jueves, 25 de mayo de 2023

Virtuosismo y verdad

 

Quizá yo
Rodrigo Olay
Pre-Textos. Valencia, 2023.

Desde su primer libro, Cerrar los ojos para verte, Rodrigo Olay ha sorprendido por su dominio, nada mimético, de la métrica tradicional. Conoce como ningún poeta de su generación, como pocos poetas de cualquier generación, los resortes del metro y de la rima; “el viejo y querido utillaje retórico”, que diría Gimferrer, y el arte —tan clásico, aunque el nombre sea moderno— de la intertextualidad. Pero hay también en él algo nuevo, herencia de las vanguardias, un juego con la sintaxis, un despeinarla y llevarla, cuando lo cree necesario, hasta el balbuceo o el anacoluto, que lo emparenta con César Vallejo. Otro maestro muy presente es Blas de Otero, de quien ha aprendido a quitarle blandura garcilasista al soneto y a tratar de hacer que no suene a lo consabido.

            Pero el virtuosismo tiene también sus riesgos. A veces nos fijamos tanto en las dificultades técnicas que se superan, en la destreza formal, que el poema deja de ser un poema para convertirse en un “más difícil todavía” superado con los menos tropiezos posibles..

            Contrasta, por otra parte, en Rodrigo Olay la sabiduría del artífice con la ingenuidad del artista. Dámaso Alonso habló de poesía arraigada y poesía desarraigada. Al contrario que su maestro Blas de Otero, Rodrigo Olay pertenece al primer grupo: sus poemas nos hablan de los padres, de los hermanos, de los cumpleaños infantiles con los amigos, de las estancias de estudio en el extranjero, y de un amor correspondido, el único, el de la compañera para toda la vida. Hay también en algunos poemas —“Obviografía”, “Ante el espejo”—, referencias a las dificultades de salud que tuvo que superar desde la infancia. Ningún victimismo, ninguna queja en sus versos.

            Rodrigo Olay —al menos el Rodrigo Olay que reflejan los poemas— es el hijo que todos los padres quisieran tener, el alumno preferido de cualquier profesor, el amigo siempre alegre y servicial, el fiel amante apasionado. Exactamente lo contrario de lo que suele ser la figura del poeta desde el romanticismo, del malditismo tan habitual en los poetas contemporáneos. Él es más bien un poeta de estirpe dieciochesca, época en la que es un destacado especialista.

            Hay en Quizá yo un espléndido conjunto de poemas de amor —“A tu sabor de mí”, “Las noches”, “Sueño”—, y otro de poemas viajeros, entre los que destaca “Europa”, escrito en tercetos, pero no encadenados (el segundo verso de cada terceto queda libre), lo que evita la rigidez de esa composición estrófica. “Entre bosques azules”, “por jardines profundos”, “sobre ríos verdosos y altos puentes”, “en Belfast, en Burdeos, en Ginebra” pasó sus estancias académicas este estudioso poeta y de ellas nos trajo unas memorables “estampas de la vieja Europa”, donde admira la precisión del adjetivo y lo sugerente de la pincelada impresionista. Lo mismo ocurre con otro poema que en principio parecía destinado a quedarse en un convencional poema familiar, “2019”, que tiene como pretexto un viaje hasta Jaén, acompañado de los padres, para recoger un premio literario. A ese viaje se añade el recuerdo de otros viajes en familia y el resultado es un deslumbrante calidoscopio de ciudades y lugares.

             Abundan en Rodrigo Olay los versos que no desentonarían en un poeta del siglo de Oro. “La candidez altiva del Cervino”, por ejemplo, del poema “Suena la nieve”, brillante ejercicio sobre un tema tópico —la primera nevada del año—,  en el que resonancias juanramonianas (“Todas las nieves son la misma nieve”)  y del Blas de Otero que escribió “cae la nieve poco a copo”.

