miércoles, 30 de agosto de 2023

Toda una vida

 

Sobre mis propios pasos
Angelina Gatell
Prólogo de Antonio Colinas
Edición y estudio preliminar de Marta López Villar
Bartleby. Madrid, 2023.

Marta López Vilar dedica buena parte de su estudio preliminar sobre la poesía completa de Angelina Gattell (1926-2017) a lamentarse del olvido al que la condenó, como a tantas otras poetas de la generación del cincuenta y de las anteriores, su condición de mujer. Pero más bien ocurrió lo contrario. El olvido es lo habitual. Abundan los poetas que en los años sesenta tuvieron su momento de gloria –premios de renombre, abundantes reseñas, inclusión en las antologías-- y luego se borraron de la historia literaria. Cito algunos: Manuel Mantero, Mariano Roldán, Eladio Cabañero, Miguel Fernández, Jacinto López Gorgé. Podríamos seguir y seguir. Se borraron y es difícil que nadie los rescate. Las poetas tienen más suerte. La condición de mujer supone hoy, en la historia literaria, aunque se tienda a afirmar lo contrario, un eficaz salvoconducto..

            En la obra poética de Angelina Gatell –también traductora, actriz de doblaje y activa participante en la sociedad literaria de su tiempo-- hay dos etapas, al menos en la obra publicada, que es la que se recopila en este volumen. La primera se inicia en 1955, con la publicación de Los soldados, y concluye en 1969 con Las claudicaciones. Significativa resulta esa fecha, en torno a ella se da un cambio de estética en la poesía española: al humanismo reivindicativo de la interminable posguerra, le sucede una vuelta al hermetismo, al esteticismo de raíz modernista, a las piruetas de las vanguardias. Comprensible que Angelina Gatell no se sintiera a gusto en ese nuevo clima. Otros poetas –su amigo y maestro José Hierro el más destacado-- optaron también entonces por el silencio.

            La vuelta a la actualidad literaria tuvo lugar ya en el nuevo siglo con Los espacios vacíos. Que el abandono de la publicación no supuso el abandono de la escritura lo muestra el libro siguiente, Noticia del tiempo, una de cuyas secciones está escrita entre 1960 y 2000, en años de silencio editorial. Se trata de un libro compuesto íntegramente de sonetos. A la escritura de Angélica Gatell, con tendencia a la lírica divagación, le sienta el ejercicio del soneto. Cierto que no todos, como no podía ser de otra manera –son un centenar-- están a la misma altura, pero un puñado de ellos no la hacen desmerecer en un siglo de sonetistas excepcionales.

            Angelina Gatell, que viene del campo de los vencidos en la guerra civil, se puede encuadrar dentro la poesía social, pero huye de lo panfletario. Hay reivindicación en ella, pero sobre todo intimismo y memoria.

            Los últimos coletazos de la represión franquista la alcanzaron de lleno. En 1974, un hijo suyo, casi un adolescente, fue detenido y encarcelado. Ese hecho, directa o indirectamente, aparece en varios poemas. Dos sonetos llevan el explícito título de “A mi hijo Eduardo que cumple sus veinte años en la cárcel de Carabanchel”. Y a esos versos alude en su “Elegía en cinco tiempos”, largo poema incluido en Cenizas en los labios (2011): “Después de la alegría y el saludo, / con la mano apremiada / por la emoción, / buscaste la cartera donde / guardabas un papel herido por el tiempo. / Era el soneto / que le escribí a mi hijo en sus días / allá en Carabanchel, en los años setenta”. Otro poema se titula escuetamente “1974” y “El teléfono” lleva como subtítulo esa misma fecha. Angelina Gatell, que se hizo amiga de otras mujeres que esperaban a la puerta de la cárcel para ver a sus hijos, podía haber sido nuestra Anna Ajmátova.

            La poesía de Angelina Gatell fue ganando en precisión y hondura con el tiempo. Quizá sus mejores libros sean los últimos, La oscura voz del cisne (2015) y La voz perdida (2017), este último escrito en catalán. Si en los primeros libros se notaba el magisterio de José Hierro (en romances como “Los sueños” o en el uso de eneasílabo, por ejemplo), ahora resulta evidente la cercanía a Joan Margarit. “Apuntes para una biografía” –así se titula dos de las secciones de La voz perdida-- pueden considerarse muchos de los poemas, en los que la autora no rehúye los nombres propios ni la anécdota, aunque acertando a reducirla a lo esencial.

