El impostor
Javier Cercas
Random Hause.
Barcelona, 2014.
Hay libros que llegan a la librería en silencio, casi de
incógnito, y otros que lo hacen acompañados de un considerable ruido mediático.
Es lo que ocurre con los de Javier Cercas después del éxito inesperado de Soldados de Salamina.
Antes de
abrir la primera página de El impostor, la
promoción lo ha destripado tanto que casi podríamos prescindir de su lectura:
cuenta la historia real de un impostor, Enric Marco, un hombre que se hizo
pasar por superviviente de un campo nazi sin serlo, y para ello, según técnica
habitual en este tipo de obras (recordemos, por citar un caso reciente El marqués y la esvástica sobre
González-Ruano), convierte al propio investigador en personaje (el libro
comienza con capítulos alternos: en los impares se nos refieren las perplejidades
y dificultades de Cercas a la hora de realizar su investigación mientras que en
los pares cuenta lo que va sabiendo de Marco). Hay un tercer componente en El impostor, ya no narrativo, sino
reflexivo o ensayístico en torno a las relaciones entre realidad y ficción, el
franquismo, la memoria histórica.
La
reconstrucción de la peripecia biográfica de Enric Marco resulta, con mucho, el
más interesante de esos tres ingredientes. El
impostor podía haberse limitado a ser una excelente crónica periodística
sobre un superviviente, sobre un niño maltratado y sin estudios que, tras una vida
no precisamente fácil, llega a la Universidad y consigue el público
reconocimiento por su labor sindical y social, seguido de la humillación
pública cuando se descubren las mentiras de su currículum: había estado en una
cárcel nazi, pero no en un campo de concentración: había ido a trabajar a
Alemania como “trabajador voluntario”, forzado como tantos por la necesidad y
allí sería acusado de “alta traición”.
Pero la
crónica, aunque utilice las técnicas narrativas de la ficción y resulte con
frecuencia más apasionante, carece del prestigio de la novela. Por eso Javier
Cercas insiste en que su libro es una novela, si bien no de estirpe
decimonónica, sino quijotesca. Y se convierte él mismo en personaje y convierte
en personajes a familiares, como su hermana o su hijo, y a otros colaboradores.
Esas páginas dan la impresión de estar estiradas al máximo; abundan en ellas,
no los “pequeños detalles” exactos de los que hablaba Stendhal, sino nimiedades
sin interés. Un buen ejemplo de ello puede ser el capítulo 12 de la segunda
parte. Cuenta una comida con su hermana y dos amigos suyos que fueron
compañeros de Enric Marco cuando era directivo de la asociación de padres de
alumnos de Cataluña. El autor no ahorra ningún detalle, por insignificante que
sea y, si se le olvida algo, no deja se subrayar ese olvido: “Ya nos habían
traído el primer plato, aunque yo estaba tan concentrado en la conversación que
no recuerdo lo que pedimos, y no lo apunté en la libreta donde tomaba notas. Sí
recuerdo que ellos ya habían matado la sed con una cerveza y estaban con el
vino, y que yo no bebí ni vino ni cerveza”. Leyendo estos capítulos, tan inmoderadamente
alargados, nos viene a la memoria la frase de Voltaire: “El secreto de aburrir
es contarlo todo”.
Cercas
parece que quiere contarlo todo, no tanto sobre Enric Marco, sino sobre él en
relación con Marcos, además y contarlo más de una vez. No ayuda a la agilidad
de la prosa un manierismo estilístico que ya aparece en las primeras líneas:
“Yo no quería escribir este libro. No sabía exactamente por qué no quería
escribirlo, o sí lo sabía pero no quería reconocerlo o no me atrevía a
reconocerlo; o no del todo”. Ese uso continuo de la conjunción disyuntiva
pretende quiza reflejar las dudas y perplejidades del autor, pero a menudo
suena a cansina fórmula.
El tercer
componente del libro es el más discutible. Javier Cercas no es solo, o no
pretende ser solo, un narrador. El
impostor quiere ir más allá de la concreta historia de un “impostor”,
aspira a denunciar ciertos aspectos de la realidad española. El caso Marco fue
posible porque “la memoria histórica” se convirtió en “la industria de la
memoria” (si es que no era ya lo mismo desde el principio, según Cercas): “¿Qué
es la industria de la memoria? Un negocio. ¿Qué produce ese negocio? Un
sucedáneo, un abaratamiento, una prostitución de la memoria; también una
prostitución y un abaratamiento y un sucedáneo de la historia, porque, en
tiempos de memoria, esta ocupa en gran parte el lugar de la historia”.
Duras
palabras, pero sin demasiado fundamento. Cierto que Marco dio numerosas charlas
en colegios sobre el Holocausto antes del descubrimiento de su impostura, pero
el propio Cercas señala que no ganó dinero con ello, que vivía de su
jubilación. ¿Se convirtió alguna vez la búsqueda de fosas comunes en un
negocio? Convendría que Cercas nos aclarara si cree, como aquel diputado del
PP, que algunos solo se acuerdan de sus abuelos asesinados y enterrados en
cualquier cuneta cuando hay subvenciones de por medio. O si dejaron de
publicarse libros de historia, o de cultivarse la ciencia histórica, en los
tiempos en que se promulgó la ley de la memoria histórica.
Uno de los
capítulos más interesantes del libro aparece casi al final y consiste en un
diálogo imaginario entre autor y personaje (a la manera de Niebla de Unamuno, pero en este caso ambos son reales). En ese
diálogo, Cercas pone en boca de Marco las razones de sus dificultades
psicológicas para escribir este libro (que el lector no acaba de comprender
bien, aunque se insista tanto en ellas, ni tampoco que le obligaba a escribirlo
si no quería): ¿Cuál fue la razón del éxito de Soldados de Salamina, la novela que le dio la fama, sino un hábil
aprovechamiento de la moda de la memoria histórica? ¿No cuenta ese libro una
historia real, la del fusilamiento de Sánchez Mazas, y otra que se quiere hacer
pasar por real, sin serlo, la del republicano Miralles? ¿No se debió el éxito
del libro, en buena parte, a ese engaño, lo mismo que el éxito de Marco tuvo
que ver con el cambio de lugar de su encarcelamiento en la Alemania nazi?
Javier
Cercas sabe investigar, saber contar. Quizá en este libro debería haberse
limitado a las aventuras y desventuras de un hombre nada común, Enric Marco
(algo más que un impostor), hacerse él mismo con su familia a un lado y
prescindir de digresiones en torno al Quijote,
a veces traídas un tanto por los pelos, o de simplificadoras moralinas sobre
los pocos héroes que se atreven a decir No cuando la mayoría dice Sí. Pero son
esos materiales superfluos los que convierten a lo que podría haber sido un
espléndido ejemplo de crónica periodística en una presunta novela de estirpe
cervantina y los que propician el prestigio crítico y el eco mediático.