jueves, 25 de agosto de 2022

Lección de historia

 

 

El arte de la entrevista
Alfonso Armada
Turner. Madrid, 2022.

La crónica y la entrevista son los dos géneros fundamentales del periodismo. Tienen un pie en la actualidad, pero solo uno; con el otro aspiran a la perennidad de la literatura y por eso a menudo se recogen en libro. Es lo que hace Alfonso Armada con las que realizó para el suplemento cultural de un diario entre 2000 y 2017 (hay dos excepciones de finales del siglo anterior). Las preceden unos “Apuntes para un decálogo” que, en cierto modo, justifican el título un tanto pretencioso del volumen: El arte de la entrevista. No parece muy atinado el último punto. Ni se debe empezar con una banalidad del tipo “el reportero ¿nace o se hace?”, como en la entrevista al autor que figura de epilogo, ni terminar preguntando quién es Steven Spielberg (o Eduardo Lourenço o cualquier otro de los entrevistados). La mayor parte no sabe qué decir, algunos tratan de ser ingeniosos, Spielberg responde con una obviedad: “Es su trabajo descubrirlo, acaso a partir de claves que aparecen en muchas de las películas que he filmado”.

            Lo primero que sorprende en estas entrevistas es que, aunque se realizaran hace pocos años, parecen pertenecer ya a otro tiempo histórico, y no solo porque varios de los entrevistados (casi todos de cierta edad) hayan muerto. Basta ver lo que dice David Bowie sobre la difusión de la música —ni se imagina algo tan usual como Spotify— o los generalizados recelos ante Internet. “En Internet siempre encuentras quince opiniones diferentes al mismo tiempo, y un periódico siempre tiene un movimiento, una dirección. Aunque no esté de acuerdo con alguien, siempre me gusta saber con quién estoy hablando. Confío en que los periódicos nos sigan acompañando, permanezcan a nuestro lado, y también las revistas”, afirma Adam Zagajewski. Confunde —sigue siendo habitual— continente con contenido. Un periódico digital sigue siendo un diario y tiene una dirección y nos permite saber quién nos está hablando. “Usted nació en un lugar que ahora forma parte de Ucrania. ¿Cómo de amargas son para usted las noticias de guerra que vienen de estas tierras?”, le pregunta Alfonso Armada. Se trata de una pregunta esperable, pero deja de serlo cuando miramos la fecha de la entrevista: 2015. ¿Una pregunta profética? No, simplemente pone en evidencia la burda manipulación de la historia a que estamos sometidos. En 2022, contra lo que nos quieren hacer creer, no comenzó la guerra de Ucrania, sino una fase distinta de un conflicto muy anterior.

            Son de muy distinto estilo, y de muy diverso interés, las entrevistas que Alfonso Armada reúne en este libro, todas ellas, con una excepción, a personajes no españoles, algunos bien conocidos, otros bastante menos. Supone la excepción Susana Martínez-Conde, una neurocirujana gallega que realiza sus investigaciones en Estados Unidos. Se trata de una de las entrevistas más extensas y por sí misma justificaría el volumen. Martínez-Conde es la autora de Los engaños de la mente, un libro de sugerente subtítulo: “Cómo los trucos de la magia desvelan el funcionamiento de nuestro cerebro”. Sabe de lo que habla y aclara cuestiones básicas en las que suelen enredarse muchos intelectuales (varios de ellos entrevistados en este libro). “Hay algún teórico, como Nicholas Carr, que asegura que se podrían estar produciendo modificaciones neurológicas por el uso de las nuevas tecnologías, Internet y las redes sociales, que la función está cambiando el cerebro. ¿Cree que hay alguna base real para esto o es un poco prematuro?”, le pregunta el entrevistador. Y ella responde, muy sensatamente, que lo mismo se dijo tras la invención de la imprenta, el teléfono o la radio. Y continúa: “De lo que tenemos que darnos cuenta es de que, aunque estas tecnologías sean nuevas, lo que estamos haciendo y hemos hecho siempre a lo largo de la historia es inventar tecnologías que se ajustan a nuestro cerebro, y no al revés. Si cogiéramos a un niño que vivía en las cuevas de Altamira, a un bebé, y lo trasplantáramos a nuestro tiempo, ese niño, cuando creciera, no tendría ningún problema para estar en Internet, y usar las redes sociales y demás. Sigue siendo básicamente el mismo cerebro”. Con lo cual el manido “nativos digitales” solo significa “nacidos cuando ya existía Internet” . Por aprender a utilizarla a edad temprana, les resulta más fácil el aprendizaje —lo mismo ocurre con los idiomas—, no por tener un cerebro ya adaptado a ella.

