Saltar la hoguera
Rodrigo Olay
Hiperión. Madrid,
2019.
La poesía de Rodrigo Olay suscita, desde sus comienzos,
asombro y perplejidad. Asombro por la perfección formal y la insólita erudición
(el autor parece conocer al dedillo a sus clásicos y a sus contemporáneos);
perplejidad, por la cercanía a cierta tradición cercana, la poesía de los años
ochenta, y por no infrecuentes incursiones en la falacia patética.
¿Un joven
maestro o el mejor discípulo de poetas como Miguel d’Ors, Jon Juaristi o Luis
Alberto de Cuenca? Tras leer Saltar la
hoguera nos inclinamos por lo primero. Hay un puñado de espléndidos poemas
–desde ya pueden formar parte de la mejor antología de la poesía española–, en
los que se leen al trasluz otros nombres, pero que solo podía haber escrito
Rodrigo Olay.
La sabiduría
de estos poemas deslumbra tanto como la del primer Gimferrer. “Me gusta la
palabra bella y el viejo y querido utillaje retórico”, escribió el autor de Arde el mar en la poética de Nueve novísimos. Rodrigo Olay podría
suscribir esas palabras. Su dominio de la métrica clásica le distancia de
cualquier otro poeta joven y de la mayoría de los poetas contemporáneos. Recreándose
en sus habilidades podría haberse convertido en un redicho y refitolero
virtuoso, un poco a la manera de Antonio Carvajal. Algunas muestras hay en este
libro, en el que sobran quizá poemas, como “La llegada del Dux”, que son poco
más que virguería retórica.
Pero Olay
es también heredero de la tradición de la vanguardia: sabe jugar al
agramaticalismo, desbaratar la sintaxis, entremezclar cultismo y habla
coloquial. Ha aprendido muy bien, hasta hacerla suya, la lección de Miguel d’Ors,
a su vez discípulo aplicado de César Vallejo: se puede escribir en los bordes,
o al margen, de la corrección gramatical, pero para acentuar la expresividad,
no para incurrir en el sinsentido.
Los poemas
que yo prefiero de Rodrigo Olay son los que hablan de amor y viajes, poemas que
transcurren en Burdeos, en Belfast, en Ginebra, en Neuchâtel, en los lugares de
la vieja Europa a los que le han llevado sus estancias de estudioso
universitario. El mejor de todos ellos –o el más de mi gusto– es el titulado
“Dimidium animae meae”, con su referencia a Horacio en el título y algo de la “Canción
de aniversario” de Gil de Biedma en el inicio y del “Relato superviviente” de
Francisco Brines en el desarrollo, pero que no desmerece junto a sus presuntos
modelos.
No menos
admirable, pero más insólito por su temática, resulta “De vita philologica”: un
canto a lo que de detectivesco y fascinante tiene la investigación literaria;
también a la camaradería que se forja entre los “clerici vagantes” que recorren
Europa “ligeros de equipaje. / vendimiando los campus, / limpios como soldados
de alguna causa cierta / que partieran de casa susurrando / una oración de
Horacio / y custodiasen / el silencio de un bosque tras los ojos”. Un poema
sobre los que aprenden “a elegir la alegría de leer”, que debería ser lectura
obligatoria en todas las Facultades de Filología.
Junto al
amor –nos hace sonreír el erotismo de “Whatsapp”– y la amistad (nadie tan
dotado para la amistad y el cultivo de las relaciones útiles como Rodrigo Olay:
apenas hay poema sin dedicatoria), el otro núcleo temático de Saltar la hoguera son los poemas
familiares, en los que no siempre se acierta a eludir un incómodo
sentimentalismo, como de anuncio de Navidad. Aunque sin duda sinceros, y aunque
con buenos sentimientos también se puede hacer literatura, dijera lo que dijera
Gide, resultan algo empalagosos.
No faltará,
sin embargo, quien prefiera la desnudez narrativa de “2º B” –que parece volver
del revés poemas de José Luis Piquero– o el recuento de “Escribe lo que temas
que suceda” a poemas llenos de referencias como “13 de marzo”, donde se
comparecen Santillana, Berceo, Góngora, Trapiello, Sánchez Rosillo, Sergio
Fernández Salvador y Antonio Cabrera para agradecer a un pájaro innominado el
“sol melodioso” de su canto.
Importa
poco saber si Rodrigo Olay –a sus treinta años– es el más aplicado de los
poetas jóvenes, el mejor discípulo, o el más joven de los maestros. En sus
versos hay erudición y vida, inteligencia y emoción. Lo demás sobra.
MONÓLOGO DE PEDRO
ResponderEliminar¿Cuándo aprenderán que la Cruz no es para la calle,
que Jesús no quería hablar de sus milagros?
“Al César lo que es del César”, decía.
Pero insisten en sus maquinaciones.
Hemos de construir un nuevo tabernáculo
ajeno a los caprichos del azar.
Ya ondea la bandera en el Calvario.