miércoles, 28 de diciembre de 2022

Hierro resistente

 

Vida. Biografía y antología de José Hierro
Jesús Marchamalo / Lorenzo Oliván
Nórdica Libros. Madrid, 2022.

Las palabras vivas
Lorenzo Oliván
Pre-Textos. Valencia, 2022.

De los nuevos poetas que se dieron a conocer tras la guerra civil, José Hierro fue uno de los primeros en alcanzar un reconocimiento generalizado. Venía del lado de los vencidos, había pasado cuatro años en la cárcel, pero desde muy pronto comenzó a dejarse querer por los vencedores. Tras trabajos varios de supervivencia, encontró acomodo en diversos organismos culturales, entonces todos ellos controlados por el régimen: Editora Nacional, Ateneo, Radio Nacional de España, Universidad Menéndez Pelayo. No fueron cargos directivos, no se trató de prebendas, sino de encargos que estaba preparado para hacer y que hizo bien. Pero no se unió —escarmentado, padre de familia, consciente de su precariedad laboral— a ninguno de los movimientos de resistencia antifranquista y eso le valió algún ataque como el de José Ángel Valente, menos literario que personal: “Hablaba como queriendo borrar su vida ante un testigo incómodo. / Compraba así el silencio a duro precio, / la posición estable a duro precio, / el derecho a la vida a duro precio, / a duro precio el pan. / Metal noble que tal vez el martillo batiera / para causa más pura. / Poeta en tiempo de miseria, en tiempo de mentira / y de infelicidad”. Solo alguna rara vez, como en el poema “Réquiem”, se dejó contagiar por la retórica de la época: “Cuando caía un español,” —se supone que en los tiempos de los Tercios de Flandes o la conquista de América—e “se mutilaba el universo”.

            Como poeta, sus orígenes están en el modernismo, Juan Ramón Jiménez y ciertos nombres del 27 (más Gerardo Diego que Cernuda), pero supo adecuarse —en un puñado de espléndidos poemas testimoniales— a los nuevos usos del realismo, a una poesía que se acercaba al lenguaje coloquial, “sin vuelo en el verso”. Más tarde, con el Libro de las alucinaciones, volvió a una poesía imaginativa, con toques de culturalismo e irracionalismo que anunciaba la revolución novísima.

            Tras ese título, de 1964, José Hierro entró en una prolongada etapa de silencio (solo rota por poemas dispersos, a menudo de circunstancias, reunidos en Agenda) que pareció hacer de él un poeta de otra época, más homenajeado que leído. Pero en 1998 se produjo su vuelta triunfal con Cuaderno de Nueva York, de inmediato —y un poco inexplicablemente— convertido en best seller. Durante los últimos años de su vida, José Hierro fue el poema más popular. Contribuyó a ello, tanto como su poesía, el personaje, cordial y entrañable, ajeno a vanidades literarias, hombre de la calle que escribía en bares, que leía admirablemente sus versos y que era capaz de pasarse horas dedicando sus libros con un dibujo original en cada uno.

            De los muchas publicaciones dedicadas a conmemorar el centenario de José Hierro, dos destacan especialmente. Una es Vida, biografía y antología, la primera a cargo de Jesús Marchamalo y la segunda de Lorenzo Oliván; otra, Las palabras vivas. La poesía y la poética de José Hierro, cuyo autor es también Lorenzo Oliván.

Vida es un volumen hermosamente editado, con abundantes ilustraciones de gran valor documental. Consta de una parte biográfica, una sucesión de emotivas o divertidas estampas, en la que no se indican los apoyos documentales, pero no son necesarios, se trata de un texto literario, válido por sí mismo. Y la antología está hecha por buen lector de la poesía de Hierro, que acierta a mostrarnos todas sus facetas, aunque deje fuera —como no podía ser de otro modo— algún poema que esté en la memoria del lector.

            El otro libro, Las palabras vivas, tiene un carácter más académico: en su origen se encuentra la tesis doctoral sobre el ritmo en la poesía de Hierro, dirigida por José Carlos Mainer, que Oliván no llegó a concluir. Pero con ser muy valiosos los capítulos que de ella proceden —dedicados al estudio del eneasílabo, la métrica acentual o los encabalgamientos en la poesía de Hierro—, resultan más interesantes los que tienen un carácter autobiográfico y ensayístico. Las consideraciones de Lorenzo Oliván, uno de los más destacados poetas de su generación, sobre el ritmo en la poesía —en la propia y en la ajena— son de gran valor.

            Lorenzo Oliván dedica el capítulo inicial de su libro a la biografía de Hierro. Sintetiza bien lo sabido y añade algún matiz inédito, con la apoyatura documental que falta en Marchamalo. Uno y otro eluden, sin duda por consideraciones familiares, una cuestión sin la cual no se entiende el último libro de Hierro. Su Cuaderno de Nueva York es algo más que el homenaje a una ciudad que tanto ha tentado a los poetas españoles (no solo a Juan Ramón y Lorca, como Julio Neira documentó en una profusa antología), es un libro de amor “que no puede decir su nombre”, aunque no por las razones de los lorquianos Sonetos del amor oscuro, sino por las de Salinas y La voz a ti debida. Solo cuando sabemos eso, se entiende la emoción del penúltimo poema del libro (el último en realidad, el aclamado soneto final no tiene mucho que ver con el conjunto), en el que el poeta se despide, no de una ciudad, sino de una persona que, sin ser nombrada, da sentido al conjunto: “No te importuno más (ni siquiera sé si me escuchas). / Bebo el último whisky en el Kiss Bar, / la última margarita en Santa Fe, / rodeo luego la ciudad y su muralla de agua / en la que ya no queda nada que fue mío / Desisto de adentrarme en su recinto, / no tengo fuerzas para celebrar / la melancólica liturgia de la separación. / Solo deseo ya dormir, dormir, / tal vez soñar…”

            La poesía de Hierro, a pesar de una cierta banalización de su figura, del manoseo de los homenajes, resiste bien el paso del tiempo en un puñado de poemas esenciales en los que realidad y misterio, técnica y llanto, se funden inextricablemente.

jueves, 22 de diciembre de 2022

Vida y delirio

 

 

En tierra de nadie
Gabriel Albiac
La Esfera de los Libros. Madrid, 2022.

Ningún hombre es de una pieza, como es bien sabido, y menos que ninguno Gabriel Albiac, catedrático de filosofía, estudioso de Spinoza, activo periodista, contundente panfletista. En tierra de nadie ha titulado su autobiografía, escrita con brillantez y brío literario, pero él no parece que estuviera mucho tiempo en tierra de nadie, siempre supo de qué lado ponerse y a quién defender con todas sus fuerzas.

            En 2003, según nos cuenta, decidió abandonar el diario El Mundo, que había contribuido a fundar y en el que había llevado a cabo una eficaz campaña para desenmascarar a los GAL, porque le censuraron uno de sus artículos. En ese artículo —que reproduce— afirmaba cosas muy sensatas: “Nunca dejes que la realidad te arruine un buen titular. Todo estudiante aprende en la facultad que ese es el pilar del periodismo que vende. Nunca dejes que unas declaraciones aburridas te arruinen un titular en letras gordas”. Eso fue lo que al parecer le ocurrió con unas declaraciones sobre la guerra de Irak, manipuladas en el diario. Tras un titular que las presenta como “argumentos a favor de la guerra”, se reproducen sus palabras que “dicen exactamente lo contrario de lo que el titular dice que dicen”. Y añade: “A mí me pagan por razonar. No por dar doctrina”.

            Veamos cómo razona Gabriel Albiac: “Mi habitación en la Maison de Cuba parecía un horno: bendita calefacción francesa: son las ventajas de no haber fulminado las centrales nucleares por la pura cobardía de Felipe González tras el asesinato por ETA del ingeniero jefe Ryan en Lemóniz”; Fidel Castro fue un “subnormal barbudo”; comparado con el islamismo “Adolf Hitler sería un avanzado de las libertades públicas”.

            Pero En tierra de nadie es algo más, bastante más, que un vehemente panfleto, que una crónica de la lucha entre la bestia —el islam— y el ángel, el estado de Israel, “la sola Europa que nos queda”, el único territorio no invadido por la barbarie.