            No hay cara sin cruz, y a veces parece que el poeta se deja llevar demasiado por el ingenio fácil. “En el hangar vacío”, tras varias retóricas vaguedades, termina con una variación de Jorge Manrique: “Al final, nuestras vidas son los trenes / que van a dar al hangar, / que es el morir”. Pero hangar —“cobertizo grande, generalmente abierto, para guarecer aparatos de aviación o dirigibles”— no es el lugar al que van a morir los trenes. En otros casos, la facilidad para la versificación hace que el poema se alargue innecesariamente. Es lo que ocurre con “El verano”, un romance en eneasílabos en el que encontramos estrofas tan prescindibles como “porque no supe pero sé  / que Argestes, Bóreas, Noto, Céfiro / son las razones de mi herida. / porque por ti bebo los vientos”. Después del siglo XVIII, pocos poetas se habían atrevido a escribir versos semejantes.

            Rodrigo Olay se atreve a eso y a emular a Ovidio con los hexámetros de “Póntica” (a Ovidio o a los traductores de poesía clásica): “Veinte días después de casarnos el nono de aprilis / en la luz blanca y tierna de Pascua, la bruma me cerca y los pictos / con su lengua endiablada reclaman de mí sus tributos”.

            La erudición de Rodrigo Olay no es solo literaria. En “Domingos” nos ofrece otro de los “trozos de bravura” del libro, una evocación de la historia reciente del motociclismo; solo él es capaz de escribir una enumeración tan precisa, tan llena de detalles exactos, con tan sugerentes pinceladas evocativas. Pero el final, que se quiere sorprendente, resulta inverosímil: “No amé nunca las motos, / pero sí / cada domingo de mi infancia, / cada / domingo luego de mi adolescencia, / ver las motos / al lado / de mi padre”. Quien no amó nunca las motos, por mucho que las viera al lado de su padre, no puede escribir un poema como “Domingos”, salvo que lo consideramos como un laborioso ejercicio de retórica clásica y erudición deportiva.

            Los tres poemas mínimos —una soleá, un haiku y una miniatura barroca— resultan prescindibles. Rodrigo Olay necesita un cierto espacio para sus admirables volatinerías verbales, que si a veces se quedan en el mero ejercicio, cuando dan en el clavo —y ocurre a menudo— lo hacen como nadie de su generación —y pocos de cualquier otra— sería capaz de hacerlo.

miércoles, 17 de mayo de 2023

El rastro del dinero

 

King Corp. El imperio nunca contado de Juan Carlos I
José María Olmo y David Fernández
Libros del K. O. Madrid, 2023.

No todo lo que nos cuentan José María Olmo y David Fernández en King Corp. El imperio nunca contado de Juan Carlos I ha sido nunca Contado. Muchos de los datos que aquí se reúnen ya habían sido anticipados por El Confidencial, El Mundo o incluso El País o el Abc, pero asombra verlos reunidos, enlazados, configurando el retrato de uno de los personajes más inverosímiles de la historia contemporánea.

            De sus negocios particulares solo conocemos —gracias a la justicia suiza, quién se lo iba a decir— una pequeña parte, pero esa muestra basta y sobra para colocarle en la lista de los mayores depredadores del siglo XX. Ni Ceausescu o Trujillo lograron reunir semejante fortuna ni Mussolini una tal colección de amantes. Pero esos personajes, de final ciertamente más desafortunado, fueron dictadores, mientras que Juan Carlos de Borbón ocupó la jefatura del Estado en un régimen democrático. ¿Cómo fue posible que gozara de una impunidad total en casi cuatro décadas y casi total tras verse forzado a abandonar un cargo en principio vitalicio?

Dos fueron las razones principales. Una de ellas tenía que ver con un perverso mecanismo de defensa de las Instituciones surgidas tras la dictadura. Se pensó que "investigar al monarca o cuestionar los comportamientos de su esfera privada ponía en riesgo la estabilidad de todo el sistema y abría la puerta a los fantasmas del pasado". Un esos motivos "patrióticos", se unieron otros bien diferentes: "Moverse por sus inmediaciones permitía, tarde o temprano, obtener algún tipo de beneficio económico. A veces, en forma de chivatazo sobre una privatización o una oportunidad de inversión en el extranjero. En otras ocasiones, involucrando al propio rey en las operaciones para garantizar el éxito. Cuanto más cerca estaba alguien del jefe del Estado, más beneficiosa podía resultar su influencia y más motivos encontraba ese individuo para protegerlo".

