Neira en su  Historia poética de Nueva York en la España contemporánea. Completa ahora ese volumen con una antología compilada con el mismo generoso criterio.
            El libro está estructurado para que lo leamos casi como una guía de la ciudad. Comienza con el asombro de la llegada, en barco (preciso Luis Cernuda) o en avión (algo divagatorio Rafael Guillén). Como excepción, no solo incluye poemas –en verso o en prosa–, sino también fragmentos de otros textos: artículos de Rubén Darío y Moreno Villa, una conferencia de Lorca. Esa no bien justificada inclusión nos hace desear otro volumen recopilatorio dedicado a los escritores españoles, al margen de los poetas (pensemos, por ejemplo, en Julio Camba), que se han ocupado de Nueva York.
            Sigue el extenso apartado que Neira denomina, algo inadecuadamente, “Geografías”, con poemas dedicados a distintos lugares de la ciudad. Juan Ramón Jiménez es el primero y el principal: nos habla de un cementerio entre rascacielos en Broadway; de la llegada de la primavera a la ciudad en lucha con el humo y el barro hasta lograr desfilar como una reina por la Quinta Avenida; de los anuncios mareantes de Time Square, donde, cuando aparece la luna, no sabemos si es ella de verdad o un anuncio de la luna. De todos los poetas que se ha ocupado de Nueva York, Juan Ramón es el más preciso, el que más abunda en pequeños detalles exactos. Un siglo después, su Diario puede utilizarse como precisa y sugerente guía.  También uno de sus grandes poemas finales, Espacio, está ambientado en Nueva York, esta vez en la zona norte de Manhattan, la de Columbia University  y la inacabada catedral de St. John the Divine, que antes parece no haber visitado.
            El “Paisaje de la multitud que vomita” y “Ciudad sin sueño”, de García Lorca, nos llevan a Coney Island y al puente de Brooklyn, dos lugares pronto convertidos en tópicos, sobre todo el último. Otro de los tópicos es Central Park y abundan los poemas a él referidos, pero ninguno parece especialmente memorable. Sí lo es el que Marcos Tramón dedica a otro parque menos frecuentado por el turismo habitual, Riverside Park, y al que Antonio Muñoz Molina, cuya residencia neoyorquina se encuentra muy cerca, ha dedicado páginas en prosa que valen por muchos poemas.
Fernando Quiñones se ocupa de St. Barth, “una iglesia episcopaliana rodeada de enormidades”, como el edificio de la Pan-Am (hoy MetLife), el Hemsley, Grand Central; Joan Margarit, del ferry a Staten Island, desde el que contempla, “con ojos entornados por el frío, / el perfil más hermoso de Manhattan”. Dionisia García pasea por Harlem mientras que José María Ripoll lo hace por Canal Street, en el barrio chino. Brooklyn solo aparece como el nombre del más antiguo y más hermoso puente. Incluso Hilario Barrero, que tantas veces se ha ocupado de ese distrito que fue ciudad independiente antes de formar parte de Nueva York a finales del XIX, es antologado con un poema que se inicia con un funeral en la iglesia anglicana de Saint Thomas, en la Quinta Avenida (rivaliza con la católica Saint Patrick), y que continúa con un viaje en metro y el rechazo a un ocasional encuentro erótico (eran los tiempos del Sida). El “Panorama” de Abelardo Linares, ya en la sección siguiente, comienza con la antorcha dorada de la Estatua de la Libertad vista “desde un helicóptero a setenta y dos dólares el viaje” y juega luego con las referencias al oro como símbolo de Nueva York. Si no el mejor poema, sí es la mejor de todas las postales neoyorquinas que en este libro encontramos.
Las críticas a Nueva York, como símbolo del capitalismo, se reúnen en “La ciudad del cheque”. Comienza con unos versos algo ripiosos de Rubén Darío en los que no falta el antisemitismo de la época: “Casas de cincuenta pisos, / servidumbre de color, / millones de circuncisos, / máquinas, diarios, avisos / ¡y dolor, dolor, dolor!”.