            Gabriel Albiac, con un estilo sincopado y una alternancia de tiempos muy cinematográfica, comienza hablándonos de su ingreso en la universidad, el año 1967, y en la militancia política. Cuenta con eficacia las ilusiones del 68, su descubrimiento de la filosofía y de París, su admiración por Althusser, al que seguiría fiel hasta el final. Y se refiere, con emotiva sobriedad, a sus orígenes familiares: el padre fue uno de los sublevados en Jaca, represaliado del franquismo. Hay mucho de novela en la vida de Albiac. Su primera pareja era hija de Julián Grimau, fue testigo de algunos acontecimientos cruciales del siglo XX, como la caída del muro de Berlín o el hundimiento del régimen de Ceaucescu, pasó un temporada de vagabundeo solitario en Grecia, se dedicó a callejear por París durante un año sabático. Vivió intensamente los años ochenta y nos deja precisos testimonios de algunos de los conciertos a los que asistió entonces, inolvidables hitos generacionales, y de otras heridoras anécdotas como aquella vez que le visitó Eduardo Haro de madrugada acompañado de una oronda mujer que acentúa su escualidez: “Perdona que te dé el coñazo a estas horas, Gabriel. Ando fatal. ¿Podrías prestarme unas pelas para el caballo…?”. Eduardo Haro había escrito “algunos de los más lúcidos alegatos contra el imperio letal de la heroína en el Madrid de los ochenta”, pero él mismo no podría contra ella.

            La autobiografía de Albiac es también un retrato generacional. Y muchos se reconocerán, nos reconoceremos en ella, hasta en mínimos detalles, como aquella sorpresa al enterarse por la mañana de los últimos fusilamientos del franquismo, en septiembre de 1975, tras la información del día anterior sobre el Consejo de Ministros, que daba a entender que se habían concedido los indultos.

            Pasamos de la admiración a la indignación varias veces a lo largo de estas páginas. También hay lugar para cierta burlesca incredulidad. Al ingresar en el partido comunista, en 1971, “tras una larga deriva por partidos maoístas”, quiso dejar claro ante los responsables sus ideas al respecto; reproduce “los términos literales” de sus palabras: “Pido la entrada por riguroso pragmatismo. La línea del Partido me parece errónea de arriba abajo: todo acabará mal si no se modifica esencialmente”. La respuesta que le dan es todavía más inverosímil: “No es problema. Muchos en la organización piensan lo mismo”. ¡Y ese era el partido férreamente estalinista que no dejaba margen para la discrepancia! Y por si fuera poco, añade el que aspira a ser nuevo militante: “Santiago Carrillo me parece un personaje siniestro. Vendería a su madre —y, por supuesto, al Partido— por una pizca de poder. Y los vendería a quien fuese. Siempre que pagara al contado, claro”.

            Con lo que gana Albiac como catedrático de universidad no tiene, nos dice, ni para pagar el carísimo colegio privado de sus hijas. No puede por eso abandonar el periodismo. Tras pasar por La Razón, acaba recalando en el ABC. Cuando recibe el premio Mariano de Cavia, que para él es como ingresar en el Olimpo, dedica una enfervorizada crónica a describir el acto de entrega y parece poner los ojos en blanco al ingresar en una nómina en la que están Pérez de Ayala, Chaves Nogales, Julio Camba y todos los grandes del periodismo español. Olvida que entre los galardonados se encuentran también José Cuartero, José Andrés Vázquez, Horacio Sáez Guerrero y otra porción de ilustres desconocidos o de conocidos no demasiado prestigiosos, como Ricardo de la Cierva.

            El fervor comunista que un tiempo tuvo Albiac se ha convertido, como el de tantos, en visceral anticomunismo. Pero el anticomunismo ya es casi tan reliquia, como el comunismo. El odio de Albiac se ha trasladado a la izquierda española —primero a los gobiernos de González y Zapatero, luego al actual “contubernio bolivariano”— y sobre todo al islam, en guerra desde 2001 contra el mundo civilizado. La irracional islamofobia de Albiac no parece tener límites: el Islam es “mil veces más exterminador que el nazismo”. Algunas muestras de su paranoia nos harían sonreír si no sirvieran para justificar el terrorismo de Estado de ciertos países. Él y su pareja pasan unos días felices en un rincón paradisíaco de las Islas Mauricio, con playas “salvajemente inaccesibles “para los que no han pagado las cuotas, para los de aquí impensables, que pagamos los europeos”, y deciden visitar el cercano puerto indígena. De pronto, alzan los ojos y ven “un batallón de hombres solos, con túnica, chilaba y atavío capilar inequívocamente musulmanes” que los contemplan “con un odio frío”. Y escapan a su refugio: habían olvidado que Mauricio es tierra islámica. Todavía no había ocurrido el atentado de las Torres Gemelas, pero el perspicaz turista de lujo —unas vacaciones en la miseria de los demás, diría Julián Rodríguez—  ya lo vio en los ojos de aquellos hombres “inequívocamente musulmanes”, esto es, malvados.

            Frente a la figura diabólica de los musulmanes, Albiac ha creado un identidad angélica: Israel. La menor insinuación —y hay más que insinuaciones en Naciones Unidas— de que pueda estar cometiendo crímenes de guerra contra los palestinos es una muestra de antisemitismo. Gabriel Albiac, que afirmaba que le pagaban por pensar, no por impartir doctrina, ha abdicado de pensar. No sabemos la razón. Podemos quizá suponerla recordando que, como catedrático de universidad, apenas si ganaba para pagar el carísimo colegio privado de sus hijas; el periodismo —cierto periodismo— parece estar mejor remunerado.

jueves, 15 de diciembre de 2022

Al itálico modo

 

Sonetos
Feng Zhi
Edición de Javier Martín Ríos
Hiperión. Madrid, 2022.

Fascinado por los sonetos de Rilke, el poeta Feng Zhi quiso trasladar a la literatura china, como Garcilaso a la nuestra siglos antes, esa composición estrófica y en 1942, cuando la guerra chino-japonesa, publicó un libro de sonetos que ahora se traduce por primera vez al castellano. No sabemos cómo sonarán estos sonetos en chino, sabemos que en la versión de Javier Martín Ríos solo conservan del soneto el estar formado por catorce versos, si podemos llamarlos así, de desigual extensión y ninguna sujeción métrica. Y sin embargo, entre esas aproximaciones, algo nos llega de la emoción poética que del original.

            La vida de Feng Zhi —coetáneo de los poemas españoles de la generación del 27— cubre casi todo el siglo XX y está sometida a las turbulencias de unas décadas cruciales en la historia de China. Profesor universitario especializado en literatura alemana, residió en Berlín entre 1930 y 1935, por lo que pudo ser testigo presencial de la toma del poder de los nazis. Tradujo a los más importantes autores alemanes y también era un buen conocedor de la tradición clásica china. Tuvo problemas de censura y autocensura tras la victoria de Mao en 1949, cuando la occidentalización y el experimentalismo pasaron a simbolizar la decadencia burguesa, y sería luego uno de los damnificados por la Revolución Cultural, ese movimiento político que tanto tuvo de histeria colectiva y que, de algún modo, hoy entendemos mejor tras acontecimientos recientes que afectaron a la salud mental del mundo en su conjunto y especialmente de China,

            En los sonetos de Feng Zhi aparecen temas occidentales —Venecia, Goethe, Van Gogh—, pero en su mayor parte enlazan con la tradición de la poesía china. Leídos en traducción, ya sin su armadura formal, a ratos no podrían distinguirse de los poemas de la dinastía Tang. Baste un ejemplo: “Nos detenemos en la cima de la alta montaña / y nos convertimos en un paisaje lejano e infinito, / diluyéndonos en la basta llanura que hay frente a nosotros / y en los senderos entrecruzados sobre ella”. Son poemas que hablan de encuentros y despedidas, de caminos que se pierden en la lejanía, de noches solitarias en la montaña, de unos cachorros de perro recién nacidos. Están escritos cuando el autor ha de abandonar su puesto en la universidad de Shanghai tras el comienzo de la invasión del Japón en 1937, e instalarse en Kunming, con otros muchos refugiados. Pero los desastres de la guerra no asoman a sus versos. O lo hacen de manera indirecta, como en el poema dedicado a Du Fu, que es, como el más conocido Li Bai, uno de los grandes clásicos de la dinastía Tang: “En la aldea desierta sobrellevas el hambre, / a menudo piensas en la muerte que invade los barrancos, / pero, sin embargo, no dejas de entonar cantos fúnebres / por el gran hundimiento del mundo”.

            La Venecia de Feng Zhi tiene que ver poco con la Venecia de tantos otros poetas. Las islas que la componen pasan a ser un símbolo del mundo donde cada soledad es una isla: “Cuando me tomas de la mano / es como un puente sobre el agua. / Cuando me sonríes, / es como si en la isla de enfrente / se hubiera abierto, de pronto, una ventana”.