            Contrasta con la lucidez de Susana Martínez-Conde la banalidad de Susan Sontag, entrevistada cuando va a Sarajevo a hacer algo “moralmente decente”, representar Esperando a Godot. Le pide a todos los intelectuales que conoce que sigan su ejemplo, pero solo visitan la ciudad Juan Goytisolo y Annie Leibovitz, casualmente su pareja. La solidaridad de Susan Sontag nos trae a la memoria el expresivo título de Julián Rodríguez: Unas vacaciones en la miseria de los demás.

            A las simplezas propagandísticas de Susan Sontag, se opone la entrevista a Boban Minic, superviviente de la ciudad sitiada, que sabe que la guerra de Bosnia-Herzegovina es algo más complejo que un simple enfrentamiento entre la bestia serbia y el ángel bosnio. Ha sufrido los excesos nacionalistas, ahora vive en Girona, y el entrevistador no puede dejar de preguntarle por el independentismo catalán. La respuesta no es, sin embargo, la que se esperaba: “El pueblo tiene que decidir, y si quiere separarse tiene que hacerlo como una buena familia, como un matrimonio, porque siempre tendrán cosas en común, tendrán hijos, propiedades, lazos, amigos conjuntos. Si al final todo un pueblo no quiere seguir junto, entonces hay que hacerlo de la manera más pacífica posible”.

            No salen demasiado bien parados los viejos intelectuales en este libro. Muchos dan la impresión de ser gente de otra época que poco tiene que decir. El caso más notable es el de Harold Bloom, que se pasa media entrevista arremetiendo contra las críticas a su último libro, una de ellas “de un tal Michael Gorra, un tipo que enseña Poscolonialismo —sea lo que sea esa disciplina— en el Smith College, y que claramente la ha escrito con una buena dosis de inquina, aunque en realidad no he leído la crítica, porque alguien me advirtió que no la leyera”. Frente a la vanidosa banalidad de Bloom, que se hizo famoso no por sus investigaciones literarias, sino por la obra de divulgación posterior, la polémica del “canon occidental” y su arremetida contra los estudios culturales, sorprende gratamente la sensatez, la inteligencia y el buen sentido de nombres menos conocidos, como  Trifonia Melibea Obono.

            Algo más de exigencia a la hora de recopilar las entrevistas —algunas deberían haberse quedado en el suplemento en que aparecieron— habría beneficiado al volumen,  pero tal como está constituye un excelente muestrario de personajes y problemas de nuestro de nuestro tiempo, una lección de historia.

martes, 16 de agosto de 2022

Historia natural de los fantasmas

 

 

Indagación sobre los fantasmas
Darío Jaramillo Agudelo
Pre-Textos. Valencia, 2022.
 

Dios puede no existir, pero de lo que no hay duda es de que existe la teología ni de que es uno de los protagonistas principales de la historia de la cultura y de la literatura; del mismo modo, los fantasmas pueden no existir, pero existen las historias de fantasmas y los miles de testigos que, en todas las épocas, afirman su existencia.

            Darío Jaramillo Agudelo comienza su Indagación sobre los fantasmas, un libro que es, simultáneamente, un tratado erudito, una antología y una amena conversación, afirmando que carece de cualquier experiencia “directa o indirecta con fantasmas. Nunca se me ha aparecido ninguno. Nunca”.