“Esa calle”, de Fernando Quiñones, nos describe Wall Street,  que parece haber crecido solo hacía lo alto, y cuyos versos finales –el poema es de 1998– resultan premonitorios: “esta calle que cae desde arriba, cae al fin de lo alto a lo estrecho, / hasta el pie de la piedra y el acero y los vidrios / y los desaforados ramos de flores y de sangre”.
En “Culturas”, la sección siguiente de la antología, José María Álvarez, mientras escucha “ese dúo imperecedero / del primer acto de Rigoletto”, contempla a través de la ventana “la seductora hermosura del Chrysler  Building”. Juan Luis Panero, en “Lectura en un cuarto de hotel”, uno de los más significativos poemas suyos, nos habla de un libro, Spoon River Anthology, hojeado por los amantes una noche feliz de febrero en un hotel neoyorquino “sin saber que allí también –desolación, estupidez, fracaso– / estaba escrito nuestro terco destino”.
Geometría y angustia concluye con “Despedida”, el adiós a la ciudad, que en los dos poemas finales –más ingenioso uno, más emocionante el otro– es algo más que el adiós a una ciudad. “Life vest under your seat”, de Luis García Montero, recrea al clásico motivo de la despedida de los amantes (él ha indicado que su modelo más directo fue un poema de Jovellanos) con novedoso y eficaz artificio; “En son de despedida”, de José Hierro, llena de verdad un libro, Cuaderno de Nueva York, que podía haber sido nada más que un tardío y culturalista cuaderno de ejercicios.
En una irónica presentación, Juan Bonilla escribió “vivo en las afueras de Nueva York / (para ser más exactos en Sevilla)”. Todos vivimos, de algún modo, en las afueras de Nueva York, capital de muchos de los sueños y de algunas de las pesadillas del siglo XX. Pero eso no implica que haya que sentirse obligado a dedicarle malos versos, como a las señoritas del XIX que nos mostraban su álbum o su abanico, cada vez que las visitábamos. Corremos el riesgo de que un amable y benemérito antólogo, como Julio Neira, nos ponga involuntariamente en ridículo.

martes, 13 de noviembre de 2012

Paul Preston: El traje nuevo del emperador


Paul Preston
Juan Carlos. El rey de un pueblo
Debate. Barcelona, 2012


Paul Preston es un prestigioso historiador, bien conocido por sus trabajos sobre la España de los años treinta y la represión que siguió a la guerra civil, pero en su biografía de rey Juan Carlos no parece actuar como historiador, sino como mero divulgador. Ello resulta muy patente en el nuevo capítulo, “Los peligros de la rutina o el auge del Fénix”, que añade a una obra publicada inicialmente en el 2003, en un momento de máximo prestigio de España y de su monarca. Una década después el deterioro de ambos resulta innegable. De un historiador esperaríamos algo más que un resumen de lo que la prensa ha publicado sobre el rey. Pero a eso es a lo que se limita Paul Preston. Miramos las notas y todas son de este tenor: “El País, 22 de abril de 2012”, “Abc, 23 de mayo de 2004”, con alguna referencia a El Mundo o Público. El afán de estar al día le lleva a justificar una información de la Agencia Tributaria sobre los negocios de Urdangarín con la siguiente nota: “El Mundo, 18 de noviembre de 2012”.  Nos imaginamos que será una errata. En cualquier caso, da la impresión de que Paul Preston seguía resumiendo la prensa incluso mientras el volumen estaba en pruebas.
