La vida distinta
José Carlos Llop
Pre-Textos. Valencia,
2014.
Hay autores que constituyen por sí mismo un género
literario. Como en el caso de Miguel de Unamuno y de Ramón Gómez de la Serna,
las novelas, los diarios, los artículos o los poemas de José Carlos Llop se
parecen más entre sí que a otras novelas, diarios o poemas.
El
personaje que construye en todos ellos –directa o indirectamente– es el de un
amante de la alta cultura, del mundo de ayer del que habló Stefan Sweig, un
personaje, desterrado en un tiempo de decadencia, a medias entre el Montaigne
retirado en su torre y el “príncipe de Aquitania en su torre abolida” que
cantara Nerval.
La vida distinta comienza con lo que
podía haber sido un artículo necrológico; termina con las notas de un viaje a
Burdeos (lo titula como el libro, lo subtitula “La Chandon de Bordeaux”), que es
el poema más extenso y que el que ejemplifica mejor sus aciertos y sus
insuficiencias.
Comencemos
por estas últimas: varios de los textos dan la impresión de haber sido
alargados innecesariamente. Suelen comenzar de una manera prosaica (“Mi amigo
ya no recibirá el New Yorker. / que
seguirá llegando a su despacho, a nombre / de alguien que ahora ya no es
nadie”) y luego van alternando la anécdota con la reflexión, la imagen precisa
y brillante con el llano decir. A veces la mezcla funciona y otras no, porque
las transiciones no están bien resueltas o porque se excede en uno de los
elementos (“Rising Splendor”).
El mejor
Llop es el de poemas como “Sábado de invierno” o “Un día feliz”. El primero
–podría ser una nota de diario– nos habla de un día de nieve que transfigura la
ciudad cotidiana: “Al despertar, he abierto las persianas / y los árboles del
jardín eran lámparas de mármol blanco / y la tierra, alabastro. Tenían algo
palaciego las plantas, / como criados con librea nueva y el mirlo negro del
laurel / ejercía de mayordomo”.
“Un día
feliz” evoca una escena en la vida Pasternak, su conversación con Stalin,
cuando le preguntó si consideraba a Maldelstam un buen poeta. El poema comienza
muy eficazmente poniendo al lector en situación: “Imagina que estás con un
grupo de amigos / en una casa de campo. Ya no sois jóvenes / y las palabras
oscilan entre la brillantez / adulta, que es otra, y la piedad / de saberse
hombre y por tanto débiles”. En ese momento el timbre suena al fondo del
pasillo y el dictador pregunta a uno de los poetas más conocidos del momento
por otro al que ha decidido exterminar. Y Pasternak, que lo veía como un rival
literario, no acierta a defenderlo.
Sobre la
poesía en el mismo tiempo de miseria trata también “Cuarteto ruso”, uno de los
ejemplo en que la reflexión –sobre la función del poeta, el dolor y la belleza–
y la anécdota (la visita de Chatwin a Nadezha Mandestam) se entretejen de
manera adecuada.
Bruce
Chatwin, el escritor viajero, es el protagonista de “Escolio”, una poema que,
según nos indica a pie de página, es solo “una nota a pie de página” de la
biografía que le dedica “otro novelista, apellidado / como el gran bardo de
Inglaterra”, esto es Nicholas Shakespeare. Los fantasmas de Chatwin –“viajes,
arte y literatura”– son los mismos que los de Llop, quien igualmente gusta de
llenar sus páginas con “fragmentos de su colección particular”: “un cuenco de
alfarería china / con manchas azules; una primera / edición de Flaubert; una
caja / japonesa de laca, del siglo XVI; / una taba egipcia de turquesa, / que
era su talismán; / un cuchillo / aborigen y un vestido de Fortuny…”
Leer a José
Carlos Llop –tan gustoso de los pequeños detalles y de las enumeraciones
inacabables, como listas de un catálogo: “Jardines del Luxemburgo”, su homenaje
a París, puede servir de ejemplo – proporciona un placer semejante al de visitar
anticuarios, librerías de viejo, lugares prestigiados por el arte y la
literatura.
El humor
asoma en un poema como “La tentación del geómetra”, que algo tiene del juguetón
erotismo rococó del XVIII. También da una nota distinta al tono grave del
volumen la “Balada del señor Pepys”, retrato a dos voces del famoso diarista,
una que nos describe su vida de gran señor, figura destacada en la corte
inglesa, y otra que nos descubre lo que solo se sabría muchos años después al
publicarse sus diarios: “Nos os engañéis, amigo mío; / tras esa máscara triunfal
/ por fuerza se esconde / el cinismo y el humus negro / de la melancolía y de
ahí / el misterio de sus papeles…”
Ciudades
vividas, ciudades leídas, ciudades soñadas las de José Carlos Llop; “Veo esta
mañana unas fotos de Burdeos / bajo la nieve. El Garona es ahora el Neva / y la
fachada dieciochesca de la ciudad / –sus casas y palacios teñidos de blanco– /
recuerdan a San Petersburgo, Leningrado…”
Hay quien
dice que los géneros literarios son convenciones, y tiene razón, pero solo en
parte. “La vida distinta”, el extenso poema final que da título al libro, podía
haber sido un cuaderno de notas sobre Burdeos, pero al disponerse en verso y
como un único poema el lector busca una intensidad y una coherencia estructural
de la que carece. Los géneros literarios son propuestas de lectura: la
propuesta que nos ofrece Llop para este parte fundamental de su libro me parece
fallida.
Como el
libro en su conjunto, quizá; un libro que, sin embargo, no defraudará a los
admiradores del escritor, que aquí está con toda su verdad y casi todos sus
manierismos.
¡Qué sábado tan dickinsoniano!
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