jueves, 29 de julio de 2021

Elogio de la no ficción

 

A pájaros
Pablo Antón Marín Estrada
Impronta. Gijón, 2021.
 

Todavía hay quien confunde la literatura con la ficción, pero tan literatura es –o puede ser-- la columna periodística como el poema, la crónica como el cuento. ¿No hay distinción entonces entre periodismo y literatura? La hay y no la hay. Las publicaciones periódicas –diarios, semanarios-- son un contenedor de textos breves o seriados y en ellas caben, desde sus orígenes, tanto la información noticiosa como la novela por entregas. Y lo que vale para el papel vale igualmente para los medios digitales: en un tuit cabe una noticia o un poema: “Unos ojos negros vi. / Desde entonces en el mundo / todo es negro para mí”.

            Vienen estas obviedades a proposito del conjunto de prosas dispersas que Pablo Antón Marín Estrada ha publicado con el título de A pájaros. Marín Estrada pertenece a la estirpe de escritores españoles bilingües que, aunque cultivan todos los géneros, han hecho del periodismo el cotidiano hogar de su escritura. Sus maestros son Josep Pla y Álvaro Cunqueiro, sus coetáneos más próximos el gallego Manuel Rivas o el vasco Bernardo Atxaga, por no mencionar al asturiano Xuan Bello, con quien tanto tiene en común.

            La primera sección del volumen se titula “Andanzas”, como homenaje al Unamuno de Andanzas y visiones españoles. También Marín Estrada circunscribe su deambular a tierras españolas y portuguesas. No viaja más lejos, sino más hondo, y muestra su preferencia por los paisajes interiores, por las tierras dejadas de la mano de Dios.

            Son crónicas llenas de saber etnográfico escritas con la sensibilidad de un poeta. “Dicen que hay dos sonidos en el monte que, aunque se hayan escuchado una sola vez, nunca se olvidan: el aullido del lobo y la berrea”, comienza una de ellas. Con Marín Estrada asistimos a una berrea –esos “cánticos de afirmación sobre la tierra de los vivos, aunque también podrían ser lamentos de agonía”-- y a la gran nevada sobre las cumbres cuando en la oscuridad relumbran los ojos de los lobos, nos embarcamos para la costera del bonito o para avistar aves marinas de paso hacia sus cuarteles de invierno. “Vistos de cerca con los prismáticos, son realmente hermosos estos infatigables corredores de los mares”, nos dice de los alcatraces. Y muy de cerca los vemos en la prosa precisa de Marín Estrada: “La maniobra de inmersión es perfecta: pliegan las alas como un paraguas, estiran las patas hacia atrás y con todo el cuerpo en forma de flecha rompen el mar sumergiéndose por completo para volver a aparecer unos segundos después con el bocado ya engullido”.

            De vaqueiros, de alfareros, de un ingeniero que llegó a caballo a Grandas de Salime para crear una central eléctrica que acabó siendo, gracias a su hijo y a su nieto, un prodigioso monumento, y de un poeta que pasó por Castropol, el distante Cernuda, nos hablan otras crónicas, de desigual extensión, pero todas en algún aspecto memorables.

            La sección siguiente, “Almas”, da voz a los sin voz, nos presenta con su propias palabras a los últimos vecinos de pueblos perdidos. “Heridas” nos habla de las que todavía sangran en la historia de España, como las fosas comunes, y de otras olvidadas, como la de los más de mil niños asturianos que en septiembre de 1937 partieron del puerto gijonés del Musel hacia Rusia. El alma se serena en la sección de “Espectáculos”, donde alternan las fiestas tradicionales con Bob Dylan o el circense más difícil todavía del Hombre Bala.

            “Bastidores” nos presenta a un puñado de creadores en su lugar de trabajo. Los pintores y los escultores, Miguel Galano o Herminio, tienen su taller, pero el taller del poeta, Javier Almuzara, es una cafetería. Marín Estrada sabe contar y sabe escuchar, las dos cualidades básicas del periodista. De Javier Almuzara recoge algunos dichos memorables: “Para que el poema me toque el corazón tiene que apuntar a la cabeza. Si no sabe pensar, no tiene nada que decirme, y si no sabe bailar no me va a atraer. Un poema es una pareja con la que se puede bailar y conversar”.