            Traducir poesía no es un imposible, pero a veces parece estar muy cerca de serlo. Lo que dice el poema es más de lo que dice y por eso una traducción meramente informativa no deja de ser una pseudo traducción. Las mejores traducciones poéticas son obra de dos: alguien que conoce bien la lengua de partida y alguien que conoce muy bien la lengua de llegada. A menudo el traductor se limita a dejarnos entrever el original como a través de un cristal borroso. Los sonetos de Feng Zhi, en la versión de Javier Martín Ríos, no son sonetos y, a menudo, tampoco poemas, pero sí el punto de partida para un poema. El titulado “Eucalipto” comienza así: “Tú, desolado árbol de jade en medio del viento del otoño… / eres una pieza musical que al lado de mis oídos / edifica un solemne templo, / ¡déjame entrar con sumo cuidado!”

            Las traducciones de Martín Ríos son una constante invitación a la reescritura. Yo me he atrevido a intentarla en algunos casos. Copio la de este último poema: “Árbol de jade en medio del otoño, / templo de aroma y música en la brisa, /déjame refugiarme entre tus brazos, / que en torno sopla el vendaval del tiempo. / Firme pagoda bajo el limpio azul, / como un sabio maestro frente a mí / del estruendo del mundo me proteges / y de las turbulencias de mis sueños. / Mientras que tú resistas, yo resisto; / mientras tenga tu mano, no me pierdo, / guía inmortal al centro de mí mismo, / eje en torno al que gira el universo. / Eterno tú y eterno yo contigo / si tus raíces guardan mis cenizas” .

            Hay libros que son solo un punto de partida, una invitación a un viaje que tenemos que hacer por nosotros mismos.

 

 

           

domingo, 4 de diciembre de 2022

Veneración y crítica

 

 

Por una ciega ley del corazón
Antología poética
Francisco Brines
Selección y prólogo Vicente Gallego
Institució Alfons el Magnànim. Valencia, 2022.

El poeta Vicente Gallego, junto con Carlos Marzal uno de más devotos amigos de Francisco Brines durante las últimas décadas, ha preparado una antología del poeta que, aparte de su valor, indudable, se presta a algunas consideraciones. Se centra en la parte de la obra de Brines en la que “mejor queda reflejado su amor por la naturaleza”. Incluye todos los poemas que tienen por escenario la casa de Elca, en la que pasó su infancia luego todos los veranos y al final los largos años de vejez, que “se encuentra situada en un entorno privilegiado, frente al mar azulísimo de Oliva, con el Montgó por horizonte y los valles ardiendo de naranjos entre medias”. Las fotografías de Sara Esteban que ilustran el volumen nos muestran una casa que tópicamente calificaríamos de “viscontiana”. Vicente Gallego nos la describe: “Elca es un caserón del siglo XIX que su padre compró a principios del siglo XX, una construcción sobria, de líneas clásicas, con altos muros de cal e interiores amplios, muy bien contrastados entre luces y sombras. El edificio cuenta además con el generoso patio trasero —del que Paco hizo un espléndido jardín— y con un gran desván donde fue alojando su tremenda biblioteca, que después requirió parte del sótano para encontrar acomodo. Tiene adosada una vivienda para los caseros, disfruta además de una alberca que se utilizaba para el riego de los campos de naranjos colindantes, y en la que el poeta se bañaba de niño en los veranos”.

            El poeta Francisco Brines, a las pocas líneas de comenzar el prólogo, se convierte en Paco, el admirado amigo Paco, con lo que desaparece cualquier distancia crítica a la hora de analizar su poesía. Y no es ello malo en sí mismo. Podía haber aprovechado Vicente Gallego estas páginas prologales para ofrecernos un semblanza del poeta. Lo hace, pero entremezclada con análisis y encomios literarios de dudosa validez, como si la fuerza de la amistad le hiciera perder cualquier sentido crítico. La antología —que contiene algunas de las cimas de la poesía de Brines y de la poesía contemporánea— termina con el poema que cierra su último libro, Donde muere la muerte, que el poeta no pudo terminar de revisar y en el que reúne poemas dispersos escritos a lo largo de un cuarto de siglo, cuando tenia la impresión de que con La última costa ya había dicho todo lo que tenía que decir. El poema se titula “El vaso quebrado”, se dedica a Carlos (Marzal) y Vicente (Gallego), y dice así: “Hay veces en que el alma / se quiebra como un vaso, / y antes de que se rompa / y muera (porque las cosas mueren / también), llénalo de agua / y bebe, / quiero decir que dejes / las palabras gastadas, bien lavadas / en el fondo quebrado / de tu alma, / y que, si pueden, cante”.

Para Vicente Gallego este poema es uno de los mejores de su autor, “un prodigio de síntesis y de precisión, tan pleno de significado y a la vez tan desnudo de palabras, tan vibrante en su recogimiento. En él quedan puestas de relieve, tanto su concepción mistérica de la poesía como el grado último de despojamiento expresivo al que le condujo su poesía”. Y refiere luego la anécdota que está en el origen del poema: “Contaba Paco que un día se le cayó al suelo, rajándose, un vaso que nunca antes había utilizado, así que —con ese talante amoroso que lo caracterizaba— pensó llenarlo de agua y beberla, aunque fuese la primera y última vez que lo haría, de modo que aquel vaso pudiera cumplir con la función para la que había sido concebido”. Una anécdota que puede reflejar las manías de una persona, que parece que si tiene una docena de vasos en casa procura beber cada día en uno para que ninguno se sienta “frustrado”, pero que no sirve para elevar a categoría ni simbolizar ningún “talante amoroso”. Vicente Gallego continúa su ponderación: “Solamente un maestro sería capaz de emplear con tal delicadeza el simbolismo en que respira este poema, evitando que el procedimiento se convierta en camisa de fuerza y ahogue la espontaneidad de la palabra. Todo está vivo y dicho aquí sin recurrir al subrayado, en la pureza del sentir y compartir. El vaso quebrado es el alma que aspira al más alto don, el canto, ya que el alma es el recipiente en que bebemos las aguas frescas de la poesía”. Y no se vayan porque aún hay más: “Llegar a respetar un vaso de tal manera es patrimonio de espíritus cristalinos, los grandes gozadores de este mundo”. ¿Un espíritu cristalino es el que bebe en un vaso rajado, con riesgo de cortarse, antes de tirarlo? ¿Los grandes gozadores de este mundo hacen eso?

Parece que en la poesía, en lo que algunos llaman poesía, y en la crítica de poesía, en lo que algunos llaman crítica de poesía, cualquier vaguedad y cualquier pretenciosa hipérbole tienen su asiento. Vicente Gallego ni siquiera se ha dado cuenta de que en ese poema, que no haría de Brines el gran poeta que es si no hubiera escrito otras cosas, hay un error de construcción, fácilmente subsanable por otra parte: el sujeto de “se rompa y muera” nos es “vaso” —como pide el sentido—, sino “alma”. Por descuido, el poeta no ha dicho en los primeros versos lo que quería decir y por veneración nadie en la editorial se ha atrevido a corregirlo.

            Hay más casos en que el amigo del poeta y el estudioso de su poesía se entremezclan de mala manera. Cuando habla de las admiraciones literarias de Brines, no distingue entre las que se manifiestan en sus versos y en su obra crítica de lo que quizá le oyó en alguna conversación. ¿De verdad reconocía Brines “estatura de gigante” a Neruda en los sonetos’? ¿De verdad consideraba a Ángel González un poeta “de segundo plano” entre los de su generación, “un poeta más superficial, menos de segunda lectura”? ¿De verdad era lector asiduo de Gonzalo Rojas, Fina García Marruz y Blanca Varela? Habla el amigo de Paco, no el estudioso de su poesía o de su ensayos, donde no parece quedar ningún eco de esas preferencias.

            La veneración acrítica no es la mejor manera de acercar un autor, que se va alejando en el tiempo, a los lectores contemporáneos.

jueves, 1 de diciembre de 2022

El editor artista o el enfado de Sciascia

 

La felicidad de hacer libros
Leonardo Sciascia
Edición de Salvatore Silvano Nigro
Libros del Kultrum. Barcelona, 2022.

