Para una teoría de las distancias
Lorenzo Oliván
Tusquets. Barcelona,
2018.
Lorenzo Oliván no tiene vocación de poeta menor. Muy dotado
para la imagen brillante y la ocurrencia ingeniosa, también para el virtuosismo
métrico y la expresión emocional, ha querido, como Juan Ramón Jiménez, dejar de
lado su poesía primera para ir decididamente adentrándose por caminos más
desnudos y conceptuales, próximos a lo que suele llamarse –con cierta
imprecisión– “poesía metafísica”.
El título
de su nuevo libro, Para una teoría de las
distancias, resulta bien representativo de una manera de entender la poesía
que no le teme a la teoría ni a marcar distancias con la directa efusión
sentimental que algunos confunden con la expresión poética.
“Teoría”,
como “especulación”, etimológicamente tienen relación con “ver”, “mirar”, y de los ojos, la mirada y la luz ha hecho
Lorenzo Oliván el núcleo generador de su poesía.
El primer
poema, “La ventana”, reescribe –reinterpreta más bien– la orteguiana
“Meditación del marco”, incluida en uno de los tomos de El espectador. No es el único caso. “Lo irrepetible” vuelve sobre
un tema que obsesionó a Borges –le dedicó dos poemas, ambos con el título de
“Límites”, el primero en El hacedor y
el segundo en El otro, el mismo– y el
resultado resulta muy representativo de la manera de hacer de Lorenzo Oliván.
Borges,
tanto en el poema menos extenso como en el más dilatado, no desdeña las
referencias concretas. “Si para todo hay término y hay tasa / y última vez y
nunca más y olvido, / ¿quién nos dirá de quién en esta casa / sin saberlo nos
hemos despedido?”, leemos en uno de los más memorables serventesios del poema
de El otro, el mismo; el de El hacedor es una enumeración: hay unos
versos que no volveremos a recordar, una calle que no volveremos a pisar, un
espejo en el que nos hemos mirado por última vez, un puerta que no volveremos a
abrir.
Lorenzo
Olivan prefiere la escueta enunciación: “Siempre hay algo en tu vida que es lo
último, / pero que se da en ti sin anunciar / que no volverá nunca”. Las
realidades cotidianas de Borges, que se cargan de emoción al darse por última
vez, se resumen en Lorenzo Oliván en un “Adiós, belleza. Adiós” y, peor aún, en
un “intenso haces lo intenso” (el sentido poético pediría más bien algo así
como “intenso haces lo trivial”) que le quita fuerza al poema.
El afán por
adelgazar la anécdota, o hacerla desaparecer, junto a una a veces forzada
interpretación trascendental, es uno de los rasgos más característicos de
Lorenzo Oliván. A él le debe sus más personales textos y también algunas de sus
limitaciones.
“Silencio,
creación y pensamiento” son palabras que repite en el poema “El mundo empieza”
aplicándoselas a la luz (“cuando miro la luz / intuyo en ella una actitud
pensante / que, recogida en su silencio, / crea”) y que de alguna manera
podrían definir su intención poética.
Pero si no nos
limitamos a la lectura distraída y parafraseadora que los reseñistas suelen
dedicar a los libros de poesía, no tardamos en descubrir que Lorenzo Oliván
está más dotado para la intuición poética que para el razonamiento abstracto al
que le lleva su manera de entender el poema.
No es raro
encontrarse con algún descosido conceptual. En el poema en prosa “Caminar en la
noche” nos cuenta cómo oye en la noche los pasos de unos pies descalzos:
“Alguien, al parecer, perseguía un destino, y ese destino concluía en ti. Con
el oído atento como nunca, esperaste temblando, cercado por el miedo. Por
fortuna los pasos avanzaban sin desplazarse en una línea recta, sino en una
obsesiva, delirante espiral”. Pero una espiral tiene un centro, esos pasos le
alcanzarían al fin, aunque tardarán más que si avanzaran en línea recta. Al
final del poema nos dice que los pasos avanzaban “describiendo círculos”. ¿En
qué quedamos?”. Al describir un círculo, sí se está siempre a la misma
distancia del centro, pero no al trazar –de fuera hacia dentro– una espiral.
Otro
ejemplo: “Una rueda no rueda sin su eje”, leemos en el primer verso de un poema
y de él deduce afirmaciones más menos peregrinas: “Así que la pasión de lo
perfecto / que en el fondo no existe / pues tiende al infinito / apunta a un
centro en el que está su origen”. Pero ¿es cierto que una rueda no rueda sin su
eje? ¿Dónde está el eje del aro con el que juega el niño? ¿Necesita un eje la
rueda que echamos a rodar por una ladera?
No nos
creemos muchas de las afirmaciones categóricas que inician o concluyen los poemas: en “Albada” se afirma que la luz
del día llega “sin hacerse notar” (llegará sin hacer ruido, pero la claridad se
hace notar bastante); en “El extraño de la casa”, que “no hay nada más ajeno /
que el dolor” (también podría decir que no hay nada más propio que el dolor);
en “El tiempo de la noche y el día”, que la noche “es un recuerdo vivo / de las
noches que fueron”, mientras que la luz del día “está plena de presente” (ambas
afirmaciones valen igualmente para ciertas noches y para ciertos días).
Paradójicamente,
no impiden estos desconchados, que saltan a la vista de cualquier lector atento
(no abundan entre los lectores de poesía actual), considerar a Lorenzo Oliván
–quizá a pesar de sí mismo– como uno de los más notables poetas contemporáneos.
Hay poemas espléndidos en este su último libro, como en los anteriores. Suelen
ser aquellos que no se pierden en abstracciones ni desdeñan la anécdota, poemas
que incluso podríamos denominar circunstanciales, como los dedicados a Leonard
Cohen, a una peonza o la hopperiana figura de una mujer que viaja sola en un
tren.
Hay también
admirables poemas eróticos –un poco en la línea de Carlos Marzal– y otros, como
“Despiece”, que aciertan a expresar de original manera un tema tópico, “el
ultraje de los años”.
Memorable
resulta igualmente la enumeración de “El primer hombre” (“El primer hombre que escuchó
el silencio. / El primer hombre que se asomó al mar. / El primer hombre que
quedó perplejo / mirando el flujo de su propia sangre / manar en una herida”),
aunque quizá fracasa en el cierre, con su referencia a las varias identidades
del autor en el poema. Mejor y más verdadero hubiera sido algo así como “ese
hombre soy yo, eres tú, somos todos, / es cualquier niño que descubre el
mundo”.
A ratos da
la impresión –puede ser una falsa impresión– de que Lorenzo Oliván es un poeta
contra sí mismo, que sus textos más esforzadamente singulares, más
rebuscadamente conceptuales, son los que menos aciertan.
Pero a
quien ha escrito poemas como “Origen” o “Tanta realidad” –ambos incluidos en
este libro– se le pueden perdonar ciertas programáticas obcecaciones.
En política, el hoy es la meta.
ResponderEliminar© María Taibo