            A pájaros es un libro lleno de paisajes y de gente, un libro al que escuchar y con el que conversar, es literatura, espléndida literatura sin ficción, una antología del mejor periodismo.

viernes, 23 de julio de 2021

Texto y pretexto

 

Correos a los editores
Julio César Galán
RIL Editores. Barcelona, 2021.
 

¿Por qué el arte de vanguardia –pintura, escultura y todas sus metamorfosis presenciales y virtuales-- ha logrado vencer el rechazo inicial del público y hoy arrincona en museos y subastas al arte tradicional, mientras que no ocurre lo mismo con la música o la literatura? ¿Por qué la música culta que se escucha en los conciertos es la compuesta hace por lo menos un siglo? ¿Por qué las novelas que se leen mayoritariamente siguen contándonos una historia o múltiples historias entrelazadas? ¿Por qué los poetas que tratan de destruir el lenguaje, que buscan el sinsentido, que rechazan la emoción no pasan de curiosas excepciones, sin lectores, aunque muy valoradas por ciertos estudiosos?

            La pintura y la escultura son objetos que se pueden comprar y vender, piezas de coleccionista que pueden alcanzar un precio elevado –y muy elevado-- sin contar con el aprecio del público, que puede seguir burlándose de ellos, declarar que no los entiende, y asombrarse de su cotización. Pero las colas estarán aseguradas en una exposición –aunque no contenga más que birrias o bromas, a juicio de la gente común-- si cada una de sus piezas alcanza cifras de venta que superan el medio millón de euros.

            Nadie, sin embargo, es capaz de escuchar durante una hora una pieza musical que le desagrada desde los primeros compases. O la soporta una vez en un concierto, que es un acto social, pero jamás volverá a escucharla por su cuenta en casa, como hace con Mozart o Bach.

            Una novela que no cuente nada, que carezca de personajes, que rompa con la gramática en cada frase, podrá ser muy alabada por determinados teóricos de la ciencia literaria dispersos por los departamentos universitarios, pero jamás será leída por nadie de principio a fin, quizá ni siquiera por esos estudiosos.

            Vienen estas precisiones a cuenta de la obra de Julio César Galán, un poeta que acaba de publicar una antología, Con permiso del olvido (Pre-Textos) y un libro en el que defiende su concepción de la poesía, Correos a los editores.

            Por lo general, los escritores que van contra el gusto común y cuyos libros se venden poco, suelen tener dificultades para publicar. No es el caso de Julio César Galán, autor de incontables títulos de poesía y de teoría poética firmados con su propio nombre o con el de algunos de su varios heterónimos. Y no es el único caso. Los libros que se desentienden del lector cuentan con el apoyo de las administraciones públicas. Los mecenas de Correos a los editores son el Fondo Europeo de Desarrollo Regional y la Junta de Extremadura. A los editores les importa poco vender o no vender ejemplares de esta clase de libros y por eso una obra tan peculiar como Correos a los editores no lleva ningún paratexto que invite a su lectura y nos proporcione algunas claves.

            Estas cartas con los editores (no se indican sus nombres) son reales y triviales, carecen del interés del reciente epistolario de Jorge Herralde que ha publicado Jordi Gracia. A las cartas se les añaden como adjuntos diversos ensayos en los que Julio César Galán expone su novedosa manera de entender la poesía –“Poesía especular”, “Poesía non finito” la califica en el subtítulo--, analiza su obra, se defiende de ciertos ataques, reproduce poemas propios.

            Veamos cómo define su “poesía non finito” como muestra del estilo en que está escrita gran parte de este libro: “El nexo de la intrahistoria textual, del desgarre de miembros. Del nosotros emanamos. Conozcamos los estadios del propio retorno poético, pues hay que cuidar la raíz de cada existencia. Sístole y diástole del tiempo en medio de hacerse otro”. Más adelante aclara que la historia de la gestación de una obra puede ser más interesante que la obra misma. Puede, pero no en todos los casos. Si no nos interesa la obra –caso de tantos libros de poemas con su premiecillo o subvención correspondiente--, mal puede interesarnos la historia de su gestación o las divagaciones del autor sobre ella.