Raro oficio el de editor porque no es un oficio, sino varios, al frente de los cuales están un empresario y un artista. Una editorial, pequeña o grande, es como cualquier otra empresa: fabrica, en sentido amplio, unos productos que ha de colocar en el mercado y cuyos ingresos han de ser superiores a los costes, dar beneficios. ¿Se requiere ser experto en lavadoras para ser dueño de una empresa de lavadoras? No necesariamente; basta con poner al frente a la persona adecuada. ¿Tiene que ser un gran lector un editor o el dueño de una librería, o de una cadena de librerías, por citar otra actividad relacionada con el libro y, por ello, un tanto mitificada? Puede serlo, como Janés, o no serlo, como parece que no lo era José Manuel Lara.

            En 1969, Enzo y Elvira Sellerio crearon en Palermo la editorial a la que dieron su apellido. De dirigirla se ocupó desde el principio el escritor Leonardo Sciascia, gran amigo de ambos, aunque nunca figuró formalmente como tal ni cobró por ello. Sciascia creó colecciones, seleccionó los títulos a publicar, revisó traducciones y escribió los paratextos, no solo las solapas —hoy contraportadas— de los libros, sino también textos para marca páginas, para los comerciales, incluso se ocupó de la relación con los autores. Sellerio fue así tan obra propia como cualquiera de sus libros. Editaba obras breves, semejantes a las que escribía, muchas veces centradas en Sicilia (una isla que es un género literario en sí misma), rarezas a las que había llegado por su pasión de bibliófilo, obras colectivas dirigidas y prologadas por él. Suyos eran los títulos de las colecciones y a él se debía el rescate de trabajos perdidos en revistas eruditas.

            En 2003 se reunieron por primera vez los textos anónimos que Sciascia había publicado en Sellerio; se reeditaron, aumentados, en 2019. Ahora se traducen al español con el añadido de un prólogo de Giovanna Giordano, que es una espléndida pieza literaria en sí mismo.

            En uno de los capítulos de su libro La marca del editor, Roberto Calasso escribió: “La solapa es una forma literaria humilde y difícil, que espera todavía quien escriba su teoría y su historia. Para el editor suele ser la única ocasión de señalar explícitamente los motivos que le han impulsado a escoger un libro determinado. Para el lector es un texto que se lee con sospecha, temiendo ser víctima de una seducción fraudulente”.

            Las solapas de Leonardo Sciascia tienen a menudo un valor independiente, se leen como los apuntes de uno de sus libros de apuntes, Negro sobre negro, por ejemplo. Pero otras veces entran en precisiones que parecen más propias de una nota a pie de página, carecen de ese valor promocional —la solapa forma parte de la publicidad editorial— que parece intrínseco al género.

            La solapa es un arte, y si no está —no puede estar— siempre redactada por el editor, en el segundo de los sentidos del término, el de director literario, ha de estar siempre revisada por este, especialmente si, como ocurre a menudo, quien redacta el primer borrador es el propio autor. Roberto Calasso, un editor artista que ha reunido en volumen las solapas que escribió para su editorial Adelphi, las definió como “una estrecha jaula retórica, menos esplendente pero no menos severa que la que puede ofrecer un soneto”, que debe constar de una pocas palabras eficaces “como cuando se presenta un amigo a un amigo”.

            No solo aparecen solapas en La felicidad de hacer libros —hermoso título—, sino también “Fichas de presentación de las colecciones”, “Textos del editor” o los prologuillos a los trabajos seleccionados en dos libros colectivos, uno sobre los escritores y el fascismo y otro, en varios volúmenes, sobre Sicilia.

            No todas estas prosas rescatadas tienen, ni mucho menos, el mismo interés y es seguro que Sciascia no habría dado el visto bueno a un volumen semejante. O no lo habría dado sin una adecuada selección. A veces, lo que más nos interesa es cierto material un poco caprichosamente añadido. Los dos artículos sobre la estancia en Nápoles de Oscar Wilde, poco conocidos por su biógrafos, por ejemplo. Uno de ellos es una diatriba moralizante, pero el otro, aparecido también en 1897, ofrece un curioso retrato del escritor: “Lo extraño de aquel hombre se percibe cuando dirige la palabra: uno de los dientes incisivos superiores, más exactamente el incisivo medio de la izquierda, es una única pieza de oro afianzada a la encía, el oro también cubre algún otro diente picado; cuando el esteta abre la boca, el metal destella extrañamente”. Y la extensa nota dedicada a presentar a Pietro Pisani, en el volumen Delle cose di Sicilia puede incluirse entre los más sugerentes ensayos de Sciascia.

            La idílica relación de Sciascia con los Sellerio –“iba a la editorial y se quedaba horas y horas reflexionando sobre papeles antiguos, buscando conexiones entre esos legajos y los tiempos modernos”— se quebró al final, nadie sabe por qué —“en Sicilia se dice y no se dice, casi nada es explícito”—, pero Giovanna Giordano aventura una explicación. Había un pacto tácito entre el escritor y la editorial: no era un colaborador que cobrara por su trabajo, pero era él quien elegía los libros o daba el visto bueno. Un día Sciascia tiene que hacer un viaje y a su regreso se encuentra con unos títulos publicados sin su imprimátur, “y se enfada, se entristece y se va”. Y Sellerio deja de ser Sellerio, aunque siga llamándose de la misma manera.



jueves, 24 de noviembre de 2022

Un personaje en busca de autor

 

 

Dos años entre los bolcheviques y otros textos sobre la URSS
Helios Gómez
Edición de Esther Lázaro Sanz
Renacimiento. Sevilla, 2022.

Quien comience a leer este libro por el primer capítulo, como suelen hacer la mayoría de los lectores, es difícil que se anime a seguir leyendo. Se trata de una larga entrevista al autor publicada en junio de 1934, tras pasar dos años en la URSS. Todo en ella es edulcorada propaganda. Los gulags se presentan casi como colonias vacacionales: “Los que sabotean el régimen son objeto de ‘deportación administrativa’. Son llevados a las colonias previamente fijadas y allí son puestos en libertad absoluta. Pero si no quieren morirse de hambre, si quieren vivir, tienen que trabajar, simplemente. Los campos de concentración están generalmente establecidos cerca de los sitios donde se construyen carreteras, canales, o se crean industrias. A los deportados se les dice: ‘Aquí abajo está el trabajo, la vida. Si no queréis morir de hambre, coged el pico y la pala’. Los que son llevados allí son gente que ha cometido robos, traficantes, etc. Muchos de ellos, una vez extinguida la condena, familiarizados con el trabajo, prefieren quedarse allí que no volver a la ciudad. Ya tienen asegurada su manera de vivir”.

            El autor, Helios Gómez, antiguo militante anarquista, sabía de qué hablaba, pero no tenía inconveniente en mentir a sabiendas. Era uno de los más destacados representantes del expresionismo proletario —impactantes estampas en blando y negro— y un hombre de tanto encanto personal como pocos escrúpulos. En La novela de un literato, el fascinante friso que Cansinos Assens dedicó al primer tercio del siglo XX, aparece entre sablista y provocador: “Aquí no hay más solución que matar a don Alfonso… Yo he venido a matar a don Alfonso, pero no tengo dinero para comprar una pistola… Si me lo dais ustedes, lo quito de en medio”. Ya proclamada la República, sigue siendo igual de expeditivo. En una conferencia en el Ateneo de abril del 32 —lo refiere Luis de Sirval , expone sus teorías “artístico-proletarias” y la solución que encuentra para que el arte español adquiera un sentido social es “fusilar a José Ortega y Gasset”.

            Helios Gómez había nacido en Sevilla, en 1905. Trabajó primero como ceramista, participó casi desde adolescente en las revueltas sociales, conoció muy pronto la cárcel. Con la dictadura de Primo de Rivera se exilió por primera vez. En París alcanzó cierta pintoresca notoriedad porque vendía sus dibujos vestido de torero. Presumía de su gitanismo, aunque no es seguro que lo fuera. Siempre tuvo mucho de pícaro con gracia. “Como no conocía ni una palabra de francés —cuenta el escritor belga Max Deauville, uno de sus primeros protectores—, para pedir lo que quería en los restaurantes, dibujaba en las cartas tortillas, tomates, patatas fritas y bistecs. Su primera exposición en París fue organizaba por un camarero que colgó en las paredes de su establecimiento estos dibujos.