Gracias a la justicia suiza y a los fiscales españoles que trataron de protegerle de las posibles consecuencias penales de sus irregularidades con el fisco, podemos seguir con fiabilidad el rastro de una parte de la fortuna de Juan Carlos de Borbón. Los autores de esta modélica investigación no dejan escapar ninguna pista y los leemos como si se tratara de una novela policíaca, pero una novela sin ficción, por muy increíbles que resulten algunas de las peripecias.

Gracias a la justicia inglesa, que aceptó la demanda por acoso de Corinna Larsen, examante del rey, podemos conocer con fiabilidad el comportamiento personal de quien forma parte de la historia de España y de otras historias menos honorables, y no solo eso, sino también queda como evidencia irrefutable que puso al servicio de sus intereses particulares a instituciones públicas como el CNI, cuyo director, el general Sanz Roldán, actuó para defender a su amigo y señor como si dirigiera una empresa privada de seguridad al margen de la ley.

No sorprenden demasiado las tropelías del anterior jefe del Estado, que ya no niegan ni sus defensores (se limitan a decir que la Constitución impide investigarlas), sino la cantidad de cómplices, con nombre y apellidos, que sacan a la luz José María Olmo y David Fernández. ¿Nadie piensa querellarse por calumnias? ¿Temen acaso que pueda ello pueda contribuir a airear lo que aquí se cuenta y dar origen a una investigación como la que, con bastantes menos indicios, se llevó a cabo sobre la familia Pujol?

Una anécdota menor de las muchas que se cuentan en el libro. En 2012, el escándalo de los pagarés de Nueva Rumasa, emitidos por la familia Ruiz-Mateos, llevó a registrar su casa y oficinas. Se encontraron listados de las personas más ilustres del país a las que enviaban habitualmente regalos. A las mujeres solía enviarse un bolso de Carolina Herrera. La mayoría, en los últimos tiempos, dada la mala imagen del clan, lo devolvía. Pero tres de las destinatarias nunca devolvieron los bolsos: la reina Sofía y las infantas Elena y Cristina.

A Vicente García-Mochales, teniente coronel de la Guardia Civil, y jefe de seguridad del rey emérito, diversos correos electrónicos —que se reproducen— le implican en el manejo del dinero negro con el que se pagan los viajes privados del monarca. ¿No se querellará? ¿No se iniciará una investigación de oficio sobre el asunto?

Los datos, los nombres, las precisiones que no dejan lugar a dudas, se acumulan en el libro, pero también Hay lugar para dos o tres anécdotas noveleras que podemos creernos o no. En 1989, desaparecieron dos cuadros del Palacio Real que se conservaban en una parte a la que no tenía acceso el público: el único fragmento que se conservaba de un retrato de Velázquez (reproduce la mano de Fernando de Valdés, arzobispo de Granada) y una obra de pequeño formato de Carreño Miranda. No había signos de violencia, nadie se explicó entonces —ni después— cómo pudieron robar los cuadros, ni qué se hizo de ellos. Pero parece que Sabino Fernández Campos, el hombre que susurraba a los periodistas, sí sabía algo de ellos. Poco antes de fallecer, contó que los había visto en casa de una de las amantes del monarca. Como no se dan nombres, podemos no creérnoslo.