            A partir de Inclinación al envés, de 2014, los poemas de Julio César Galán aparecen con versos tachados, espacios en blanco, notas a pie de página, finales alternativos. Para explicar su “genética textual”, ha elaborado toda una serie de recursos tipográficos: los “Antetextos” y la “Prelectura” van sin puntuación; las “Lecturas conjeturadas”, con barras dobles; los “Pasajes dudosos”, con todas las palabras juntas; los “Subtextos”, con diferentes tipografías; los “Palimpsestos” como palabras espejo; los “Bocetos” y los “Esbozos” aparecen tachados, etc, etc. Incluso publica una “Oda al blanco casi” en la que no hay ningún verso, pero sí los números que indican las notas a esos versos invisibles y a pie de pagina las notas. La número 10 dice así: “La llanura cobra otro significado: trabajo, por lo tanto, la claridad en el ahora”. Y la 12: “Espacio en blanco dejado por el autor. Ese espacio refleja que cada palabra refleja a otras, todas se contemplan y se leen”.

            En Pálido fuego, de Nabokov, las notas a un poema constituyen una fascinante novela. Aquí las notas a un poema en blanco no constituyen un poema ni tienen mayor interés la abundancia de detalles sobre la génesis de poemas que interesan más bien poco.

            Nada tiene que ver una obra literaria con más o menos curiosos ejercicios de taller o con pintorescas audacias, como preferir al poema acabado los diversos borradores. El poeta es libre de hacer lo que quiera y de tratar de razonarlo teóricamente, pero a los lectores hay que seducirlos de uno y uno y para ello lo primero es conseguir que abran nuestro libro. Correos a los editores lo abrirán pocos, quizá solo algún lector omnívoro, curioso de ver en qué se emplean los fondos europeos para el desarrollo regional.

Correos a los editores ejemplifica cómo una sucesión de errores conceptuales puede convertir en una figura pintoresca a un poeta que no dejaba de tener interés en sus primeros libros, antes de que se decidiera a aventurarse “por mares nunca antes navegados”. El que en ningún restaurante, que yo sepa, nos ofrezcan sardinas con chocolate no significa que la originalidad de hacerlo sea un gran mérito.

domingo, 11 de julio de 2021

Divagaciones apasionadas

 

El saber biográfico. Reflexiones de taller
Anna Caballé
Ediciones Nobel. Oviedo, 2021.

Lo que el lector esperara encontrar en un libro titulado El saber biográfico y firmado por Anna Caballé no es exactamente lo que encuentra. A la autora, responsable de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona, se la considera una de las más destacadas especialistas en el tema; a ella se deben algunas notables biografías, como las dedicadas a Francisco Umbral o Carmen Laforet, y desde hace años es la crítica de referencia en esa materia en uno de los principales suplementos culturales.

            La nota inicial contrapone esta obra a su primera investigación biográfica: “Allí tenía la obligación de trabajar con el rigor exigible a una tesis doctoral; ahora, sin embargo, tan cerca de la jubilación, evito imponerme tantas obligaciones porque de hacerlo tendría que fijar las fronteras muy lejos, demasiado lejos tal vez”.

            El rigor de una tesis no es, ciertamente, el mismo que el de un ensayo, pero eso no quiere decir que en este valga cualquier cosa. Doy tres ejemplos demostrativos de la ligereza y a bote pronto con que parece escrito El saber biográfico, como si de una columna periodística –no de una crónica, que requiere mayor control de las fuentes empleadas-- se tratase. A propósito del franquismo escribe: “Épocas enteras dejaron de estudiarse (pienso en los siglos XVIII y XIX) por considerarlas irreligiosas y por ello responsables de la destrucción de la identidad española. Que una figura de la altura moral e intelectual de Jovellanos permaneciera oscurecida tantos años cuando tal vez sea el mejor exponente de la tradición liberal que habita en suelo español da idea del expolio intelectual que sufrieron varias generaciones”. Retórica mitinera que se viene abajo si se tiene en cuenta que, ya en 1940, Melchor Fernández Almagro publicó una antología de los escritos de Jovellanos en una colección titulada “Breviarios del pensamiento español”, de la que formaban parte, entre otros, Séneca, Donoso Cortés, Vázquez de Mella y José Antonio Primo de Rivera.