            Visitó por primera vez la URSS en 1928 y le comentó en carta a Max Deauville sus impresiones, poco favorables. Este no tuvo inconveniente en publicarlas en 1930, el mismo año de la “conversión” fervorosa del autor al comunismo. Ramon J. Sender le conoció en Moscú y quedó tan fascinado con su personalidad que lo evocó en varias obras y acabó convirtiéndolo en protagonista de uno de sus relatos, “Germinal”, incluido en el libro de 1970 Relatos fronterizos. Nos lo presenta como un hombre “gallardo, atlético, muy calé en el estilo clásico, con un gracejo de pillo callejero”. Parece que se ocupaba de censurar los textos escritos en español.

            De la belleza física de Helios Gómez, de su encanto personal, hay abundantes testimonios. Teresa Rebull, cuya familia lo tuvo alojado en casa en tiempos de persecución política, lo recuerda “guapísimo y muy joven”, con algo de bailarín de flamenco. En los comienzos de la guerra civil, tuvo una actuación destacada (aparece fotografiado por Agustí Centelles en una de las barricadas barcelonesas). Henriette Nizan lo recuerda así: “Nosotros llegamos al fin al hotel Colón. Ante del hotel, barricadas hechas de pilas de sillas metálicas. Detrás de las pilas, milicianos armados. Pero, delante, vimos a un hombre soberbio vestido con un mono blanco de aviador, la cintura prieta en un gran cinturón de muaré rojo adornado con flecos de oro, evidentemente robado de una iglesia. El bello aviador era Helios Gómez, un amigo pintor que conocimos en la URSS”. El comienzo de la guerra fue un momento glorioso para muchos, que creyeron que había llegado el momento de hacer realidad la utopía revolucionaria. Helios Gómez actuó como comisario político y el 22 de diciembre de 1936, cuando la consigna era resistir a cualquier precio en una determinada posición, se enfrenta a un capitán de ametralladoras, José Arjona Sánchez, que manifiesta alguna discrepancia, y tras desarmarle “le mata de un tiro”, según leemos en el prólogo de este caótico y fascinante volumen.

            Todo un personaje Helios Gómez, que merecía protagonizar algo más que el relato de amor, celos y rebuscada venganza que le dedica Sender, una crónica como la que Chaves Nogales dedicó al maestro Juan Martínez o una novela barojiana.

            Como escritor vale menos que como personaje, aunque no resulta enteramente desdeñable. De su extenso reportaje “Dos años entre los bolcheviques”, publicado por primera vez en una revista barcelonesa —Helios Gómez tuvo mucha relación con el nacionalismo catalán—, se salvan los pasajes en que el autor se olvida de hacer propaganda y nos muestra cómo era entonces la vida en Rusia, Inolvidable resulta la “estampa goyesca” que descubre en el interior de una gigantesca estatua de Lenin, donde vagabundos de todas las edades y de todo tipo, cubiertos con estrafalarios harapos, ayudaban a descuartizar dos perros en trozos pequeños que después de pesar en una improvisada balanza envolvían en trozos de periódicos.

De notable interés es también el sorprendente poema “Erika”, lírico y narrativo, que cuenta una historia de amor —con mucho de autobiográfico— entre dos revolucionarios en la Europa de los años treinta, una historia que comienza en Odesa y termina en el Berlín nazi, pasando por Moscú, Londres y otras ciudades como Rotterdam o Amberes.

            Tras la guerra civil, Helios Gómez marchó al exilio, para regresaren 1942  a España, donde entró y salió de la cárcel y parece que actuó como confidente de la policía hasta su muerte en 1956. Era un personaje en busca de autor y este libro preparado por Esther Lázaro Sanz, con sus minuciosos apéndices, puede leerse como el borrador de una fascinante novela de no ficción aún por escribir.



jueves, 17 de noviembre de 2022

Las cuentas claras

 

Un hogar en el libro
Antonio Rivero Taravillo
Newcastle Ediciones. Murcia, 2022.

Las librerías, como todas las especies en peligro de extinción, gozan de muy buena prensa. Abundan las novelas, las películas, que tienen por protagonista a un heroico librero o librera, alma de su barrio, consejero espiritual de sus clientes más que clientes amigos, que lucha contra feroces dragones: las inmobiliarias, las cadenas de estandarizadas librerías o de comida rápida.

            La realidad se parece poco a esa idealización romántica, que encandila sobre todo a quienes hace tiempo que han perdido la costumbre de frecuentar librerías.

            Antonio Rivero Taravillo, en Un hogar en el libro, deja constancia de su paso por una librería que, aunque formaba parte de un gran grupo, tenía un carácter singular: la Casa del Libro, de Sevilla, inaugurada con él al frente en 2001 y de la que fue despedido, con quizá no muy buenos modos, cinco años después. No ha pasado mucho tiempo, ni siquiera dos décadas, y ya el mundo es otro, ya no sería posible una experiencia semejante.

            Un hogar en el libro tiene algo de novela de no ficción con un toque de relato costumbrista que a veces se aproxima al género negro. No escasean los ajustes de cuentas, a los que tan propicia resulta esta clase de obras, pero sin exceso de nostalgia: aquel abrupto final supuso un principio. A partir de entonces. Antonio Rivero Taravillo se convirtió en un escritor profesional, cultivador de los más diversos géneros, de la poesía al relato de viajes y a la novela; también biógrafo (a él se deben las precisas biografía de Cernuda y Cirlot) e incansable traductor.

            La Casa del Libro original, fundada en los años veinte, fue la primera gran librería española y está ligada a la historia de nuestra cultura. Baste decir que en el edificio de la Gran Vía madrileña, que se construyó exprofeso para albergarla, estaba la redacción de Revista de Occidente y tenía su despacho Ortega. Cuando la compró el grupo Planeta, decidió convertirla en el centro de una cadena de librerías.

            Antonio Rivero Taravillo no solo nos cuenta los avatares de la inaugurada en Sevilla, en el mejor lugar, con una gran inversión que desde el principio comenzó a ser rentable, también ofrece capítulos de su autobiografía, centrándose especialmente en su iniciación lectora.

            Aunque experto en literatura de lengua inglesa (especialmente irlandesa), aunque reconocido traductor, aunque dirigió durante una década una librería inglesa de Sevilla, nos sorprende indicándonos que no terminó sus estudios universitarios. No es el único caso —ahí está, por ejemplo, Juan Manuel Bonet— de quien sin llegar a licenciarse ocupa los más destacados puestos de su especialidad. Algún día habrá que indagar en la relación entre el desarrollo de ciertos plurales talentos y la falta de ciertos requisitos administrativos que les evita presentarse a oposiciones muy a menudo castradoras.

            El negocio del libro puede no ser un negocio como los demás, pero es también un negocio que, como cualquier otro, necesita ser rentable para poder subsistir. El éxito de la Casa del Libro sevillana, en la etapa en la que la dirigió Rivero Taravillo, se debió a que no solo tenía los libros que se encuentran en cualquier otra librería, los libros de gran venta, sino también muchos que solo se encontraban en ella —ediciones minoritarias, incluso de autor, rarezas varias—, y a ello se añadía una buena selección de revistas literarias, que dejan poco margen de ganancia, pero que fidelizan a algunos de los mejores lectores. Además quiso convertirla en un centro cultural, donde no solo hubiera las habituales presentaciones, sino también talleres literarios y otras actividades.

            Pero no solo habla de la librería a la que logró impregnar de su personalidad Rivero Taravillo. También se ocupa de la competencia, especialmente de la cadena sevillana Beta, que descalifica con trazos gruesos, y de las nuevas editoriales que se fueron creando por entonces, Lo hace sin obviar pequeños detalles que otros habrían tenido el cuidado de evitar. De la editorial Periférica dice “que se benefició en su difusión, al menos en el suplemento Babelia, de que el recientemente fallecido Julián Rodríguez fuera hermano del redactor Javier Rodríguez Marcos”.

            Hay elementos de novela negra. Comenzaron a llegar correos falsos en los que supuestamente Rivero Taravillo denigraba a escritores y colegas, anónimos a su pareja denunciando líos de faldas, acusaciones de acoso sexual. Cuando lo denunció a la policía, el agente que le atendió le dijo: “En estos casos, el culpable suele ser quien la víctima cree que es”. Y el autor deja pistas para que sepamos quién fue. Como en cualquier historia, no faltan las amistades traicionadas: “No descubro nada si agrego que hay personas que llevan muy mal saber que deben algo a alguien”.

            La experiencia concluye con un giro de guion, “tan trágico como el nudo argumental de una tragedia de Shakespeare”. Pero finalmente todo fue para bien, según ya hemos indicado, y si el negocio editorial perdió a quien podía haber sido un importante ejecutivo, la literatura ganó a un autor estajanovista y polifacético.