            Aunque Preston no aporte ni un dato nuevo,  no se haya tomado la molestia de investigar, lo publicado en la prensa basta y sobra para que la imagen del rey sufra en esos años un cambio radical. Paul Preston, que escribe una biografía no oficial pero favorable al monarca, no puede disimularlo. Trata de no hacer juicios de valor, pero los hechos hablan por sí solos. De esta manera refiere el asunto de Botsuana: “Aunque primero se pensó que el safari de lujo había sido pagado a cuenta de los Presupuestos Generales del Estado, después se supo que quien pagó la cacería, el avión privado y el campamento fue el empresario Mohamed Eyad Kayali, representante de la Casa Real de Arabia Saudí en España, hombre de confianza del príncipe Salman. Como se afirmó que tuvo un papel determinante en la adjudicación del AVE Medina-La Meca a empresas españolas, eso parecía diluir algo las críticas a la cacería en su coste si no en su ética”.
Hay dos delitos, los de cohecho y cohecho impropio, que después del asunto de los trajes de Francisco Camps, todos tenemos muy claros. Informar de ese sustancioso regalo, que nadie ha desmentido, supone acusar al rey de uno o de otro delito. Que no se le pueda juzgar, como a Berlusconi o a Chirac no se les podía juzgar mientras ocuparan sus cargos, en nada desmerece la gravedad de los hechos.
            Pero no solo en el último capítulo del volumen hace Paul Preston dejación de sus responsabilidades como historiador. Ya en el primero nos cuenta que la ruptura del matrimonio de Alfonso XIII y Victoria Eugenia no se debió a las reconocidas infidelidades del rey (que tuvo múltiples relaciones ocasionales y alguna relación estable), sino a la infidelidad de la reina: “No mucho después de instalarse en Fointeneableu, el rey reprochó a la reina la intimidad de su relación con el duque y la duquesa de Lécera, que la habían acompañado al exilio. El matrimonio del duque, Jaime de Silva Mitjans, con la lesbiana duquesa, Rosario Agredo de Silva, era una farsa, pero lo mantuvieron porque ambos estaban enamorados de la reina. No obstante los persistentes rumores, que mortificaban a Alfonso XIII, la reina negó siempre con vehemencia que ella y el duque hubieran sido amantes. Sin embargo, cuando el aburrido Alfonso XIII inició una nueva relación amorosa en París y la reina se lo reprochó, intentó desviar el ataque echándole en cara su nueva relación con Lécera. Ella la negó pero, al ir caldeándose el ambiente, Alfonso le exigió que eligiera entre él y el duque. Temiendo perder el apoyo de los duques, del que había llegado a depender, la reina respondió, según propio testimonio, con las fatídicas palabras: ‘Los elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara en la vida’. Nunca se retractó”.
El guionista de un culebrón televisivo no lo podría haber hecho mejor. ¿No podría Preston ser un poco menos ingenuo y cuestionar las obras de divulgación que toma como fuente? ¿Quién fue el testigo de esa acalorada discusión entre el rey y la reina? ¿Algún sirviente indiscreto? ¿Y no estaba ya la reina lo suficientemente acostumbrada para no reprocharle al rey ninguna nueva relación amorosa? Paul Preston concluye el párrafo con un rotundo: “Nunca se retractó”. Pero pocas páginas más adelante escribe: “Ella y su marido habían estado separados de hecho durante más de un decenio pero, a medida que la salud del rey fue deteriorándose, empezaron a pasar más tiempo juntos”. O sea que sí se retracto, si esta última afirmación es cierta.
            Paul Preston utiliza acríticamente cualquier fuente sin importarle las contradicciones. En la página 85 se basa en el testimonio de Aurora López Delgado, una de las profesoras del príncipe, para señalar que a los diez años su lectura predilecta era Platero y yo, libro que le acompañaba en sus paseos. Para la profesora, don Juan Carlos mostraba “una clara propensión hacia las humanidades”  y sentía “una precoz predilección por filósofos franceses como Descartes y Rousseau”.  Sin poner en cuestión estas afirmaciones, unas páginas más adelante, cuando se refiere a la estancia de Juan Carlos en la Academia Militar de Zaragoza, escribe: “Su biblioteca era reducida: unos pocos libros de texto y, junto a su cama, solía verse una novela de Marcial Lafuente Estefanía de la colección Rodeo de Historias del Oeste, muy leídas en aquel entonces”. Pasar de Juan Ramón Jiménez, Descartes y Rousseau a Marcial Lafuente Estefanía no es poca evolución.
