Noche escrita
Antología poética
1976-2020
Alejandro Duque
Amusco
Edición de José
Corredor-Matheos
Renacimiento.
Sevilla, 2021.
“He perdido mi vida por delicadeza” escribió Rimbaud, que no
parece que perdiera la suya precisamente por delicadeza. Esas palabras pueden
aplicarse con más adecuación al poeta Alejandro Duque Amusco (Sevilla, 1949),
siempre correcto, siempre ajeno a polémicas y enfrentamientos gremiales,
siempre fiel a sus maestros.
El primero
de todos fue Vicente Aleixandre, al que conoció en los años setenta y del que
es uno de los principales, si no el principal, editor y estudioso; le siguieron
Carlos Bousoño y Francisco Brines, al que acaba de dedicar Cenizas y
misterio, un libro que reúne décadas de dedicación a su obra.
Pero la
cualidades que avalan a la persona no siempre resultan las que más favorecen al
escritor. Como crítico, Duque Amusco tiende a la hagiografía, a encontrar solo
luces sin sombra en los poeta que estudia. No le ha afectado el descrédito
creciente de Alexandre; el incipiente de Francisco Brines, acentuado por un
burocrático elogios que conlleva un reciente premio oficial; la práctica
desaparición de Bousoño –el poeta y el teórico de la poesía-- del interés
lector.
Como poeta,
Duque Amusco parecía gustar en exceso de las palabras poéticas (que acaban
siendo las menos poéticas del mundo), de los grandes temas –la belleza, el
dolor, la muerte-- en abstracto. Basten como ejemplo los tres versos iniciales
de “Separación final”: “Surge del dilatado atardecer / una pregunta temerosa /
hacia lo melancólico del otoño”.
Tardó en
aparecer el poeta de verdad, oculto tras el literato siempre correcto y a
menudo brillante. En la antología Noche escrita ha querido dejar
constancia de su evolución desde la primera entrega, Esencias de los días,
de 1976, hasta los últimos poemas, todavía inéditos en libro. Pero a los
lectores no les interesa demasiado seguir los tanteos de un escritor, como
tampoco les preocupa conocer su lugar en la historia de la literatura. Eso
queda para los estudiosos y para los estudiantes, que a menudo –tanto
estudiantes como estudiosos-- no son los buenos lectores de poesía, sino más
bien todo lo contrario.
Yo
aconsejaría abrir esta recopilación antológica, no por el primer poema, no por
el prólogo, sino por la página 72, por “Episodio de lobos”. En los primeros
versos nos parece encontrarnos ante el Duque Amusco de siempre, con su decir
preciosista y demorado: “Ahora que no es posible olvidar la niñez y su estela
de signos invisibles y arcanos, / el recuerdo me lleva a una noche de agosto,
cuando niño, en el campo”. Pero en seguida los símbolos y las abstracciones se
hacen carne, habitan entre nosotros, como en el comienzo evangélico, y el verso
final vuelve a convertir la impactante anécdota –tan bien contada-- en
categoría: “Desde las sierras de la infancia van bajando los lobos”.
Después de
la lectura de este poema, invitaría a dar un salto hasta Jardín seco, su
título más reciente, su mejor libro. En él abundan los poemas memorables, pero
tres resultan especialmente heridores: “Nudos”, “Aurora”, “Resurrección”. Si
antes la humana emoción no acababa de llegarnos, sepultada por la “fermosa
cobertura”, ahora se corre el riesgo de la falacia patética, de que el impacto
emocional se deba más al tema que al poema. Es un riesgo que corre a menudo,
por citar un solo ejemplo, Joan Margarit y que no siempre acierta a salvar. Duque
Amusco lo consigue: indaga con amorosa piedad, con implacable lucidez en sus
más privadas peripecias biográficas, y de ellas extrae dolorida y reconfortante
sabiduría.
Ha
intentado con cierta frecuencia Duque Amusco las formas breves, tan elusivas.
Con acierto recrea a Omar Jayyam: “Haya cielo o infierno, nadie elige. / Duerme
tranquilo el día indiferente. / También la puerta a la otra vida / te la abrirá
el azar”. Tankas y haikus homenajean a la poesía oriental: “¿No has visto /
como la luna se ha roto / entre los pinos? / ¡Qué blanca viene / la fragancia
del bosque”.
Se leen con
gusto otros homenajes: “El baúl de Pessoa”, “Una rosa negra para Georg Tralk” o
los monólogos dramáticos dedicados a Heinrich Schliemann, el descubridor de
Troya, y al inevitable Luis Cernuda. Pero el mejor Duque Amusco no es el que se
enmascara de literatura, sino el que nos deja entrever su humana verdad en
poemas como “Papel efímero”, “Barriendo la terraza” o “El cofre”, que también
son –como los otros, excelente literatura: nada más ajeno a este autor que el
descuido expresivo--, pero no solo.
Como no
podía ser de otra manera en un poeta tan gustoso del “viejo y querido utillaje
retórico”, para decirlo con palabras de Gimferrer, Duque Amuso incurre en la
trabajosa sextina y en el inevitable soneto. Con “Dolmen”, dedicado a Antonio
Colinas y a su “Sepulcro en Tarquinia”, consigue superar la prueba de
virtuosismo, y también con uno de los sonetos (que él disimula tipográficamente
en siete dísticos), el titulado “Para siempre”, de sentencioso clasicismo: “Lo
escrito escrito está, grabado en la verdad, / y aunque piedad implores hasta el
último aliento, / ni un acento, una línea podrá ser corregida / con las tardías
lágrimas de tu arrepentimiento”.
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