           

jueves, 10 de noviembre de 2022

La crisis del vituperio

 

Abril de 1934. La amnistía de derechas y la crisis del vituperio
Joaquín Olaguíbel
Espuela de Plata. Sevilla, 2022.

Los hechos históricos en la conciencia popular tienden a simplificarse, a convertirse en un cuento de buenos y malos. Y no solo en la conciencia popular. También los historiadores interpretan el pasado, cercano o remoto, de acuerdo con sus preferencias ideológicas. Joaquín Olaguíbel no es historiador, sino jurista, pero su libro Abril de 1934, aunque no utilice, salvo en muy contados casos, fuentes inéditas, nos aclara el período más denostado de la República española, el de los gobiernos de Alejandro Lerroux, y añade multitud de sugerentes matices a un período que tendemos a ver en blanco y negro.

            Joaquín Olaguíbel es sobrino nieto de uno de los más fugaces ministros de entonces, Ramón Álvarez-Valdés, cercano colaborador de Melquiades Álvarez, el político asturiano que fundó el Partido Reformista.

            Una de las promesas electorales con la que las derechas ganaron las elecciones de 1933 fue la promulgación de una ley de amnistía para los militares que participaron en el golpe militar de 1932, especialmente el general Sanjurjo, y para los políticos condenados por su participación en la dictadura, especialmente José Calvo Sotelo.

            Al general Sanjurjo, condenado a muerte, ya le había indultado de esa pena máxima el gobierno de Azaña. Ahora se trataba de reintegrarle al ejército con todos sus grados y honores.

            Fue a Ramón Álvarez Valdés, ministro de Justicia, a quien le tocó redactar y defender en las Cortes ese decreto de amnistía, en el que la izquierda veía una traición a la República y consideraba una burla el que se llevara a las cortes cuando se conmemoraba el tercer aniversario de la proclamación del nuevo régimen.

            El debate discurría por los cauces previstos hasta que el ministro pronunció unas palabras imprudentes que le obligaron a dimitir y que acabarían llevándose por delante el gobierno del que formaba parte. El decreto de amnistía no amparaba al levantamiento anarcosindicalista de diciembre de 1933 e Indalecio Prieto se amparaba en ese hecho para oponerse a que se aplicara a los rebeldes de 1932. Álvarez Valdés señaló una diferencia fundamental entre ambos movimientos: uno, el anarcosindicalista, iba contra el régimen, el otro solo contra el gobierno de Azaña. Y añadió unas frases que podían haber pasado inadvertidas, pero que fueron inteligentemente aprovechadas por la izquierda: “Tracé la divisoria entre lo ocurrido el 10 de agosto y el 10 de diciembre; dos movimientos que rechazo, porque soy enemigo de toda violencia. Como para mí mereció todo vituperio el movimiento insurreccional del 15 de diciembre de 1930. Y la prueba de que no era necesario está en lo ocurrido en los comicios del 12 de abril de 1931. Ese es el camino”.

            Afirmaciones muy sensatas y de las que pocos estarían hoy en desacuerdo. Pero Fermín Galán y García Hernández se habían convertido en personajes míticos, la sublevación de Jaca era uno de los fundamentos heroicos del nuevo régimen. Indalecio Prieto supo aprovechar de inmediato el desliz del neófito ministro: “Ya no hay confusión, señores diputados republicanos: el ministro de Justicia condena el movimiento republicano por el cual nació la República… En la revolución de diciembre tomó parte quien está hoy en las cumbres del Estado… ¡Viva la revolución del 15 de diciembre!...¡Viva Galán y García Hermández1”

            El titular, a cinco columnas, del diario Luz, nada extremista, decía: “El ministro de Justicia condena el movimiento revolucionario contra la monarquía, del que se hizo responsable D. Niceto Alcalá-Zamora”. Y continuaba en letras de cuerpo menor: “Si ese ministro no dimite, es que hemos dimitido todos los republicanos, desde el más alto al más bajo”.

            En el Congreso, uno de los más agresivos contra Álvarez-Valdés fue Miguel Maura. Entre otras cosas, dijo que el comité revolucionario, del que formaba parte, estaba solidarizado con los capitanes Galán y García Hernández y que estos seguían las indicaciones marcadas por el comité. Cosa muy distinta afirma en su libro Así cayó Alfonso XIII: “Lo sucedido en Jaca fue un lamentable error, la locura de un exaltado que redimió su grave culpa dejándose matar en vez de escapar, lo que le valió entrar en la historia por la puerta roja de los mártires, cuando, en realidad, solo censuras merecía por su insubordinación, por su ligereza y por la ausencia total de capacidad en el mando de la acción revolucionaria. Ni política, ni estratégica, ni militarmente tiene la menor justificación la aventura de Fermín Galán”.

            En torno a la llamada crisis del vituperio, Joaquín Olaguíbel va trazando círculos concéntricos que ilustran muchos aspectos de la compleja historia de la segunda República. La peripecia de Ramón Franco, por ejemplo, el aviador que quiso, junto a Blas Infante, independizar Andalucía, o la de Gonzalo Queipo de Llano, que antes de ser el matarife de Sevilla, fue un conspirador republicano. De él nos cuenta Pemán que, en una intervención pública, ya comenzada la guerra civil, tras un discurso de Eugenio d’Ors en que afirmaba que la sub-historia sale a la luz en cuanto la cultura deja de vigilarla, como ocurrió el 14 de abril, en que toda la hez y la canalla ocupó la calle, cerró el acto afirmando que los filósofos generalizan en exceso, que en los camiones exultantes y vociferantes del 14 de abril habían ido toda clase de españoles y de españolas, “en alguno de esos camiones, roncas de gritar y sinceramente convencidas de la gloria de la jornada, iban mis hijas”.

            Joaquín Olaguíbel utiliza todas las fuentes a su alcance, de izquierda y de derecha (incluso cita a Pío Moa), y aunque incurre en alguna ingenuidad (como cuando se refiere a Pérez de Ayala y la quiebra de la empresa familiar), nos ayuda a ver sin anteojeras un tiempo convulso. El protagonista —el pretexto, mejor— del libro murió asesinado en la noche de 22 al 23 de agosto de 1936, junto a su mentor Melquiades Álvarez. De ese asesinato, que estuvo a punto de provocar la dimisión del presidente de la República, nos ofrece precisos pormenores, como de tantos otros asuntos, Abril de 1934, un libro que —afortunadamente— no se ocupa solo del asunto que le da título.

jueves, 3 de noviembre de 2022

Más es menos

 

Madrid 1945
La noche de los Cuatro Caminos
Andrés Trapiello
Barcelona. Destino, 2022.

Pocos escritores, en la literatura española del último medio siglo, con tantos talentos, capacidad de trabajo y ambición como Andrés Trapiello. Ha cultivado todos los géneros y en todos ha querido dejar su marca. Lo ha conseguido en la poesía, en el artículo periodístico, en la escritura diarística (hay un antes y un después en los diarios personales tras su Salón de los pasos perdidos), en la investigación literaria, en el rescate de autores olvidados. Y no se ha limitado a eso. Conoce como nadie el arte de la imprenta y, como su admirado Juan Ramón Jiménez, ha renovado el arte de hacer libros.

            En Madrid, 1945, aunque aparece en una editorial que pertenece a uno de esos dos grandes grupos que monopolizan la edición en lengua española (y no solo), se ha ocupado de todos los aspectos materiales del libro, como si se publicara en La Veleta o en su pequeña editorial privada. Un privilegio reservado a muy pocos autores.

            Pero suele ser un error que un abogado, aunque sea (o se crea) el mejor abogado del mundo, se defienda a sí mismo. La maquetación de un texto es una guía de lectura y la de este volumen no facilita la lectura. Las abundantes ilustraciones, con sus sugerentes pies de foto, interrumpen un texto complejo, lleno de personajes y detalles, que requiere toda la atención. Habría sido mejor publicarlas todas juntas en un álbum final (incluso en un volumen independiente). Algunos lectores, cansados de las continuas interrupciones, pueden dejarlas todas para el final; otros, lo harán al principio, pero dudo que ninguno sea capaz de ir entreverando durante mucho tiempo el texto principal y el de las ilustraciones, salvo que se limite a hojear el libro, que es a lo que parece incitar con su aspecto de libro de regalo muy ilustrado, como el anterior y exitoso que Trapiello dedicó a la historia de Madrid.