            Pero son muchos los que han tenido trato con ellos y apenas hay escritor que no haya hablado de esos peculiares seres que se mueven en las fronteras de la inexistencia. El recorrido histórico comienza por Grecia y Roma, sigue con el cristianismo, llega hasta nuestros días, dedicando un amplio excurso, como no podía ser de otra manera, a las culturas china y japonesa, expertas en difuntos y otras fantasmagorías.

            La erudición, no exenta de eutrapelia (“¿Cómo distinguir entre fantasmas y demonios?” se titula uno de los capítulos), va punteada de abundantes citas, a veces breves textos completos que podrían editarse aparte en un volumen que competiría en interés con la borgiana Antología de literatura fantástica o con su Libro del cielo y del infierno.

            A los fantasmas en la filosofía se dedica la segunda parte. Los protagonistas son Kant y Schopenhauer, pero hay un secundario que acapara la atención del lector: Swedenborg, cuyo peculiar comercio con los espíritus se nos cuenta a través de las palabras de Kant y Borges. Hablando de Schopenhauer, escribe Darío Jaramillo: “En este momento, vale la pena interrumpir el hilo durante un párrafo para mostrar con un hermoso cuento de José Mateos esa mezcla de futuro y pasado que viven los fantasmas, con indiferencia más que con autocompasión”. Abundan estas interrupciones de la secuencia erudita y más de una vez las protagoniza un relato de José Mateos, un poeta al que Darío Jaramillo acaba convirtiendo casi en un clásico de las historias de fantasmas. Pero hay muchos más autores poco conocidos, bastantes de ellos latinoamericanos, de los que se incluyen relatos en este libro, completos en ocasiones, si lo permite su extensión, y vueltos a contar de sugerente manera, callando el final, en otros casos.

            “Los fantasmas y la ciencia” se titula la sección siguiente. Las fuentes de Darío Jaramillo son muy amplias, pero sus conocimientos literarios parecen ser superiores a los científicos y por eso no duda en recurrir ampliamente a la Wikipedia, lo que no resulta demasiado censurable, porque siempre la cita y no trata de apropiarse de sus conocimientos ni de sus errores.

            Con más soltura se mueve cuando habla de las casas fantasmas y de otros tópicos habituales en el género, como el que se inicia en una de las cartas de Plinio: “alguien que está mal sepultado regresa después de su muerte a reclamar que sus restos humanos sean tratados con sujeción a los ritos” o a que se castigue al culpable de su muerte.

            Hay también falsos fantasmas y Darío Jaramillo se ocupa de algunas célebres supercherías, así como de la moda del espiritismo que tuvo su auge a finales del XIX y principios de XX y en la que incurrieron algunas de las mentes más lúcidas de entonces, como el creador de Sherlock Holmes o el poeta Fernando Pessoa..

            Nada deja en el tintero Darío Jaramillo, no tanto un erudito como un divulgador de la erudición ajena (disuena su anticuado sistema de citas, los continuos “ibíd.” y “op. cit.”), pero sabe evitar el aburrimiento con continuos rasgos de humor y anécdotas personales. Incluso se atreve a bromear más de una vez con un traumático episodio de su biografía: el atentado con bomba que le dejó —literalmente— con un pie en la tumba.

            No es este poeta y narrador colombiano, nacido en 1947, un neófito en la materia. Ha publicado una Novela con fantasma y el libro juvenil, aunque para todos los públicos, Veinte historias con fantasmas, entre las que intercala un “Breve tratado de fantasmología”. Varias de esas historias las reproduce en esta inagotable indagación y , con una de ellas, en las que el narrador se convierte en fantasma, la concluye. Yo quiero terminar esta invitación a la lectura de su peculiar tratado enciclopédico con un microrrelato: “Al otro lado del espejo, estaba yo, como siempre; pero a este lado del espejo no había nadie”.

viernes, 12 de agosto de 2022

POESÍA Y TEORÍAS

 

Manos verdaderas. Un ensayo en traducciones
Fruela Fernández
Kriller 71. Barcelona, 2022.