            Otro ejemplo. Chaves Nogales sería “una figura desconocida hasta tiempos recientes, cuando Libros del Asteroide se decidió a publicar la biografía de un bailarín flamenco, Juan Martínez, en 2007, marcando, sin proponérselo, un punto de inflexión en la recuperación de un personaje olvidado y extraordinariamente atractivo”. Pero para esas fechas ya se habían publicado las obras completas de Chaves Nogales y se habían reimpreso de manera independiente muchos de sus títulos. Fue la insistencia de Andrés Trapiello, desde la primera edición de Las armas y las letras en la importancia del prólogo a A sangre y fuego lo que más decisivamente contribuyó a recuperar la figura de Chaves Nogales, cuyo Juan Belmonte matador de toros, por cierto, nunca dejó de reeditarse. Anna Caballé no cita, ni en el texto ni en nota, el título completo del libro al que se refiere, El maestro Juan Martínez que estaba allí, que no es, ni mucho menos, la biografía de un bailarín flamenco, sino el impactante relato de las peripecias de una compañía de baile flamenco en la Rusia revolucionaria y en guerra civil.

            No siempre utiliza las notas Anna Caballé para referenciar sus citas. A veces le sirven para unos peculiares desahogos. Hablando de Antonio Marichalar nos dice que “acabó desgarrado entre su formación clasicista, su participación en las nuevas estéticas vanguardistas (considerarlo vanguardista me parece una exageración solo disponible para Rafael Conte) y su refugio en la revista Escorial”. En nota se nos añade: “Del ditirámbico y absurdo artículo que Rafael Conte dedica a Marichalar (Babelia, ‘El gran crítico de las vanguardias’, 8/3/2003) suscribo una frase: ‘Vivió en la Puerta de Alcalá’. Rigurosamente cierto”. Curioso sentido del humor y llamativo ajuste de cuentas con un artículo, al menos en su título, rigurosamente exacto: Antonio Marichalar fue el gran crítico de las vanguardias y ahí está su libro Mentira desnuda para demostrarlo.

            El saber biográfico lleva el subtitulo de “Reflexiones de taller”, pero contiene pocas reflexiones de taller. Alternan las divagaciones sobre los fundamentos filosóficos de la biografía –Hussler, Dilthey, Ortega-- con sorprendentes minucias como el olvido de unos documentos en un supermercado o la descalificación de autores y títulos sin demasiada argumentación (como la biografía que Emilia Cortés ha dedicado a Zenobia Camprubí  “por exceso de documentación”).

            De exceso de documentación no se le puede acusar a este libro. Lleva a cabo una especie de juicio sumarísimo contra “la biografía de ámbito hispánico, ausente en los debates teóricos y refugiada in illo tempore en el estrecho molde cognitivo que ha proporcionado la erudición”, ya que los biógrafos españoles parecen estar siempre “más preocupados por el escrutinio histórico-filológico de los documentos y las fuentes, por contestar a este o a aquel colega, por exhibir tal o cual documento inédito, que por dar respuesta a lo que debe ser la prioridad del género, iluminar una vida humana a la luz del conocimiento que pueda obtenerse de ella en función de la información disponible” (la diatriba continúa durante varias líneas).  Cuando buscamos alguna precisión a esas descalificaciones en la nota con que termina el párrafo, nos encontramos con lo siguiente: “Los ejemplos de este modo de proceder en el pasado son muy abundantes. Evito dar referencias”.

            Yo doy algunas que no parecen avalar en exceso el crédito intelectual de que goza Anna Caballé. Afirma que, a finales del siglo I d. C. (después de Horacio, Virgilio y casi todos los grandes nombres de la literatura latina), “el centro intelectual tal vez no era todavía Roma sino Rodas”. Pone al mismo nivel –sin distinguir entre ficción y no ficción—“la historia de Lázaro de Tormes y El libro de la vida de Santa Teresa”. En nota nos aclara “las difíciles circunstancias que le tocó vivir” a Manuel José Quintana, Al parecer, encomendó el cuidado de su mujer a su íntimo amigo Toribio Núñez, pero este se lanzaría a “tan pública y escandalosa amistad con su recomendada que Quintana no quiso jamás reconciliarse con ella”. No le basta con esto y Ana Caballé continúa aclarándonos que “la historia es muy triste pues María Antonia Florencia, desacreditada, llegó a presentarse en casa de su marido y cohabitaron un tiempo durante el cual no logró que su marido le hablase, ni aún la mirara, viniendo a morir oscura y despechada”.