            Por el estudio de Marta López Villar –no se indica ni en la portadilla del libro ni en los títulos de crédito-- sabemos que el traductor de los poemas en catalán fue su hijo, Miguel Sánchez Gatell, también poeta. Es una traducción que a menudo da la impresión de reescribir los poemas con la estética anterior de la autora, menos reducida a lo esencial, más divagatoria y atenida a lo convencionalmente poético. “Podem endevinar-ho / en el perfil que la dibuixa”, leemos en el poema inicial. Ese “podemos adivinarlo / en el perfil que la dibuja”  le parece al traductor demasiado sencillo y lo parafrasea así: “Se adivina / en el perfil opaco que retiene / su estatura en el aire”.

            El tiempo ha emborronado y alejado –es su función: la meta es el olvido-- parte de la poesía de Angelina Gatell, generosamente llena de homenajes a los poetas de su tiempo (junto a los inevitables Machado, Lorca, Hernández), pero ha dejado intactos un puñado de emocionantes poemas.

            Al contrario de lo que afirman Marta López Villar y Sharon Keefe Ugalde, no se la marginó en el primer momento generacional –años cincuenta y sesenta-- por ser mujer, pero si ahora se la reivindica –sin que eso signifique negar su valía literaria—es en parte por esa razón.

           

jueves, 24 de agosto de 2023

La nostalgia es un horror

 

Nido de piratas
Jesús Fernández Úbeda
Debate. Barcelona, 2023.

Jesús Fernández Úbeda, colaborador de Libertad Digital y Zenda, la revista cultural fundada por Antonio Pérez-Reverte, ha escrito un libro sobre el diario Pueblo, sobre su “fascinante historia”, según nos indica en el subtítulo, que asombra en cada página. Pérez-Reverte, que inició su vida periodística en ese diario, no solo escribe el prólogo, sino que interviene casi, o sin casi, en cada capítulo. El volumen se basa en sus declaraciones  y en las de otros supervivientes de aquella aventura, que tuvo su máximo esplendor entre los años 1964 y 1975, cuando dirigía el periódico Emilio Romero, y que acabó en 1984, cuando el gobierno socialista decidió el cierre.

            “Ya no hay periódicos ni periodistas de verdad, murieron con Pueblo para siempre”, esa es la tesis del prologuista-protagonista y de su fiel escudero, el redactor del libro. ¿Y cómo eran los periodistas de verdad? A juicio de Pérez-Reverte, los subdirectores y redactores jefes “se ciscaban en lo políticamente correcto y eran interesantes cruces genéticos entre perro de presa, padre confesor, tahúr cínico y madame de burdel.”

            El libro está lleno de anécdotas o de leyendas urbanas que tratan de reflejar aquella edad de oro. Cuenta Irma Deglané: “Emilio Romero tenía de ordenanza en su planta a uno que había sido en la guerra civil de la CGT, no recuerdo su nombre. Un día lo cogieron entre Raúl del Pozo y Raúl Cancio, lo ataron a una silla, lo amordazaron, lo metieron en el paternóster (así llamaban a una especie de ascensor sin puertas). Nos quedamos todos muertos de la risa. Aquella redacción era genial”.

            El lector no acaba de verle la genialidad. A lo que más se parecía aquella redacción de Huertas, 73, si hemos de creer a estos eutrapélicos testimonios, es a la “13, rue del Percebe” de Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón. Allí se practicaba el contrabando “de los más modernos productos tecnológicos”. Allí había un trabajador, Francisco Galán, Paco el Pata por mal nombre, que si uno le decía “Oye, quiero un televisor” replicaba “Muy bien, ¿dónde lo has visto?”, “En el Ten21 de Argüelles”. Iba, hacía un butrón y lo traía al día siguiente. Luego intervino la policía, pero parece que antes –eso se insinúa— el rey Juan Carlos obtuvo un teleobjetivo obtenido por este sistema.

            El día que entro en Pueblo –afirma Pérez-Reverte-- entra Raúl Cancio y le dice a Manolo Marlasca: “Manolo, ¿ya has conocido a tu padre?”, y este le responde: “Sí, estaba en la cama con tu madre”. De este humor cuartelero-tabernario hay abundantes muestras en este libro sobre la edad de oro del periodismo. Hay incluso un irreproducible “episodio surrealista de bestialismo”. Quien tenga curiosidad puede encontrarlo en la página 232.

            Fernández Úbeda cuenta lo que le cuentan, rara vez chequea los datos y por eso podemos encontrarnos con la afirmación de que a Arias Navarro lo nombraron presidente en febrero de 1976 o que una periodista entrevistó a Salazar en 1969 (en 1968 tuvo el accidente que le imposibilitó para seguir dirigiendo el gobierno, aunque le hicieron creer que seguía al frente) o que el Café Gijón está situado en el Paseo del Prado.

