Prender con keroseno el pasado. Una biografía de Carlos Edmundo de Ory
Fundación José Manuel
Lara. Sevilla, 2018.
En 1987 se celebra en York una Semana de Poesía dedicada a
autores españoles. A ella están invitados Ángel González, Carlos Edmundo de Ory
y dos poetas más jóvenes, Ana Rossetti y José Ramón Ripol. Inaugura las
jornadas, Ory muy en su estilo, bufonesco y circense de gran gurú de las
vanguardias; las cierra Ángel González. Uno de los asistentes, Luis Javier
Moreno, ha dejado constancia en su diario del comportamiento del primero: “Yo
le tenía detrás, oyendo los comentarios y el runruneo que se traía. Al cuarto o
quinto poema comentó en voz alta: ‘Esto ni es poesía ni cosa parecida, poemas
de oficinista’. Y se marchó, tras haberse ostentosamente levantado”.
Las razones
no se debían solo a que su divismo no le permitiera tener cerca de otro poeta
que pudiera hacerle sombra. Ángel González había reiteradamente puesto sus
reparos a la reescritura de la historia literaria que se había comenzado a
hacer tras la irrupción de los novísimos. En sus “Notas parciales sobre poesía
española de posguerra”, de 1971, Pere Gimferrer había declarado que los tres
poetas más destacados de sus respectivas generaciones eran Juan Larrea, Carlos
Edmundo de Ory y Leopoldo María Panero, tres heterodoxos enfrentados al
conformismo de su tiempo.
A Ángel
González, que sabía por experiencia de lo que hablaba, le costaba admitir
ciertas simplificaciones: “Ese experimentalismo de Ory, esa vanguardia tardía
que representó el postismo, estaban muy fomentados desde la Dirección General
de Prensa y Propaganda. Juan Aparicio les dio una gran cobertura y difusión,
porque su poesía, aunque ellos la consideraran muy subversiva, no lo era en
absoluto, al menos en el sentido en que la subversión pudiera entonces ser
peligrosa en España”. Tampoco estéticamente le parecían muy revolucionarios: lo
que ellos hacían “ya lo había hecho incluso Gerardo Diego”.
La
minuciosa biografía que José Manuel García Gil dedica a Carlos Edmundo de Ory
(1923-2010) le da la razón a Ángel González, aunque quizá no del todo. Ory fue
un escritor de su tiempo, jaleado y apoyado, como José García Nieto o Camilo
José Cela, por los servicios de propaganda del franquismo. Aparte del apoyo de
Juan Aparicio, contó con el mecenazgo de Eduardo Aunós, ministro con Primo de
Rivera y con Franco, al que el gobierno del Brasil, cuando fue nombrado
embajador en ese país, no le concedió el placet
por sus vinculaciones con el nazismo. Pero también tuvo abundantes problemas
–aunque no de orden político– con la pacata sociedad de su tiempo. En el
franquismo, había también una censura religiosa que vigilaba el respeto a las
buenas costumbres. Y en ese aspecto, Carlos Edmundo de Ory fue siempre un
rebelde.
Como en
tantos otros casos –Valle-Inclán es el ejemplo más emblemático–, el mito que
Ory se esforzó toda su vida por crear solo parcialmente reflejaba a la persona
que estaba detrás. José Manuel García
Gil pone ahora los puntos biográficos sobre las íes fantasiosas en un libro que
se lee entre la fascinación y el tedio, la admiración y el rechazo.
Ory siempre
creyó en su genialidad (“A veces escribo algo tan hermoso que me horrorizo de
saberme desconocido”, afirma en uno de sus aforismos). Por eso guardó
cuidadosamente todos sus papeles, incluida su abundante correspondencia,
escrita siempre con un ojo en el destinatario y otro en los lectores del
futuro. No destruyó nada, ni siquiera lo que más podía perjudicarle; de ahí que
García Gil haya podido contarnos su vida con todos los claroscuros.
Sentimos un
poco de incomodidad al enterarnos con tanto detalle de los entresijos de su
vida sentimental, desde el noviazgo con Emilia Palomo, luego casada con José
Ángel Valente, hasta la estabilidad final con Laura Lachéroy, mucho más joven
que él, y conforme con añadir a su papel de musa el de secretaria, enfermera y
chica para todo, que era el ideal de mujer para los grandes (y no tan grandes) poetas
(y no poetas) de entonces.
Bastante
mayor es el interés del libro cuando deja de lado los enfrentamientos
familiares y conyugales y se centra en asuntos de la vida literaria. Su
relación con Eduardo Chicharro, otro de los fundadores del postismo, da para
una novela a lo Henry James. La correspondencia entre ambos que aquí se publica
deja constancia de una más que peculiar relación maestro-discípulo; los
reproches y las disputas parecen más propios de amantes.
A Carlos
Edmundo de Ory, que nunca dudó de su superioridad, las apasionadas relaciones con
los amigos le duraban hasta que dejaban de serle útiles. No soportaba a quien
pudiera hacerle sombra, tenía que ser la estrella en cualquier función, solo
apoyaba a los poetas jóvenes, tuvieran o no talento, que le admiraran
incondicionalmente.
Siempre
vivió quejándose de la conspiración del silencio que, en su opinión, Vicente
Aleixandre y José Luis Cano habían creado en torno suyo, alardeando de
independencia y rebeldía mientras intrigaba para conseguir premios, ayudas
oficiales, conferencia bien pagadas. Consiguió, a partir de los años setenta, y
en buena medida gracias a los oficios de Félix Grande, convertirse en un mito.
Y ahí sigue, representando al poeta para quienes identifican genio y locura,
subversión y amaestrada (y subvencionada) rebeldía.
José Manuel
García Gil ha escrito una biografía atenta a los datos, generosamente
admirativa, pero sin ocultar las caudalosas sombras del personaje. Si algún
reparo podría ponérsele es que alguna vez, como cuando habla de Garcilaso y el grupo de la Juventud
Creadora, se deja llevar demasiado por tópicos de manual. Otras veces
fundamenta su juicio en autoridades poco fiables. De la revista Papeles de Son Armadans, dirigida por
Camilo José Cela, nos dice que “es una edición para bibliófilos que no interesa
a nadie, más que al inventor y a quienes ven su nombre impreso. No acerca para
nada la cultura del exilio a la de la España del interior, ni está en sus
medios, ni tiene condiciones para ello”. Tales disparates –Papeles de Son Armadans es una de las revistas literarias más
importantes de su tiempo– los toma, sin cuestionarlos, del libelo de Gregorio
Morán El cura y los mandarines.
En el caso de Carlos Edmundo de
Ory el poeta vale más que la persona que estaba detrás, aunque no tanto como él
mismo pensaba ni como piensan sus acríticos admiradores. Hay en sus mejores
poemas –los que de verdad cuentan– desgarro existencial y sorprendentes
hallazgos metafóricos, técnica y llanto, como dijo en el título de uno de sus
mejores libros.
Interesante encuentro literario.
ResponderEliminarUn saludo
¿Alguien sabe de alguna vida de artista que haya estado a la altura de su obra?
ResponderEliminar¿San Juan de la Cruz?
Eliminar¿Vida a la altura de su obra? Se me ocurre Stefan Zweig. También, Antonio Machado. Éste escribió "Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno"; y -que yo sepa- nadie lo ha objetado. Si eso mismo lo hubieran dicho otros de sí mismos, habría causado escándalo o rechifla.
ResponderEliminarC. E. de Ory escribió versos memorables como "Gracias, mujer, por tus noches profundas...". Y eso, para mí al menos, le absuelve retrospectivamente de cualquier pecadillo.
ResponderEliminar