            Un mal libro de historia este Juan Carlos. El rey de un pueblo, pero una lectura apasionante. Entre las líneas de la historia oficial se dibuja otra historia. La de un niño maltratado, por ejemplo. A los ocho años le envían a un internado y el padre prohíbe a la madre, no ya que le visite, sino siquiera que le llame por teléfono, “para fortalecer su carácter”. Un niño que se pasó la vida buscando sustitutos de la figura del padre y que, al final, la encontró en el general Franco, que le quiso tanto como odió a don Juan. Un adolescente atolondrado que, jugando con una pistola, dio muerte a su hermano menor, Alfonso, el más querido de la familia, en un incidente nunca aclarado, y que tuvo que escuchar a su padre decirle: “Júrame que no ha sido a propósito”. Si es verdad esa frase (y Paul Preston la da por cierta), ¿cómo no sentir piedad por un hombre del que su padre ha sido capaz de pensar algo semejante?

martes, 6 de noviembre de 2012

Hugo Pratt: La ruta del aventurero

Hugo Pratt
El deseo de ser inútil. Recuerdos y reflexiones. Conversaciones con Dominique Petitfaux
Confluencias. Almería, 2012


Un autor no siempre se parece a su personaje. Baroja era todo lo contrario de los errabundos protagonistas de sus novelas. Pero Hugo Pratt, si hemos de hacer caso a sus conversaciones con Dominique Petitfaux, tenía mucho del más célebre aventurero del mundo del cómic, Corto Maltese.
            Su infancia es veneciana. En su familia paterna había fervorosos fascistas, mientras que la materna era de origen judío. Hasta que Hitler llegó al poder y comenzó a influir sobre Mussolini, que al comienzo lo despreciaba, eso no fue ningún problema. El recuerdo que Hugo Pratt guarda del fascismo tiene poco de convencional: “El fascismo liberó de tabúes a los jóvenes de mi generación, nos dio una cierta idea de libertad y la posibilidad de una aventura, cosa que antes estaba prohibida: la aventura se veía como una ruptura de los moldes sociales. El fascismo nos permitió liberarnos de la opresión de la Iglesia y de la Familia. Por supuesto, que acabó en catástrofe; pero a los diez años me hubiera sorprendido mucho que alguien lo hubiera rechazado”.
            La aventura imperial del fascismo le llevó a Etiopía. Allí simpatizó con los nativos y se acostumbró, cuando estalló la guerra, a moverse entre dos bandos, a no ser fiel a ninguna bandera, sino solo a sus amigos.
            Con una cierta incredulidad leemos las peripecias de Hugo Pratt en Etiopía y, después de 1943, en Italia, donde, si hemos de hacerle caso, vistió todos los uniformes, también el alemán: “Muy a pesar mío, me vi enrolado en la marina alemana. Con otros miembros de la policía marítima, me enviaban en barcazas armadas destinadas al transporte de sal. Íbamos a la zona de Porto Garibaldi, en el estuario del Po. Al cabo de unas tres semanas, conseguí escaparme. Dormía en las barcas. Entré en contacto con miembros de la resistencia proaliada, como Pems Kellerman, un judío de la quinta columna. Algunos de ellos, eran capaces de cualquier cosa. Un día vi a uno poner el cañón en la sien de un centinela dormido, y disparar cuando el pobre tipo se despertó”.
            En el prólogo se pregunta Dominique Petitfaux si el creador de Corto Maltese ha contado siempre la verdad. “¿Cuál de sus vidas nos va a contar?”, es la primera pregunta que le hace.  Y la respuesta: “Puedo contar mi vida de trece maneras distintas”. Contar la vida es contar la novela de la propia vida: callar unas cosas, exagerar otras, disponer lo acontecimientos en un orden adecuado, inventar recuerdos quizá más exactos que los recuerdos verdaderos.
