El arte de la
entrevista
Alfonso Armada
Turner. Madrid, 2022.
La crónica y la entrevista son los dos géneros fundamentales
del periodismo. Tienen un pie en la actualidad, pero solo uno; con el otro
aspiran a la perennidad de la literatura y por eso a menudo se recogen en
libro. Es lo que hace Alfonso Armada con las que realizó para el suplemento
cultural de un diario entre 2000 y 2017 (hay dos excepciones de finales del
siglo anterior). Las preceden unos “Apuntes para un decálogo” que, en cierto
modo, justifican el título un tanto pretencioso del volumen: El arte de la
entrevista. No parece muy atinado el último punto. Ni se debe empezar con
una banalidad del tipo “el reportero ¿nace o se hace?”, como en la entrevista
al autor que figura de epilogo, ni terminar preguntando quién es Steven
Spielberg (o Eduardo Lourenço o cualquier otro de los entrevistados). La mayor
parte no sabe qué decir, algunos tratan de ser ingeniosos, Spielberg responde
con una obviedad: “Es su trabajo descubrirlo, acaso a partir de claves que
aparecen en muchas de las películas que he filmado”.
Lo primero
que sorprende en estas entrevistas es que, aunque se realizaran hace pocos
años, parecen pertenecer ya a otro tiempo histórico, y no solo porque varios de
los entrevistados (casi todos de cierta edad) hayan muerto. Basta ver lo que
dice David Bowie sobre la difusión de la música —ni se imagina algo tan usual como Spotify— o los generalizados
recelos ante Internet. “En Internet siempre encuentras quince opiniones
diferentes al mismo tiempo, y un periódico siempre tiene un movimiento, una
dirección. Aunque no esté de acuerdo con alguien, siempre me gusta saber con
quién estoy hablando. Confío en que los periódicos nos sigan acompañando,
permanezcan a nuestro lado, y también las revistas”, afirma Adam Zagajewski.
Confunde —sigue siendo habitual— continente con contenido. Un periódico digital
sigue siendo un diario y tiene una dirección y nos permite saber quién nos está
hablando. “Usted nació en un lugar que ahora forma parte de Ucrania. ¿Cómo de
amargas son para usted las noticias de guerra que vienen de estas tierras?”, le
pregunta Alfonso Armada. Se trata de una pregunta esperable, pero deja de serlo
cuando miramos la fecha de la entrevista: 2015. ¿Una pregunta profética? No,
simplemente pone en evidencia la burda manipulación de la historia a que
estamos sometidos. En 2022, contra lo que nos quieren hacer creer, no comenzó
la guerra de Ucrania, sino una fase distinta de un conflicto muy anterior.
Son de muy distinto estilo, y de muy
diverso interés, las entrevistas que Alfonso Armada reúne en este libro, todas
ellas, con una excepción, a personajes no españoles, algunos bien conocidos,
otros bastante menos. Supone la excepción Susana Martínez-Conde, una
neurocirujana gallega que realiza sus investigaciones en Estados Unidos. Se
trata de una de las entrevistas más extensas y por sí misma justificaría el
volumen. Martínez-Conde es la autora de Los engaños de la mente, un
libro de sugerente subtítulo: “Cómo los trucos de la magia desvelan el
funcionamiento de nuestro cerebro”. Sabe de lo que habla y aclara cuestiones
básicas en las que suelen enredarse muchos intelectuales (varios de ellos
entrevistados en este libro). “Hay algún teórico, como Nicholas Carr, que
asegura que se podrían estar produciendo modificaciones neurológicas por el uso
de las nuevas tecnologías, Internet y las redes sociales, que la función está
cambiando el cerebro. ¿Cree que hay alguna base real para esto o es un poco
prematuro?”, le pregunta el entrevistador. Y ella responde, muy sensatamente,
que lo mismo se dijo tras la invención de la imprenta, el teléfono o la radio.
Y continúa: “De lo que tenemos que darnos cuenta es de que, aunque estas
tecnologías sean nuevas, lo que estamos haciendo y hemos hecho siempre a lo
largo de la historia es inventar tecnologías que se ajustan a nuestro cerebro,
y no al revés. Si cogiéramos a un niño que vivía en las cuevas de Altamira, a
un bebé, y lo trasplantáramos a nuestro tiempo, ese niño, cuando creciera, no
tendría ningún problema para estar en Internet, y usar las redes sociales y
demás. Sigue siendo básicamente el mismo cerebro”. Con lo cual el manido
“nativos digitales” solo significa “nacidos cuando ya existía Internet” . Por
aprender a utilizarla a edad temprana, les resulta más fácil el aprendizaje —lo
mismo ocurre con los idiomas—, no por tener un cerebro ya adaptado a ella.
Contrasta con la lucidez de Susana
Martínez-Conde la banalidad de Susan Sontag, entrevistada cuando va a Sarajevo
a hacer algo “moralmente decente”, representar Esperando a Godot. Le
pide a todos los intelectuales que conoce que sigan su ejemplo, pero solo
visitan la ciudad Juan Goytisolo y Annie Leibovitz, casualmente su pareja. La
solidaridad de Susan Sontag nos trae a la memoria el expresivo título de Julián
Rodríguez: Unas vacaciones en la miseria de los demás.
A las simplezas propagandísticas de
Susan Sontag, se opone la entrevista a Boban Minic, superviviente de la ciudad
sitiada, que sabe que la guerra de Bosnia-Herzegovina es algo más complejo que
un simple enfrentamiento entre la bestia serbia y el ángel bosnio. Ha sufrido
los excesos nacionalistas, ahora vive en Girona, y el entrevistador no puede
dejar de preguntarle por el independentismo catalán. La respuesta no es, sin
embargo, la que se esperaba: “El pueblo tiene que decidir, y si quiere
separarse tiene que hacerlo como una buena familia, como un matrimonio, porque
siempre tendrán cosas en común, tendrán hijos, propiedades, lazos, amigos
conjuntos. Si al final todo un pueblo no quiere seguir junto, entonces hay que
hacerlo de la manera más pacífica posible”.
No salen demasiado bien parados los
viejos intelectuales en este libro. Muchos dan la impresión de ser gente de
otra época que poco tiene que decir. El caso más notable es el de Harold Bloom,
que se pasa media entrevista arremetiendo contra las críticas a su último libro,
una de ellas “de un tal Michael Gorra, un tipo que enseña Poscolonialismo —sea
lo que sea esa disciplina— en el Smith College, y que claramente la ha escrito
con una buena dosis de inquina, aunque en realidad no he leído la crítica,
porque alguien me advirtió que no la leyera”. Frente a la vanidosa banalidad de
Bloom, que se hizo famoso no por sus investigaciones literarias, sino por la
obra de divulgación posterior, la polémica del “canon occidental” y su
arremetida contra los estudios culturales, sorprende gratamente la sensatez, la
inteligencia y el buen sentido de nombres menos conocidos, como Trifonia Melibea Obono.
Algo más de exigencia a la hora de
recopilar las entrevistas —algunas deberían haberse quedado en el suplemento en
que aparecieron— habría beneficiado al volumen,
pero tal como está constituye un excelente muestrario de personajes y
problemas de nuestro de nuestro tiempo, una lección de historia.