            Cuesta leer este libro porque es el resultado de una minuciosa investigación histórica, sobre un hecho poco gustoso de recordar tanto para los derrotados en la guerra civil como para los franquistas. En 1945, un grupo de militantes comunistas que no daban por concluida la guerra civil entraron en un local de la Falange y asesinaron a sangre fría a las dos personas que allí encontraron. Esa “acción de guerra” consiguió un resultado contrario al que sus organizadores esperaban: no incitó a la población, o a parte de la población, a seguir luchando en un momento en que Alemania estaba a punto de ser derrotada, sino que fue aprovechada por el Régimen para organizar una de las manifestaciones a su favor más concurridas y clamorosas. Además, la represión consiguiente desmanteló por un tiempo a la oposición comunista.

            El azar, el seguro azar, quiso que Andrés Trapiello se encontrara con un dossier de la Dirección General de Seguridad, el “Informe especial nº 48”, sobre el descubrimiento de imprentas clandestinas y la detención de los “guerrilleros de ciudad” que habían asesinado a los falangistas en la “subdelegación de Cuatro Caminos”. El resultado fue la publicación, en 2001, de un libro sobre esos hechos. Es el que ahora se vuelve a publicar, muy aumentado, convertido prácticamente en otro, tras complementar la investigación en numerosos archivos, algunos de ellos inaccesibles en el momento de la primera investigación.

            El resultado podía haber sido solo una investigación histórica, una tesis doctoral de esas que se publican en un grueso volumen lleno de notas, bibliografía y apéndices documentales, que pocos leen. Andrés Trapiello ha querido convertir ese ímprobo trabajo de historiador en una especie de best-seller, en una obra de gran público. Ha utilizado para ello sus mañas de veterano escritor, todos sus virtuosismos en el arte de contar, con continuas apelaciones a Cervantes y a Galdós. A mi entender, no lo ha conseguido.

            Ha renunciado Trapiello en esta “novela de no ficción” al narrador omnisciente, aunque no por completo, y lo ha sustituido por lo que yo llamaría un “narrador entrometido” que se identifica con el propio autor y que no renuncia a sus obsesiones particulares. Basten uno o dos ejemplos. La peculiar obsesión del autor contra Azaña rompe la imparcialidad del narrador. Refiriéndose a los “paseos” —detenciones y ejecuciones incontroladas— del caótico Madrid de los primeros meses de la guerra civil, escribe: “Azaña habla de ellos en La velada de Benicarló (acabada la guerra; de haberlo denunciado antes, acaso no habría ganado la guerra, pero sí un lugar más airoso en la historia)”. ¡Qué barbaridad!, piensa el lector medianamente informado antes de seguir leyendo. La violencia incontrolada en la zona republicana la denunciaron, durante y después, muchos republicanos y no solo la denunciaron, sino que a menudo la sufrieron. Juan Ramón Jiménez salió de España, después de un feo encontronazo con milicianos, gracias a la ayuda de Azaña. También cita Trapiello a Azaña a propósito de unas palabras que Miguel Maura, ministro de Gobernación, le atribuye en sus memorias exculpatorias, a propósito de la quema de conventos en mayo de 1931: “Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”. Añade Trapiello una algo infame coletilla: “Y los que no son republicanos, parecía insinuar, aun si se les quema vivos, ¿qué nos importa?”.  ¡Azaña, el Azaña de “paz, piedad y perdón”, convertido en el peor de los chequistas y de los inquisidores! Olvida Trapiello, por otra parte, que el gobierno provisional de la República, en esa fecha, estaba presidido por Niceto Alcalá Zamora, no por Azaña, y que por lo tanto serían este y Miguel Maura, católicos ambos, los responsables de la inacción cuando la quema de conventos.

            Afortunadamente, la intervenciones partidistas de Andrés Trapiello en este libro contrastan con un encomiable afán de imparcialidad, de denunciar la barbarie de unos y de otros, de defender a las víctimas y combatir a los verdugos de cualquier bando. Pero no puede evitar que el riguroso historiador que quiere ser deje asomar de vez en cuando al impetuoso libelista que también es. En uno de sus extensos pies de foto, habla del “gobierno de España, una coalición de socialistas y comunistas, apoyados por los nacionalistas vascos, golpistas catalanes y antiguos terroristas de Eta”. Sin comentarios.

            Algún comentario merece, sin embargo, un hecho que todos los historiadores desconocían y que él sabe porque se lo ha contado Clemente Auger, “sesenta años después”: en el Madrid de 1945, como en el Madrid de antes de la guerra, se celebraban manifestaciones de niños comunistas, con gritos contra el fascismo y pancartas con vivas a Rusia. Se peleaban con ellos los niños del Frente de Juventudes, de los que Auger entonces formada parte. Andrés Trapiello da por cierta, sin más pruebas, esa increíble información.

            Podía pensarse que la discrepancia con este libro —que, por otro lado, supone una investigación excepcional— es solo, o principalmente, ideológica. No hay tal. Lo que tiene de obra histórica y lo que tiene de obra literaria no maridan demasiado bien, el escritor —con sus continuas interferencias— ha entorpecido la labor del historiador. Parecen sobrar buena parte de los guiños y trampantojos más o menos cervantinos (hablar de que un personaje lee “este libro”, en lugar de “la primera edición de este libro”, por ejemplo), mientras que se echa de menos un mayor desarrollo de los aspectos que tienen que ver con la propia investigación, tan apasionante como los tristes hechos investigados. Al final del libro, hay una notas sobre los personajes. En la dedicada a Mercedes Gómez Otero, Merche, uno más fascinantes, leemos: “Terminó su vida en una residencia de ancianos. En los tomos del Salón de los pasos perdidos hay rastros de nuestras conversaciones, así como de muchas pesquisas y entrevistas con algunos de los supervivientes y testigos de esta historia”. ¿Pretende Trapiello que los lectores de Madrid, 1945 se pongan a rebuscar entre los miles y miles de páginas, sin índice alguno, de su diario para encontrar el rastro de esas “pesquisas y entrevistas”?

            Un editor profesional le habría dicho que todo ese material, adecuadamente reescrito y desarrollado, debería formar parte de este volumen, para convertirlo en una “quête”, que diría su amigo Juan Manuel Bonet, en el que la búsqueda tiene tanta importancia como el hallazgo. Pero el que Madrid, 1945 no sea la gran obra que hubiera podido ser (y que en ella se entrevé), no impide reconocer el titánico esfuerzo del autor por aclarar unos hechos que desde ningún lado del espectro ideológico había mucho interés en aclarar.



                       

           

viernes, 28 de octubre de 2022

El hilo de la vida

 

Los hilvanes del tiempo
José Luna Borge
Eolas. León, 2022.

Hay tantos tipos de diarios de escritor como escritores cultivan el género, tan frecuente en las últimas décadas. Contra lo que pudiera parecer, y como parecería indicar el adjetivo “íntimo” que les suele acompañar, no todos se inclinan hacia la confidencia. El análisis interior y el tono conceptual predomina en los herederos de Amiel; el cotilleo literario y la crónica epocal, en los que descienden de los hermanos Goncourt.

            En los diarios de José Luna Borge, a los que ahora se añade Los hilvanes del tiempo, correspondiente a los años 2006-2007, se entremezclan varios hilos para entretejer el tapiz de una vida. No todos son de igual interés. El más llamativo tiene que ver con las turbulencias políticas de ese tiempo, el del gobierno de Rodríguez Zapatero: la teoría de la conspiración en torno a los atentados de Atocha, las negociaciones con ETA, el estatuto de Cataluña… El interés de estas anotaciones es, sobre todo, sociológico. El autor no parece tener pensamiento propio al respecto. Sigue a pie juntillas las informaciones de El Mundo y parece convencido de que el 11M “fue perpetrado desde las cloacas del Estado a través de mercenarios extranjeros con el único objeto de subvertir el orden constitucional y convertir a España en un Estado federal”. Contra Rodríguez Zapatero no se ahorran denuestos. Se da noticia de la visita de Arcadi Espada a Sevilla y del grupo de “Ciudadanos por Cataluña” que en esa ciudad se forma. Se habla de la “pasta gansa” que Cataluña se llevará con el nuevo estatuto en detrimento de Andalucía o Extremadura. Toda esta escandalera, tan reciente, es ya historia antigua, ajado periodismo de opinión.

