Mi vecino
Montaigne
Juan Malpartida
Fórcola. Madrid,
2021.
En la nota final a este “ensayo narrativo” –así lo califica--
indica el autor que hasta la página 25 “ignoraba que tuviera que ver con
Montaigne”. Quizá debería haber eliminado, en la corrección final, esas
primeras y tanteantes páginas en las que no sabemos muy bien a dónde se dirige
y en las que algunos lectores sentirán la tentación de abandonar. Nos
ahorraríamos así el lapsus con el que tropezamos casi al comienzo: los más
conocidos versos de Manrique se atribuyen al Arcipreste de Hita.
Todo cambia
a partir del capítulo tercero. Aparece Montaigne y el libro se convierte en
algo más que en un homenaje al creador del género ensayístico y de la reflexión
autobiográfica. Mi vecino Montaigne es una obra de una audacia y de una
hondura poco frecuentes en la literatura española.
Tiene algo,
mucho, de novela intelectual. El autor se encuentra en Burdeos con Nicole, otra
admiradora de Montaigne; a ella le envía sus reflexiones y de ella recibe
cartas minuciosas en las que comparte sus perplejidades intelectuales. Es
también ella quien le cuenta la historia de Gustave, el bebé adoptado cuando su
madre no pudo llevárselo al huir de la persecución nazi, que nos recuerda las
novelas de Patrick Modiano sobre el París de la ocupación.
Tiene
también Mi vecino Montaigne mucho de autobiografía. Recuerdos borrosos y
dolorosos de la primera infancia: “Me veo a primera hora de la noche saliendo
de mi casa en Marbella, una casa pobre y muy pequeña, en una planta baja.
Salíamos a paso muy rápido, con mi madre en medio de mi hermana y yo, y nos
llevaba furiosa, cogidos de la mano. Sé que nos íbamos de casa, que estábamos
huyendo, y que subíamos una pequeña cuesta de la calle perpendicular a la
nuestra”. Hay un kafkiano ajuste de cuentas con el padre, una evocación de las
primeras lecturas, historias de familia, apuntes casi diarísticos sobre su vida
actual, reflexiones sobre el camino que hace cada día desde su casa al trabajo.
Pero hay
más cosas entreveradas con el viaje al castillo de Montaigne y las observaciones
sobre su vida y su obra. Hay, por ejemplo, retratos de otros escritores, como
el que dedica a Rafael Sánchez Ferlosio, o lúcidos comentarios sobre obras
literarias y artísticas. Destaca entre ellos el que dedica a una obra
fotográfica de Nicholas Nixon, Las hermanas Brown, que da pie a una
indagación en el enigma del tiempo:
El capítulo
más original del libro, también quizá el más difícil de seguir para algunos
lectores, es el 23, que algo tiene de recreación actual de los diálogos
platónicos. En un sugerente escenario, con detalles a la vez oníricos y
minuciosamente realistas, se reúnen los más destacados especialistas de la
neurociencia y la filosofía del conocimiento. No es frecuente que un escritor
esté tan al corriente de las novedades que la ciencia contemporánea ha aportado
a nuestra visión del mundo. Como a Antonio Machado, un autor al que se cita a
menudo, aunque más como pensador que como poeta, a Juan Malpartida le preocupan
las cuestiones metafísicas, el rubeniano “no saber a dónde vamos ni de dónde
venimos”, y trata de responderlas –aunque sean preguntas sin respuesta-- con
los aportes de la ciencia contemporánea.
Otro de los
capítulos es igualmente un diálogo, en este caso entre Miguel y Michel, entre
Cervantes y Montaigne. Podía Malpartida haber escrito un ensayo sobre las semejanzas y
las diferencia entre esos dos escritores, pero prefiere hacérnoslas ver en una
conversación entre ambos en la torre en que el autor de los Ensayos gustaba
de encerrarse con sus libros. “En algo nos parecemos todos los hombre a este
Quijote tuyo –concluye Montaigne--, y es en ser seres andantes, en buscar sin
mucho sentido, contentos o tristes ante lo que encontramos. Todo es mudanza en
mí, según el día, la hora, la circunstancia. No solo me muda el viento según su
dirección, sino que además me mudo y trastorno yo mismo”.
Autobiografía,
filosofía e historia hay en este libro. Espléndidas resultan las páginas que
dedica a la Noche de San Bartolomé y a las luchas de religión en el siglo XVI.
Montaigne parece no denunciar suficientemente las ignominias de su tiempo;
Malpartida sí arremete contra los excesos del nacionalismo contemporáneo.
En Mi
vecino Montaigne la imaginación del creador literario se pone al servicio
del historiador y del pensador. El resultado es una obra ambiciosa, nada
convencional, exigente intelectualmente, que nunca pierde el rumbo en su ir y
venir divagatorio, que si a ratos pone a prueba la paciencia del lector siempre
resulta enriquecedora, no importa que no compartamos del todo alguna de sus
afirmaciones.
Una escueta
bibliografía final enumera los trabajos fundamentales sobre Montaigne que han
sido tenidos en cuenta. Echamos de menos una bibliografía orientativa sobre los
estudios que sirven de base al coloquio del capítulo 23, todo un “tour de
force” que pocos escritores españoles se habrían atrevido a emprender y menos serían
capaces de llevarlo a buen fin.
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