Pocas dudas hay en cambio de la colección de relojes y de coches, y del método para hacerse con ellos, ni de su fidelidad a las Joyerías Aldao (las favoritas de Carmen Polo) ni de la historia de las dos prodigiosas esmeraldas que, a comienzos de 2011, cuando intentaba reanudar su relación, le regaló a Corinna Larsen. Quiso ella convertirlas en pendientes y las envió a una de las mejores joyerías del mundo, Gembel Company, radicada en Amberes. Quien quiera saber lo que ocurrió después (todo digno de un intrigante telefilme) que lea este libro asombroso. En él se vierte la sombra de la sospecha —y a veces algo más que la sospecha— sobre los que estuvieron cerca de un hombre que se sintió pronto por encima del bien y del mal, un hombre que corrompía todo lo que tocaba. Y mientras tanto los ciudadanos de una "democracia avanzada" —o eso dicen— aplaudíamos y la justicia miraba para otro lado.



jueves, 11 de mayo de 2023

La poesía verdadera

 

El sueño cumplido
Eloy Sánchez Rosillo
Tusquets. Barcelona, 2023.

Pocos poetas tan fieles a sí mismos —para bien y para mal— como Eloy Sánchez Rosillo. Ya en 1980, en la antología Las voces y los ecos, exponía las mismas ideas que encontramos reiteradas en El sueño cumplido: “Solo existe una tradición poética, que es la de la poesía verdadera. La voz de los poetas es siempre la misma, aunque las modas o la metodología académica intenten demostrar lo contrario. Tales ingenuidades no afectan para nada a esta tradición única de la poesía, del mismo modo que no pueden afectar al crecimiento de un árbol, a los sabores del amor o a la presencia elemental de un cuerpo desnudo. El ruiseñor cantaba de igual forma en la época de Safo, en la de Catulo, en la de Garcilaso, en la de Keats y Hölderlin y en la nuestra. Et tout le reste est literatura”. Sí, todo lo demás es literatura, como lo es, mejor o peor, cualquier poema, tan distinto de una época a otra, de un autor a otro, al contrario que el canto del ruiseñor.

            Esa misma concepción ahistórica de la poesía se mantiene a lo largo de todos los escritos reunidos en El sueño cumplido, redactados a lo largo de los últimos veinte años. Se trata de unos “Garabatos de poética”, conferencia sobre su vida y obra pronunciada en la Fundación Juan March; varios poemas propios comentados; una selección de los poemas que tienen por tema a la propia poesía, y diversas entrevistas de muy desigual extensión e interés. Más de una vez expresa Sánchez Rosillo su rechazo del género “poética”, de las reflexiones del autor sobre su propia obra, pero pocos autores se habrán ocupado con tanta insistencia de aclarar lo que entienden por “verdadera poesía” (la de Homero, el poeta más citado en estas páginas, la de Emily Dickinson, la suya propia) y de rechazar otras concepciones de la poesía.

            El poeta, afirma, no es “un relojero, es decir, alguien que va montando las piezas de un artilugio verbal”. Pero serían esos poetas los preferidos por los críticos, ya que resulta más fácil “analizar una cosa falsa, construida, porque entonces pueden explicar cómo está hecha, cómo están puestos los distintos tornillos, las distintas piezas, y los propósitos del que montó el artefacto”.

            Eloy Sánchez Rosillo, cuando reflexiona sobre poesía, gusta de la tautología y la caricatura. Tautología: la “poesía verdadera” es la “poesía auténtica”, la que escriben los grandes poetas de todas las épocas. Caricatura: “Producen cierta pena esos poetas de ahora que se vanaglorian de ser estrictamente urbanos y que solo conocen las calles de su ciudad. No saben lo que es un árbol”.

            Sería interesante que Sánchez Rosillo mencionara a alguno de esos poetas que solo conocen las calles de su ciudad, pero se cuida mucho de citar —ni para bien ni para mal— a ninguno de sus coetáneos. En algunas de las entrevistas, se alude en la pregunta a sus compañeros de generación, pero él responde siempre sin dar nombre y con generalidades.