            La reivindicación feminista no falta en el libro y se manifiesta de la más pintoresca manera, ya desde la cita inicial de Maurois: “Para mí, que tengo al hombre [sic] por sujeto y creador al tiempo que por objeto sometido a las leyes, la biografía es una de las formas esenciales de las leyes”. Cada vez que en una cita aparece el término “hombre” referido al ser humano en general, Anna Caballé coloca un acusador “sic”. Ella discrepa de la “arraigada noción de que la palabra hombre alude a un sujeto universal que incluye a hombres y mujeres”. Rotundamente afirma que “nunca fue así”. Pero lo cierto es que siempre fue así y sigue siendo así en muchos casos, aunque cada vez resulte un uso más discutido. La propia Anna Caballé ha publicado su biografía de Concepción Arenal (y antes Isabel Burdiel la de Emilia Pardo Bazán) en una colección que lleva el título de “Españoles eminentes”.

jueves, 8 de julio de 2021

El poema de una vida

 

 

La Fuente del Encanto
Poemas de una vida (1980-2021)
Andrés Trapiello
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2021.

Ningún escritor es de una pieza y menos que ninguno Andrés Trapiello. Como su admirado Unamuno, seduce tanto como irrita, y a veces a los mismos lectores. En La Fuente del Encanto, autobiografía y antología, hay algunas de las páginas más hermosamente conmovedoras de la literatura reciente y un puñado de poemas memorables con esa originalidad y esa verdad inconfundibles que solo brotan de las aguas vivas de la tradición.

            Escrito el libro casi como un impromptu, como una improvisación (madurada, sin embargo, durante más de cuarenta años), al lector no le importan demasiado ciertos lapsus fácilmente corregibles ni tampoco los habituales caprichos tipográficos en abreviaturas nombres propios, a los que uno se acaba acostumbrando. Son como esos pequeños lunares que le dan gracia a un rostro.

            Hay otros reparos más importantes, a los que volveré luego. Pero antes quiero destacar las páginas en las que el autor recrea su infancia, una infancia de otro siglo –en sentido literal y figurado-- y una infancia al margen del tiempo, como lo son todas las infancias. Costumbrismo y magia hay en esas páginas, que desde ya forman parte de la gran literatura, muy azorinianamente espolvoreadas de palabras perdidas, pero que aún perduran en la memoria de unos pocos y en los libros viejos. Andrés Trapiello –como hacía Azorín-- las rescata y brillan como joyas en esta prosa que huye de cualquier énfasis retórico.

            Otro núcleo del libro –su reescritura de Las confesiones de un pequeño filósofo, AMDG o El jardín de los frailes-- está dedicada a la educación en diversos colegios religiosos. Andrés Trapiello escribe con humor y sin acritud. No idealiza aquellos tiempos, pero se muestra agradecido a unos maestros a los que debe el fundamento de su formación intelectual y, aunque resulte sorprendente, algunas devociones literarias, como la de Unamuno, que le han acompañado durante toda la vida.

            La poesía de la modernidad, que nace con Baudelaire, es fundamentalmente urbana, según se acostumbra a repetir. En tal caso, Andrés Trapiello sería radicalmente antimoderno. Pocos escritores con tanto sentido de la naturaleza. La infancia en una aldea leonesa enlaza con los años de madurez vividos en gran parte en un rincón extremeño, Las Viñas, en el que firma muchas de sus mejores páginas y que tan bien conocen los lectores de sus diarios. El canto de los pájaros, la noche estrellada, el sucederse de las estaciones, el frescor de una fuente, las labores del jardín y del huerto, las horas solitarias con la luna por toda compañía, son tópicos que enlazan a Trapiello con Fray Luis y con el romanticismo inglés, con el locus amoenus renacentista y con Leopardi, pero sin por ello convertirle en un autor arcaizante. Su vuelta a la naturaleza resulta más novedosa y tentadora que tantas apolilladas modernidades.

            Andrés Trapiello no fue un poeta precoz. Su primer libro, Junto al agua, de 1980, no era todavía poesía, sino desvaída literatura. El gran salto lo dio con Acaso una verdad, de 1993. Solo a partir de entonces es uno de los nombres imprescindibles de la poesía española, y uno de los más originales, a pesar de que insista tanto en su rechazo de la originalidad. Como prosista, fue mucho más precoz y enseguida nos dio artículos magistrales y los felices remansos, auténticos poemas en prosa, de un elefantiásico diario que no escasea en aguas turbulentas.