Se quejan los traductores, y con razón, de que su nombre no suele aparecer en la cubierta de los libros que traducen y que a menudo se olvida en las reseñas. Hay una razón que lo explica, aunque no lo justifica: el de traductor es uno de esos oficios que, cuanto mejor se hacen, menos se notan. El traductor, como el intérprete, tiende a la invisibilidad, no debe parecer que deja su marca personal —aunque la deje— en lo que hace.

            Fruela Fernández, excelente traductor, es de la opinión contraria, a juzgar por su libro Manos verdaderas. Lo subtitula “Un ensayo en traducciones”, pero en realidad se trata de una miscelánea de traducciones de diversos poetas —como las que han publicado tantos autores, de Octavio Paz a Víctor Botas, de José Emilio Pacheco a Martín López-Vega—, cada una de cuyas secciones va precedida de unas breves reflexiones sobre poesía y traducción, expuestas de una manera entre sibilina y belicosa. Poeta “entrañable y nefasto” llama a Joan Margarit —sin citar su nombre— por escribir que, al terminar de leer un libro de poemas de Paul Celan, no sabe ni lo que ha dicho ni lo que ha querido decir y ni siquiera si quería decir alguna cosa. Al hablar de la “voluntad de tradición”, afirma que no se refiere “a aquella que entienden los bobos, los de siempre escribir lo ya escrito”.

            “Solo manos verdaderas escriben poemas verdaderos” leemos en la cita de Celan de la que Fruela Fernández toma el título de su libro. Selecciona en él a poetas del siglo XX que escriben en inglés, alemán, italiano y griego, las lenguas que domina (no ha querido recurrir a traducciones indirectas), y los nombres bien conocidos, como Pound o Brecht, alternan con otros poco familiares al lector español, como Soí Kareli o Sandra Macpherson.

            Todos, a juicio del traductor, son poemas verdaderos y el libro surgió de su necesidad de entenderlos, de confrontarlos con su escritura “para conocer mejor la clave de su verdad: a veces era un ambiente, a veces un modo, una emoción”.

            ¿Y qué caracteriza al poema verdadero? “Que algo, algo decisivo, ha sucedido por él, se ha alterado por él. Y que el resto de los discursos —la burocracia, la cursilería, el halago, la farsa— han tenido que detenerse un instante, revelados ante la obligación del poema. Aunque de inmediato vuelvan a ponerse en marcha, para acallarlo”. Se trata de una de esas explicaciones que no explican nada. ¿Cómo sabemos si algo decisivo sucede o se altera por el poema? La mayoría de los textos o fragmentos que Fruela Fernández traduce quizá interesen poco al común lector de poesía, aunque sean importantes para él, la evolución de su poesía y “su necesidad de entenderlos”. El traductor se coloca en primer plano, el texto traducido parece a veces convertirse en pretexto para exponernos sus ideas sobre la literatura.

            Los textos no se ofrecen en versión bilingüe, no se nos indica ningún dato sobre el autor o autora, ni siquiera la fecha de nacimiento y la lengua en que escribe. ¿Son datos accesorios al poema? En absoluto: el poema —cualquier texto— solo se entiende en un contexto común al lector y al autor, aunque ese contexto sea mínimo y no contenga precisiones anecdóticas.

            Fruela Fernández divide su libro en partes de título a menudo un tanto caprichoso, o demasiado personal: “El estupor” (Paul Celan), “Conversaciones escuálidas” (Edoardo Sanguineti, Amelia Rosselli, Andrea Zanzotto), “Un narrar dudoso” (Soí Karelli, Eugenio Montale, Eleni Vakaló, Miltos Sajturis, Philip Levine, Bertoldt Brecht), “Mitos y canciones” (Psarandonis, Rita Bumi-Pappá, Ingeborg Bachmann, Ted Hughes, Sandra Macpherson, Peter Handke), “Los Alpes” (Ezra Pound). Las explicaciones que preceden a cada parte —y el prólogo y el epílogo— funcionan mejor si no se leen con demasiada atención. Fijémonos en la última: “Como las grandes cordilleras, los Cantos seducen y abruman: sus contornos suelen verse desde lejos, dan buenas postales. Pero pocos se plantean recorrerlos, porque su aspereza —su resistencia, su negación de lo manejable— parecen anunciar nuestra prematura debilidad”. Y continúa con el conocido recurso de desvestir a un santo para vestir a otro: “Por eso siempre nos animan a detenernos antes, a quedarnos al borde, en la extrañeza asequible de T.S.Eliot, donde todas las rutas están bien delimitadas —“A Flebas el Fenicio. 3 kilómetros— y no podemos perdernos ni perder pie”. Ingenioso, pero falso. ¿No será simplemente que el Eliot de La tierra baldía o los Cuatro cuartetos es un poeta superior al Pound de los Cantos, quizá solo una anécdota en la historia de la literatura (los fragmentos que traduce no nos llevan a pensar otra cosa)? Y las cordilleras, por cierto, se atraviesan o se escalan sus alturas, pero no se recorren de un extremo a otro.