            A menudo incurre en contradicciones. “Con frecuencia mis poemas tienen origen en hechos de mi propia vida —que son los que me caen más a mano—, pero en el proceso de creación del poema es preciso que el material autobiográfico se universalice y se independice de uno mismo”, escribe muy sensatamente. No tarda en decir muy otra cosa: “En mis poemas hablo de mis asuntos, claro, de los que yo siento, no de los que le interesan al farmacéutico de mi barrio o a un perito agrícola de Lituania, e intento expresarlos con mi propia voz”.

            Como teórico, como crítico de la poesía de su tiempo, Sánchez Rosillo tiene poco que decir. No es un estudioso del tema y ni siquiera se considera un escritor. Es solo un poeta, pero un poeta muy consciente de lo que ha querido hacer y de lo que ha hecho. A veces, en sus  entrevistas, nos parece escuchar a alguno de los denostados autores de la llamada “parapoesía”, de la poesía que gracias a las redes sociales y a los recitales ha alcanzado una difusión hasta ahora desconocida: “Muchos poetas españoles no escriben en español, sino en chino. Cuando el lector bienintencionado abre un libro de poemas y ve que en sus páginas no entiende nada, o que se entiende, pero que el conjunto es decorado vacío, lleno de relumbrones culturalistas de purpurina, lo cierra y no lo compra. Por eso la poesía tiene hoy escasos lectores”. Habría que citar,  a propósito del Sánchez Rosillo de El sueño cumplido,  una vez más a Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.

            La evolución poética de Sánchez Rosillo ha ido en la dirección de un cada vez mayor despojamiento formal. El lenguaje —todavía algo convencionalmente literario en su primer libro— se ha ido volviendo más y más coloquial, los temas culturalistas, tan de su generación, casi llegan a desaparecer y la variedad métrica —nunca excesiva— se reduce a una combinación de alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos sin rima: “Me parece esta una forma métrica muy dúctil, que por su naturalidad casi no se hace notar, sin rimbombancias rítmicas ni énfasis prosódicos cuando el encabalgamiento y algún otro oportuno recurso llegan a ser parte de ella”. 

            El enfoque y el tono ha cambiado desde sus primeros libros, de carácter fundamentalmente elegíaco, hasta los publicados a partir de La certeza (2005), en los que predomina lo celebrativo, el continuo asombro ante el milagro de la realidad. Paradójicamente, esta segunda etapa, que parece debería reducirse a unos pocos poemas esenciales, es la más fecunda del poeta, con frecuencia convertido en un aplicado epígono de sí mismo. Función del crítico, del estudioso, es analizar los mecanismos que convierten en poesía lo que podía haberse quedado en una banalidad. Sánchez Rosillo no lo hace en El sueño cumplido, pero ofrece a cambio sugerentes apuntes autobiográficos, a la vez que expresa la intención de que las palabras del poema “se hagan transparencia y claridad, / igual que un charco de agua tras la lluvia, / cuando por fin se aquieta: / agua que en su cristal contiene el cielo / y a la que acuden a beber los pájaros”.

      

           

jueves, 4 de mayo de 2023

Los libros y la vida

 

Construyendo Babel
Hilario J. Rodríguez
Contraseña Editorial. Zaragoza, 2023.

Hilario J. Rodríguez ocupa un lugar aparte en la literatura española contemporánea, a la que pertenece quizá un poco a su pesar. Ha escrito abundantemente de cine y ha convertido la crítica cinematográfica en un género literario; ha dejado constancia de su vida nómada y de su gusto por viajes poco o nada convencionales; ha publicado novelas, en el sentido convencional del término (prefiere las otras novelas), pero destaca sobre todo en un género de su invención en el que lo vivido se mezcla con lo leído y lo imaginado. Construyendo Babel —publicado por primera vez en 2004, reeditado ahora algo aumentado y muy corregido—  es el título que mejor lo representa. Aquí está todo Hilario J. Rodríguez, “tal un imán que al atraer repele”, para decirlo con un verso de Antonio Machado, o para ser más exactos, como un imán que atrae y a la vez de alguna manera rechaza a los lectores más convencionales.