            Poemas en prosa, en el buen sentido de la palabra (que lo tiene malo, y muy malo), son bastantes pasajes de La Fuente del Encanto, un título que, contra lo que pudieran pensar algunos, no es un homenaje a Villaespesa; procede del nombre de una fuente real, que cumple su función en el libro. Hay momentos en que el autor evoca las situaciones que dieron lugar a uno de sus poemas experienciales y esa prosa llega a opacar el verso. Véase, por ejemplo, el poema “Tiempo del aire” (página 113) y las líneas que lo preceden.

            El libro ganaría dejando para otro volumen ciertas consideraciones sociopolíticas del autor, bien aireadas por la prensa, en las que no voy a entrar ahora. “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, escribió Hölderlin. Andrés Trapiello es un dios cuando se deja llevar por el entusiasmo poético o por el fervor de la acrítica admiración –casi culto de latría-- hacia autores como Juan Ramón Jiménez o Chaves Nogales, y un mendigo cuando pretende hacer historia de la literatura o dar lecciones de historia. Habría que discutir punto por punto sus afirmaciones y no es este el lugar adecuado. Me limitaré a un ejemplo. Saca pecho una vez más, lo hace a menudo, con que gracias a él y a Juan Manuel Bonet, ciertos autores que habían sido arrumbados en la posguerra, por no ser de izquierdas, volvieron a las librerías y a los manuales. El autor que está más orgulloso de haber rescatado es, por supuesto, Juan Ramón Jiménez. “Un poeta catalán muy influyente”, Jaime Gil de Biedma, había dicho que era “un señorito de casino de pueblo” y, “por esas mismas fechas”, un crítico importante “lo excluyó de sus antologías como si lo hubiera llevado a darle un paseo”. Y es entonces cuando llegaría Andrés Trapillo, nuevo San Jorge, a rescatarle de las garras del doctrinarismo izquierdista. Pero el cuentecillo heroico no se sostiene. El artículo de Gil de Biedma era una deliberada provocación que se publicó en 1981, en un número de homenaje al poeta de la revista Camp de l’Arpa. Ese mismo año del centenario se publicaron incontables homenajes, cientos de artículos elogiosos, y una reedición de cada uno de sus libros, prologados por los mejores críticos y poetas del momento. Y la famosa antología de Castellet que lo excluyó (pero incluyó a García Nieto, por ejemplo) es de 1960 (reeditada en el 65) y si tuvo eco no se debió al acierto de inclusiones y exclusiones, sino por lo que el prólogo tenía de manifiesto generacional. Gil de Biedma quiso poner algunos reparos al unánime ditirambo y fue acremente combatido por ello. Entre esos infinitos homenajes a Juan Ramón Jiménez –pueden verse enumerados en la bibliografía de Antonio Campoamor-- hubo uno, el de la revista Poesía, que Trapiello considera, muy injustamente,  snob y mejor por fuera que por dentro, de forma que de fondo. Pero el fondo –una antología de textos juanramonianos, bastantes de ellos poco conocidos, una tabla cronológica, un disco con la voz del poeta, un álbum con los recortes que él iba guardando, docenas y docenas de ilustraciones, muchas de ellas inéditas-- no desmerece en nada a la forma. ¿Y qué decir de la alusión a Gil de Biedma, una de sus obsesiones, como “un poeta pederasta que alardeó con cinismo de sus conquistas”, cuando de todos es sabido que solo póstumamente se atrevió a declarar su condición homosexual y a confesar –nunca mejor dicho-- un episodio de juventud del que no se sentía precisamente orgulloso?

            Andrés Trapiello tiene muchas virtudes –es uno de los grandes de la literatura española y La Fuente del Encanto lo demuestra sobradamente--, pero, lastrado por la ideología, no parece poseer ni la falta de prejuicios ni la obsesión por el dato exacto ni la capacidad de integrarlo en un contexto que caracterizan al estudioso.


 

jueves, 1 de julio de 2021

Tres Azañas tres

 

Obra literaria
El jardín de los frailes. La corona. La velada en Benicarló
Manuel Azaña
Edición de José-Carlos Mainer
Renacimiento. Sevilla, 2021.

El título de Obra literaria para reunir tres obras muy disímiles de Manuel Azaña –El jardín de los frailes, La corona, La vela de Benicarló-- resulta, cuando menos equívoco. ¿No son literarios los ensayos de Plumas y palabras o de La invención del Quijote? ¿No lo son sus póstumas Memorias política y de guerra?