            La selección de poemas, que no siempre se sostienen como tales en la traducción, es muy personal, con preferencia por los autores en los que predomina la extrañeza, pero con llamativas excepciones, como la canción de Psarandonis (“En lo alto del Psiloritis / la nieve nunca se acaba; / no se fundido la vieja / y la nueva ya la tapa”) o el realismo —tan próximo a nuestros poetas sociales— de Levine o Brecht. De este último se traduce “A los que vengan después”, uno de sus poemas más famosos, del que ya contábamos con una espléndida traducción de Jesús López Pacheco, que no sabía alemán, en colaboración con Vicente Romano, que sí lo sabía. La nueva traducción de Fruela no parece que la supere. Así termina esta nueva versión: “Pero vosotros, cuando por fin / sea el hombre auxilio para el hombre, / recordadnos / con benevolencia”. La versión clásica de López Pacheco, publicada por primera vez en 1968 y reiteradamente reeditada, se titula “A los hombres futuros”, concluye: “Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos / en que el hombre sea amigo del hombre, / pensad en nosotros / con indulgencia”.

            Manos verdaderas quizá interese poco a quienes gustan más de la poesía que de los debates en torno a ella y a la traducción, pero resulta apasionante para quienes quieran debatir sobre estas cuestiones con alguien bien informado e inteligente, aunque no siempre —a mi entender— atinado..

jueves, 4 de agosto de 2022

Vida y literatura

 

Diario de K
Karmelo C. Iribarren
Papeles Mínimos. Madrid, 2022.
 

Karmelo C. Iribarren, un poeta que ha hecho de la marginalidad y el victimismo uno de los factores de su carrera literaria, publica una edición muy aumentada de Diario de K, que no es propiamente un diario (aunque hay tantas formas de entender el género como diaristas), sino un cuaderno de apuntes, aforismos y reflexiones varias escritas a lo largo de más de una década. Se lee con gusto, abriéndolo por cualquier parte, picoteando acá y allá, a veces con una sonrisa y otras con un poco de vergüenza ajena.

            El autor, autodidacta, tiene una cierta inquina contra el mundo académico, la crítica y el mundillo literario que, en su opinión, tiende a ignorarle. Algunos ejemplos: “Este tipo nos deja sin trabajo, pensó el crítico tras hojear durante unos minutos uno de mis libros”, “En cuanto se le presenta la ocasión, no te cita”, “Esos que me leen a escondidas, sin que se enteren sus colegas de cátedra, por aquello de la reputación, deberían seguir el ejemplo de sus hijas y evitarse tanto sufrimiento”. La razón de ese desdén parece estar en su éxito como poeta: “Tengo lectores de todo tipo y condición, desde catedráticas de literatura a panaderos, pasando por algún conserje. Y, aunque carezca de importancia, creo que me leen más las mujeres. Todo esto a algunos les hace sospechar. Y ahí siguen, veinte años después, sospechando”.

            Contrastan esas quejas con la minuciosidad con que deja constancia de sus éxitos: Luis García Montero, Pablo Macías y José Luis Morante han estudiado su poesía “con seriedad”; el presidente del gobierno incluye un poema suyo en un discurso ante la tumba de Machado; Benjamín Prado habla en la radio de uno de sus libros: “Me gustó lo que dijo sobre mi poesía, me pareció que entiende y valora mi propuesta”. Incluso se defienden en la universidad trabajos de investigación sobre sus versos.