            La columna vertebral de este diario, lo que le hace inconfundible, lo que le da un perfil propio entre los diaristas españoles, es muy otra. El autor nació en Sahagún, aunque la mayor parte de su vida haya transcurrido en Sevilla, y a la evocación de la infancia leonesa dedica sus mejores páginas. A la evocación de esa infancia y a la de sus padres, campesinos en una España que hace tiempo que se ha dejado atrás. Símbolo de todo ello es la casa que construyeron en Sahagún, abandonada luego y casi en ruinas, y a cuya reconstrucción dedica el autor los veranos.

            Esa casa es la verdadera casa de la vida. Pocas veces un lugar, unos utensilios de labranza, han sido descritos con tanta minucia etnográfica y emoción poética. José Luna Borge escribe con el lenguaje de la melancolía, sus mejores páginas las dedica a la proustiana búsqueda del tiempo perdido. Sabe contar y sabe emocionar con lo que cuenta, aunque nos hable de la intrahistoria de una pequeña localidad y de anécdotas familiares que pudieran parecer minúsculas.

            Sahagún es el pasado que el autor no quiere que pase para siempre; Sevilla y Salobreña, los escenarios en que actualmente transcurre su vida, descritos con mirada que aúna costumbrismo, sátira y lirismo; Oviedo evoca años estudiantiles y la historia de un amor encontrado y perdido, perdido y encontrado. Abundan las breves y precisas anotaciones paisajísticas y sobre los cambios de ese otro tiempo, el atmosférico, que también suele ser presencia constante en los diarios. Como suele abundar la referencia al propio diario, y Luna Borge no nos la ahorra (a fin de cuentas, se ha ocupado también teóricamente del género). Insiste mucho en que el diario debe contar lo que pasa, no maquillar, no incurrir en la ficción, pero subraya las elipsis, a veces de elementos fundamentales: “El diario es el reflejo de lo que uno vive o eso es lo que creo, pero no todo lo que uno vive se constata en un diario. Uno debería poner lo que, como decía Gide, a veces atribula nuestro corazón, pero esas pesadumbres son a veces de carácter tan privado que no sirven a nadie y es mejor guardárselas”. Lo que no se guarda Luna Borge son ciertas pequeñeces de la vida literaria, como que cierta revista tardó siete meses en publicarle un articulo o que determinado reseñista no le trató tan bien como él creía merecer. Mayor interés tiene su generoso comentario de algún libro, como Precipitados, esa magistral miscelánea del desaparecido Miguel Postigo, o las páginas que dedica a autores que admira y de los que se ocupado en otros lugares, como Robert Walser.

            Y junto a la lectura es la música el consuelo en los momentos oscuros que no faltan en ninguna vida: “La alegría y el juego puro de Mozart nos vienen a decir que el tiempo es un hilo muy fino que nos va tejiendo y juega con nosotros, que nos lleva y nos trae”.

            Del hilo de la vida y de los hilos que se entretejen en cualquier vida nos habla este libro, a ratos malhumorado, a ratos tierno, nostálgico casi siempre, en el que no faltan ciertas brusquedades y monotonías; un libro que es literatura y algo más que literatura, técnica y llanto. como toda la literatura que de verdad importa.

viernes, 21 de octubre de 2022

Para todos los lectores

 

La vida es sueño
Pedro Calderón de la Barca
Edición de Rosa Navarro Durán
Edebé. Barcelona, 2022.

Como las obras maestras que vemos en los museos necesitan de una periódica restauración que las libre de las injurias del tiempo y mantenga, en lo posible su esplendor original, así la obra literaria necesita de un especial cuidado cada vez que pasa a la letra impresa. Cambia la lengua, cambia el contexto y los grandes clásicos difícilmente podrían ser leídos hoy sin una minuciosa labor de edición.

            Otra cosa son las adaptaciones para un público juvenil o volver a contar en lenguaje contemporáneo —como hizo Andrés Trapiello con el Quijote— lo que el autor contó en la lengua de su tiempo. Rosa Navarro Durán se ha especializado en lo primero y cuenta ya con una nutrida serie de títulos que reescriben para los lectores más jóvenes la literatura universal. El procedimiento no carece de detractores: al simplificar lo complejo pueden desaparecer los valores literarios. Pero las versiones de Rosa Navarro Durán suelen ser algo más que una propedéutica para la lectura del original, pueden leerse por sí mismas con placer y provecho a la manera de los Cuentos basados en el teatro de Shakespeare, de Charles Lamb.

            Su edición de La vida es sueño, incluida en una colección que lleva el título de  “Clásicos para estudiantes” es de otro tipo. Las modificaciones al texto de la primera edición, aclaradas en una nota final, son las imprescindibles, salvo que se trate de una edición paleográfica, ilegible para el lector común: modernización de ortografía y puntuación, sustitución de algunas formas arcaicas ( “prendedles” por “prendeldes”) y pocas cosas más, siempre indicadas en la nota final. La novedad de esta edición consiste en sustituir las notas a pie de página por comentarios y paráfrasis de algunas escenas, que aparecen intercalados en el texto calderoniano.

            En un principio nos vemos tentados a rechazar la novedad, que vendría a ser como interrumpir un concierto para ir explicando las características de su composición. La obra literaria debe ser leída o escuchada en su integridad; las explicaciones, deben ir antes o después.

            Pero el teatro impreso siempre ha requerido de acotaciones.  Y como acotaciones que no interrumpen la obra, sino que nos ayudan a imaginarla en el escenario y entender mejor lo que en ella pasa pueden considerarse estos comentarios.

            Para cualquier lector, la haya leído en sus tiempos de estudiante o no la haya leído nunca, es un placer intelectual y verbal acercarse a La vida es sueño —una de las obras maestras del teatro universal, no hace falta repetirlo— de la mano de Rosa Navarro Durán.

            Comienza la obra, con las palabras que Rosaura —“en hábito de hombre”— le dirige a su caballo, que se ha desbocado y la ha arrojado en tierra: “Hipogrifo violento, / que corriste parejas con el viento, / ¿dónde, rayo sin llama, / pájaro sin matiz, pez sin escama / y bruto sin instinto / natural, al confuso laberinto / de estas desnudas peñas / te desbocas, te arrastras y despeñas?”. Y sigue en ese tono, más propio de las Soledades gongorinas que del lenguaje teatral: “Quédate en este monte / donde tengan los brutos su Faetonte, / que yo, sin más camino / que el que me dan las leyes del destino, / ciega  y desesperada, / bajaré la cabeza enmarañada / de este monte eminente, / que abrasa al sol el ceño de su frente”. No importa no entender todas las alusiones, escuchamos esos sonoros versos como un aria de ópera, nos dejamos seducir por la música de las palabras y sabemos, desde el principio, que no estamos en una obra realista, sino en una alegoría barroca. Rosa Navarro Durán detiene la acción y nos aclara el parlamento de Rosaura. Lo irá haciendo cada poco, sin que el procedimiento resulte enfadoso. Nunca incurre en divagaciones inútiles, su erudición es la precisa; sabe todo lo que hay que saber sobre la obra y sobre la literatura del siglo de Oro, pero no hace alarde de ello, no se empeña en demostrarlo con cualquier pretexto.

            Dos son, como es bien sabido, las acciones que se entrecruzan en La vida es sueño: la historia de Segismundo, el príncipe desterrado y encerrado desde niño porque los hados advirtieron del futuro enfrentamiento con su padre, y la de Rosaura, que viene de Moscovia a Polonia, para vengar una afrenta. El sabio entrelazamiento entre una y otra lo pone de relieve, con mucho acierto, Rosa Navarro Durán.

            El argumento y la lección de La vida es sueño lo conocen incluso quienes no la han leído, como es propio de un puñado de grandes obras, de la Odisea a Romeo y Julieta. Y algunos de sus versos se han independizado y viven al margen de la obra para la que fueron escritos, como la décima que parece formar ya parte de la literatura popular: “Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba…”

            Tras leer la obra como si la leyéramos por primera vez, descubriendo en ella sugerentes detalles que nos había pasado inadvertidos, se nos ofrece un epílogo con el material didáctico, en principio poco apetecible para el lector común, pero solo las últimas páginas pueden considerarse así. Rosa Navarro Durán resume con acierto lo que se sabe del autor, analiza las fuentes (La vida es sueño reelabora diversas leyendas tradicionales) y los principales personajes. Sabe de lo que habla, como acreditan sus múltiples estudios sobre la literatura del Siglo de Oro, y tiene siempre el acierto de no contarnos todo lo que sabe, sino solo lo que ayuda a nuestro disfrute de una obra que solemos dar por consabida.

            Una edición para estudiantes que es, en realidad, para todos los lectores.