            Es un error común confundir literatura con ficción, aunque poca ficción haya en El jardín de los frailes o en La velada en Benicarló. Literatura es también –en el mejor sentido de la palabra-- el prólogo que José-Carlos Mainer pone a esta edición (solo por él valdría la pena hacerse con ella, aunque ya tengamos los tres títulos en otras ediciones). Mainer es un ejemplo, y uno de los mejores ejemplos, de que la erudición académica no está reñida con la inteligencia ni con el rigor del estilo. Sus estudios sobre los autores mayores y menores de la llamada edad de Plata (término que él popularizó) continúan los de la gran tradición filológica española –la de Pedro Salinas o Dámaso Alonso-- y le convierten, aunque no haya escrito nunca ficción (que yo sepa), en uno de los escritores imprescindibles de su generación, que es la de los novísimos.

            A Manuel Azaña se le simplifica si se piensa en él como un escritor metido a político o como un político con veleidades de escritor. Forma parte de la historia de la literatura y de la historia a secas. Como político, alcanzó la cima de un modo fulminante y lo precipitaron al abismo de la misma súbita manera; como escritor, se le tuvo en vida, o le tuvieron muchos, por un resentido segundón.

            Se estrenó con El jardín de los frailes, un libro quizá algo deliberadamente antipático, una “novela de formación” que tiene poco de novela  y que en ningún momento condesciende con el sentimentalismo. Mainer relaciona esta obra con AMDG, la novela que Pérez de Ayala dedica a su formación en un colegio de jesuitas. La intención puede ser similar, pero el resultado es muy disímil. Cuesta al lector actual, y quizá también al lector de su tiempo, romper el caparazón de su estilo, deliberadamente rebuscado y arcaizante. No es la mejor puerta de entrada en la literatura de Manuel Azaña. Preferible dejarla para el final, cuando ya estamos seducidos por el personaje.

            La corona, drama en tres actos, tuvo un escandaloso estreno en abril de 1932, cuando se cumplía un año de las elecciones que trajeron la República y su autor presidía el Gobierno. Se le acusó de aprovecharse de su situación. Solo existía el precedente de Martínez de la Rosa, también encargado del gobierno cuando estrenó La conjuración de Venecia.

El teatro es el género literario que peor resiste el paso del tiempo. Si exceptuamos a Valle-Inclán (que juega en otra división), no desmerece La corona puesta en comparación con la obras de los más prestigiosos dramaturgos de los años veinte, sin excluir al autor de Los intereses creados. Pero al lector actual le cuesta entrar en ella, huele un poco a naftalina, aunque gane a medida que el conflicto amoroso va dejando paso al conflicto político, al enfrentamiento entre idealismo y pragmatismo.

            La pieza mayor de esta recopilación, una de las grandes obras de la literatura española, es La velada en Benicarló. Tras el preciso prólogo de Mainer, conviene comenzar la lectura por ella. Tiene forma teatral, pero desborda con creces los límites de una obra de teatro. Es ensayo dramatizado, como los diálogos platónicos, es autobiografía intelectual, es lúcida inteligencia y desgarro del corazón.

            Escrita en 1937, publicada en 1939, constituye el análisis más penetrante de la guerra civil, que no fue solo la de un bando contra otro, el de los sublevados contra la legalidad republicana, sino también la de las diversas banderías que se disputaban su pequeña parcela de poder en la zona leal.

            La riqueza de La velada en Benicarló es inagotable. No solo contiene la más valiente denuncia de los crímenes cometidos en la zona republicana, contra los que se mostraba impotente el propio presidente de la República, sino que va más allá y es el propio ser y existir de los españoles y la entera condición humana lo que es puesto en juego.

            Como en el teatro de Shakespeare (recordemos el análisis que Pérez de Ayala hace de Otelo en Troteras y danzaderas), todas las razones que se contraponen tienen su parte de razón, no hay maniqueísmo alguno, aunque el autor exprese sobre todo la complejidad de su pensamiento en las a ratos opuestas y siempre complementarias intervenciones de Garcés, exministro, y Eliseo Morales, escritor.

            Pocos personajes tan vilipendiados como Manuel Azaña, pocos con tantas aristas y tanta inteligencia. Su vida es parte de su obra y José-Carlos Mainer la sintetiza de manera ejemplar.