            Ese victimismo, esas continuas muestras de vanidad herida, forman parte de la personalidad de Karmelo C. Iribarren y pueden suscitar algún desdén. Pero nos equivocaríamos si lo redujéramos a la caricatura que él, quizá involuntariamente, traza de sí mismo. Hay en este Cuaderno de K ingeniosas greguerías y no escasos aforismos que hablan de la condición humana con conocimiento de causa. Y también lo que a mí me parece más destacable, anotaciones que parecen intrascendentes y acaban convirtiéndose en pequeños poemas en prosa: “Entro en la habitación, dejo la maleta en un lugar que no moleste y me siento en el borde de la cama. Alguien acaba de cerrar una puerta, sus pasos se acercan por el pasillo, se alejan. Me levanto, descorro las cortinas: un mar de tejados irregulares, bajo un cielo de un azul que envejece. En la fachada de enfrente, dos pisos más abajo, hay un tipo fumando en el balcón. Pienso en William Carlos Williams, el poeta que deja caer los poemas sobre la página como gotas de vida, el que atrapa los instantes y a ellos, los instantes, parece gustarles, o eso transmiten. Miro otra vez los tejados hacia la lejanía: caras y calles que no conozco, bares, librerías, puentes… Todo ahí, esperándome. Otra ciudad, otra vida”.

            Mucho de Baroja, del Baroja de los Paseos de un solitario o de las Bagatelas de otoño, hay en este personaje que camina a menudo bajo la lluvia, que pasa las mañanas o las tardes en el café de un hotel con un libro en las manos o mirando a la gente sin pensar en nada (salvo que se trate de mujeres, claro, pero en ese tema mejor no entrar). También está presente Pla, al que se alude reiteradas veces, y Carver, por supuesto, de quien tanto ha aprendido y al que dedica unas emocionadas líneas.

            Karmelo C. Iribarren, autodidacta que todo lo ha aprendido en la vida, que ha sido camarero antes que poeta (y no deja de recordárnoslo), tiene mucho que contar y mucho que enseñarnos. Pero de vez en cuando se sube al púlpito y se convierte en eso que tanto detesta, crítico. A propósito del poema “De vida beata”, de Gil de Biedma, afirma que él añadiría a las influencias encontradas por los estudiosos la del soneto “La felicidad de este mundo”, de Christophe Plantin. Ocurre que esa influencia ya ha sido reiteradamente señalada, entre otros por el catedrático Gabriel Laguna (y en Internet resultan fácilmente accesibles sus trabajos). Y hablando de los setenta, “una década que aquí, en lo literario, se pretendió muy vanguardista”, indica que “eran muy habituales los libros de poemas cuyos versos empezaban con mayúscula, sin que hubiese un punto previo”, costumbre habitual en la poesía de otras épocas. Pero Iribarren no parece haber hojeado libros publicados, no ya en el siglo de Oro, sino a principios del XX. En otro caso, no se le ocurriría la bromita a propósito de “solo” y “sólo”: “Ahora, de un tiempo a esta parte, a los señores académicos les ha entrado la pataleta contra las tildes, y ahí andan, reuniéndose los jueves para tomar café y decidir a qué palabra le quitan la balita de encima, como si así le salvasen la vida”. Qué sorpresa la de Iribarren cuando averigüe que hubo un tiempo, no tan lejano, en que “fe” llevaba tilde y también la preposición “a”. Alguien debería explicarle para qué se utiliza la tilde en la ortografía española.

            Pero mejor no explicarle nada, empaparse de melancolía con sus estampas de la ciudad bajo la lluvia, admirar sus iluminadores chispazos, su precisa semblanza de algún poeta (Jon Juaristi, por ejemplo), asentir a sus reflexiones sobre los claroscuros del vivir, y pasar por alto cuando enumera éxitos, critica lo que no entiende o se pierde en minucias de la vida literaria, como lo bien que lo trataron en este o aquel congreso literario y lo mal que lo trató este o aquel reseñista.