            Si hemos de hacerle caso, cuando Venecia fue liberada, en abril del 45, “él recorrió la ciudad en un coche blindado canadiense, vistiendo el uniforme escocés”. Cómo se puede recorrer Venecia en un coche, blindado o no, este veneciano no nos lo explica ni el entrevistador se preocupa de preguntárselo.
La guerra, tantos años después, es solo el escenario en que cualquier aventura resulta posible: “Venecia es un caos gigantesco, un carnaval improvisado. Durante el día se desembarcan armas y medicamentos; las noches las pasamos en juergas memorables”. En ese carnaval improvisado, Hugo Pratt disfruta todo lo que puede: “Algunos días después de la liberación de Venecia, dejé a los canadienses por las tropas neozelandesas del general Freyberg. Me presenté ante él con la cara pintada al estilo maorí, y alegando que los escoceses me enviaban como intérprete. Mis vivencias etíopes me habían enseñado que todo es posible en el bando victorioso, tal es el clima de euforia que se respira. Como me había percatado de que en el bando británico los símbolos distintivos se contaban por miles, me procuré condecoraciones e insignias de todas clases para adornar mis uniformes”.
            Luego viene la larga estancia argentina, donde se convirtió en un profesional del cómic (hasta entonces el dibujo era poco más que una afición): “Lo de Buenos Aires fue un flechazo: esa ciudad gigantesca, con un puerto como Venecia, pero un puerto enorme. Si se ve desde el punto de vista turístico, no hay manera de comprender su esencia, es decir, su misterio, su fuerza, su ironía”. Allí se relaciona con gente de todas clases, incluidos muchos antiguos nazis, como un tal Ricardo Klement, que luego resultó ser nada menos que Eichmann, el genocida secuestrado, juzgado y ejecutado en Israel.
            A la desinhibida vida amorosa de Hugo Pratt (que él relaciona con su infancia y adolescencia fascistas) se dedican muchas páginas. En 1965 tuvo tres hijos de tres mujeres diferentes, según cuenta. La historia de uno de ellos, Tebocuá, es la más curiosa de todas. Tras ganarle una partida de dados, un aviador ha de llevarle a donde él quiera en la Amazonia. Pratt quiere seguir las huellas de Fawcett, un explorador desaparecido. Llegan hasta el territorio de los indios xavantes. El americano le dice que tiene cosas que hacer y que volverá por la tarde a recogerle. Pero no vuelve. A Pratt no le queda más remedio que integrarse en la nueva sociedad: “Había tantas familias como mujeres. Los hombres eran más numerosos, y, en consecuencia, practicaban la poliandria; cada mujer tenía cuatro maridos. Así fue como tuve un hijo en la Amazonia: Tebocuá. Solo lo supe dos años después, en 1966, cuando fui de nuevo a Brasil”.  Lo supo porque alguien que había estado con los xavantes les contó a unos amigos suyos que allí había nacido un niño mestizo, al que llamaban “Uca”, como le llamaban a él. Lo curioso es que solo pasó veinte días en aquella tribu donde cada mujer tenía cuatro maridos. Muy complacientes y desganados parece que eran todos ellos.
            Leemos estos recuerdos y reflexiones de Hugo Pratt, generosamente ilustrados con dibujos y fotografías, y no tenemos la sensación de leer un libro, sino de estar sentados junto al fuego, en una noche de invierno, escuchando a un viajero que ha dado varias veces la vuelta al mundo, combatido en la guerra y conocido a mil y una mujeres. No nos importa demasiado que tan ameno narrador no distinga muy bien cuándo está contando su propia vida y cuándo la de su personaje, Corto Maltese, como él un perpetuo adolescente.