viernes, 7 de marzo de 2014

Giovanni Papini, acabado, inacabable


Un hombre acabado
Giovanni Papini
Traducción de Vicente Santiago
Cálamo. Palencia, 2014
  
Giovanni Papini siempre nos sorprende. Para muchos lectores, no es más que un vago recuerdo de las lecturas de adolescencia perpetuamente condenado a los estantes más altos de las bibliotecas y a las librerías de viejo. La admiración de Borges logró rescatar un puñado de sus cuentos, poco más. Le perjudicó su aparatosa conversión al catolicismo, la admiración por Mussolini –a quien dedicó uno de sus libros–, su inagotable grafomanía. Le creíamos catalogado como una figura de su tiempo a la que el tiempo ha situado en su lugar, no en la primera fila, y sin embargo…
            Y sin embargo leemos Un hombre acabado, que acaba de reeditarse, y nos golpea como la primera vez. “Jamás he sido niño. No he tenido infancia” comienza. Los títulos de las distintas partes nos señalan que debe leerse como se escucha una sinfonía: “andante”, “appassionato”, “tempestoso”… Una vez comenzado es difícil hacer una pausa, aunque cada capítulo esté concebido como una unidad y admita una lectura independiente.
            El tono es retórico, con un inevitable sabor de época. Papini utiliza continuamente la anáfora, gusta de la hipérbole, rara vez abandona el énfasis: “Desde niño me he sentido tremendamente solo y distinto…, ignoro por qué. ¿Tal vez porque los míos eran pobres, o porque no nací como los demás? No lo sé. Solo recuerdo que una joven tía me apodó el Viejo a los seis o siete años y que toda la familia lo aceptó”.
            Un hombre acabado, autobiografía que no abunda en anécdotas, es la crónica de un triunfo exterior y de un fracaso íntimo. Da la impresión de que se escribió al final de una larga vida, pero fue escrita a los treinta años y publicada poco después. Al autor todavía le quedaba casi medio siglo por vivir y más de un centenar de títulos por publicar.
            A medida que avanza, el libro se va volviendo más autoflagelador, sin dejar nunca de ser un tanto jactancioso. El autor no consiguió lo que pretendía porque su ambición era desmesurada, no estaba al alcance de ningún ser humano.
            Desde niño quiso saberlo todo, sus lecturas favoritas eran las enciclopedias, y a los quince años decidió componer una que superase a todas, “una enciclopedia que no solo contuviera los temas de todas las enciclopedias de todos los países y de todas las lenguas, sino que las superase y las sobrepasase; donde se encontrara todo cuanto en ellas estaba disperso y desparramado, y más aún; y que no fuera solamente mera copia o retoque de viejas enciclopedias, sino un trabajo nuevo, conseguido a base de diccionarios, manuales y libros recientes y especializados sobre cuanto abarca la ciencia, la historia y la literatura”.
            Cuando más adelante quiso ser poeta, su empeño fue escribir un poema que estuviera a la altura de la Divina Comedia o del Fausto; todas las otras obras, aunque las firmaran los propios Dante o Goethe, le parecían cosa de poco empeño. Dies irae se iba a titular ese poema grandioso y uno de los capítulos del libro resume lo que sería su argumento (un eco de aquel proyecto queda en la obra póstuma El juicio universal).
            También la filosofía le defraudó, también fracasó en su intento de encontrar un sistema que explicase el mundo. Y entonces decidió fundar una nueva religión.
            Mucho de quijotesco hay en estas sucesivas aventuras de Papini, siempre seguidas de fracaso; mucho también de Unamuno, al que leyó y admiró. Nada más unamuniano que las exclamaciones de uno de los capítulos: “¡Yo no puedo morir! ¡Yo no quiero morir! ¡No moriré jamás!”. Y algo –bastante– del Nietzsche de Ecce homo.
            Pero sus reflexiones nos importan menos que la crónica de las primeras ávidas lecturas, tan difíciles de encontrar, y el descubrimiento de la biblioteca pública, cuando tuvo que falsear su edad para que le dejaran acceder a los libros. O el encuentro, tras el abandono de la infancia solitaria, con amigos que compartían sus mismas aficiones. Las tertulias adolescentes, en un rincón del café o al aire libre, las interminables discusiones, el sueño de fundar una revista.
            La revista apareció por fin con el título de Leonardo y supuso, combativa y demoledora, el nacimiento de una nueva generación: “Para un hombre de veinte años cualquier anciano es su enemigo; cualquier idea resulta sospechosa; cualquier gran hombre debe ser sometido a proceso; la historia pretérita parece una larga noche solo iluminada por los relámpagos, una espera gris e impaciente, un eterno crepúsculo de aquel amanecer que surge ahora precisamente con nosotros”.
            ¿Anticuada retórica? Sí, algo hay de enfática retórica de otro tiempo en Papini. Pero si a veces se encuentra a un paso del ridículo, nunca da ese paso. Pocas veces se ha escrito un elogio de la amistad como el que encontramos en “Él”, donde se trasluce un homoerotismo compatible con las relaciones femeninas de las que se habla en “Yo y el amor”: “amores ilegítimos” y también –parece que sin ironía–“las alegrías legítimas del santo matrimonio”. Pero a “la historia íntima de su alma” solo han contribuido los libros y algún amigo, ninguna mujer. Las mujeres, “por cuanto sé, veo y recuerdo, jamás me han dado nada, ni una pizca de fuerza, ni mucho menos me han impelido hacia las alturas divinas a las que siempre ha aspirado mi espíritu inquieto”. Por eso despacha en un capítulo, sin dar ningún nombre, a las mujeres de su vida.
            Aún le quedaba mucho por vivir, mucho por escribir al Papini de Un hombre acabado, pero todo él, en su grandeza y en sus limitaciones, se encuentra en este libro ardiente que a ratos parece quemarnos en las manos. 
            Conmovedor resulta el capítulo “El fin del cuerpo” en el que escribe: “Si no muero ciego, moriré paralítico”. Murió ciego y paralítico, pero activo hasta el fin, comunicándose por gestos que solo su hija entendía.
            Pocos días antes de morir, en julio de 1956, apareció en el Corriere della Sera su última colaboración: “Mira atentamente las estrellas. El grano de polvo que pisan tus pies no es más que un grano estelar en un precipicio sin orillas. No te hinches de soberbia, no te creas un dios padre, un rey terrestre; confiesa que no eres un creador, sino una criatura”.
            Esa confesión ya la había realizado él antes, mucho antes, en Un hombre acabado, después de hincharse de soberbia, creerse el rey del mundo y despreciar al resto de los hombres.

3 comentarios:

  1. Malogrados todos, tranquilos todos.

    “Si no muero ciego, moriré paralítico”. Hoy, a menos cáncer, más Alzheimer. Luego venga a nos el tu reino, cangrejito.

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    1. Ni te creas el amo de tu destino ni busques responsables a tu desgracia. Mira dentro de ti.
      Esas dos enfermedades no son sino posibilidades, nunca realidades.

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  2. Parece que ya empiezo a entender que lo importante es lo que está detrás de la piel . Aprendió a reír y a llorar lo que no tenia y se quitó el miedo a quedar como un idiota .
    El post está muy bien ; lo que dije es de Fito y creo que retrata a la perfección al tal G.P.

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