            En una primera hojeada, nos puede parecer que algunas de sus secciones —“Lecturas vividas”, “Obras completas”, “Historias fantasmas”— son una recopilación de reseñas, ya que al principio o al final del texto aparece una referencia bibliográfica. Así el capitulo “Las ínsulas extrañas” debajo del título indica: Cristóbal Serra, Nótulas (Árdora Ediciones, Madrid, 1999).

            Pero comenzamos a leer y nos encontramos con una afirmación general (“Vivir encerrado dentro de uno mismo tiene su precio”) que se ejemplifica con un cuento macabro, como en los relatos del conde Lucanor, aunque en ese caso la moraleja figura al final. Solo varias páginas después se empieza a hablar de Cristóbal Serra, “uno de los solitarios más extraños de la literatura española”. No tarda, sin embargo, en abandonar el tema para hablar de sí mismo y de su conflictiva relación familiar: “Mi vida entre los solitarios se remonta a los años que viví con mi padre. Él también era un hombre solo aunque a veces, por su furia y sus canalladas, parecía un auténtico ejército invasor, como muchos hombres al mismo tiempo”.

            Hilario J. Rodríguez habla de su familia —y de sí mismo— sin pudor ninguno, al igual que Annie Ernaux, a quien dedica uno de los capítulos, titulado precisamente “Secretos inconfesables”. Las consideraciones que hace a propósito de la premio Nobel francesa pueden aplicársele a él mismo: “Hay lecturas que interesan más por la desinhibición de su autor, dispuesto a contar sin ningún tipo de censura la verdad sobre determinadas cosas escabrosas, que por sus virtudes literarias”.

            Hilario J. Rodríguez juega continuamente a la autoficción. A partir de datos verificables de su biografía va entreverando historias más o menos verosímiles. Curiosamente, los relatos más realistas —los de su estancia como profesor en un instituto extremeño, por ejemplo— resultan los menos creíbles: “Mis mejores horas, las pasaba en la biblioteca, donde mi misión consistía en registrar los préstamos y las devoluciones. En la biblioteca era raro ver a los alumnos, que no iban allí más que a echar un vistazo a los periódicos, especialmente El Marca, por el cual se peleaban a veces con los profesores, que lo leían con demasiada calma”. ¿Pero a qué biblioteca de instituto van —o iban— profesores y alumnos a leer El Marca? ¿Qué biblioteca de instituto extremeño estaba suscrita —como se nos indica más adelante— a El País, Extremadura, El Sol, Hoy y Abc?

            El juego con la verdad y la ficción comienza en la irónica advertencia al comienzo del volumen: “Todos los hechos narrados en este libro son ficticios. Ninguno de los libros mencionados es real. Londres no existe; tampoco Hilario J. Rodríguez”.

            No, no son ficticios todos los hechos narrados, pero a veces lo son  —o pueden serlo— algunos de los atribuidos a personajes reales en ocasiones muy cercanos al autor. Nos imaginamos por eso la incomodidad de los familiares ante un libro como este.

            Incomodidad que a veces alcanza a los lectores, y no solo a los lectores ingenuos, que creen que las obras autobiográficas deben reflejar, si no la verdad objetiva, imposible por definición, sí la verdad experiencia del autor.

            Pero algo queda claro en Construyendo Babel: la pasión por los libros y por el nomadeo, la fascinación por las vidas al margen, obsesivas y autodestructivas.

            En cada capítulo, en cada página y casi en cada párrafo, salta Hilario J. Rodríguez de los libros a la vida, de sus lecturas apasionadamente vividas a episodios de su vida que parecen sacados de alguna rara novela. Y nunca nos deja claro si estamos ante una autobiografía disfrazada de ficción o ante una ficción que quiere hacerse pasar por autobiografía.

            Construyendo Babel no es un libro para leer de un tirón, pero aunque con frecuencia resulta fatigoso en su errabundia genérica y nos tienta su abandono, no podemos dejar de volver a sus páginas, “tal un imán que al repeler atrae”.