            En las notas aclaratorias, Pérez-Reverte suele añadir alguna precisión. Veamos de qué tenor. A Rosa Villacastín, retenida en el Congreso durante el 23-F, se le acercó al parecer un guardia civil para decirle: “Tiene usted el culo más espectacular que he visto en mi vida”. Y lo corrobora, en nota, el escritor: “Es rigurosamente cierto que el culo de Rosa, en esa época, era bastante potable”.

            Más que humor, a menudo involuntario, hay mucha añeja comicidad en este libro. Y revelaciones sobre un modo de practicar el periodismo que no nos hacen añorar precisamente aquella época. Cuenta la “bastante potable” Rosa Villacastín del director, el mítico Emilio Romero, lo siguiente: “Se liaba con artistas: si tú querías triunfar en el teatro, te ibas una noche con él y tenías páginas y páginas en el periódico”. Y Luis Romasanta: “Tenía un correveidile que le buscaba las chicas por la noche. Muchas veces iba con mi carpeta a despachar con él los editoriales. De repente, aparecía un señor muy concreto, cuyo nombre no te diré, pero al que todos conocemos, y le decía: A la una de la madrugada tienes a la cantante Pepita Pérez esperándote”. Un día al propio Romasanta le llamaron a las dos de la madrugada para que fuera corriendo a hacer una entrevista a Fulana de Tal que había puesto esa condición para acostarse con don Emilio.

            ¿Rigor informativo? Fernández Úbeda nos habla de dos secciones, Cine y Toros, “que se regían exclusivamente por el dinero que apoquinaban o dejaban de apoquinar terceros”. A quien pagaba, se le ponía por las nubes; a quien no, se le crucificaba.

            Pueblo era un periódico oficial, dependía del Sindicato vertical, el dinero no era problema. Llegó a alcanzar gran difusión con un sistema infalible: amarillismo y sensacionalismo por un lado (el rigor de la noticia era lo de menos) y fichaje, al precio que fuera, de los periodistas más destacados de la competencia.  A Emilio Romero, con buenos contactos políticos (y parece que con capacidad para el chantaje: “sabía que los ministros de Franco le ponían los cuernos a sus mujeres, por eso le temían”), no había quien le moviera de su trono. Cuando dejó el periódico con una patada hacia arriba qu3 le endilgó Suárez, el sucesor se encontró con que perdía “tres mil millones de pesetas al año”, con once o doce subdirectores, los redactores sin contrato y toda la familia del director ocupando buenos puestos.

            Si la historia del diario Pueblo es fascinante, lo es por razones muy distintas de las que indica Fernández Úbeda. La historia del diario merecería una investigación rigurosa, que recabe y filtre los testimonios disponibles, que no se entretenga contándonos como funciona la Hemeroteca Municipal de Madrid: “El procedimiento para acceder al material es muy sencillo: al llegar, rellenas un papelito en la recepción en el que indicas el nombre de la publicación, la fecha, el municipio y la referencia, lo firmas y te vas a la sala de consulta”. Y sigue así este presunto investigador: “a los cinco o como máximo diez minutos, aparece un empleado con los volúmenes que has pedido”. Todo el volumen está lleno de perlas semejantes. De una de las informantes, se nos dice que ha publicado “una pila de poemarios” (en el lenguaje coloquial compite con Pérez-Reverte, quien afirma que en Pueblo “había mujeres a punta pala”); de otro colaborador de Pueblo, como no quiso hablar con él para su libro, dice que no nos da ningún dato de sus publicaciones porque no quiere hacerle publicidad.

            Muchas banalidades sobran y muchas cosas faltan. No se habla, por ejemplo, de las renovadoras entrevistas de Marino Gómez Santos, luego reunidas en libro (de él solo se dice que era “muy bueno” y “un poco gafe”), ni de la relación con los GAL, a los que la primera página del último número sirve de altavoz. “No dejaremos un etarra vivo” afirma el titular en grandes letras, y luego recogen las declaraciones de presuntos miembros de la organización: “Los vamos a acosar hasta dentro de sus propias casas, haciendo que, cuando menos se lo esperen, les explote la máquina de afeitar eléctrica, el teléfono al ir a marcar o la nevera cuando vayan a sacar una cerveza”.  Y continúa afirmando que están integrados “por cien personas especializadas en lucha guerrillera y que han participado en las guerras del Congo, Biafra, Argelia y Oriente Medio”.

            La nostalgia, afirma un título famoso, es un error; este libro nos demuestra que también puede ser un horror. Quizá Pueblo fuera una escuela de periodistas, la mejor escuela, pero tenemos que creerlo como artículo de fe. Ninguna razón de ello se nos da. “Cuando el periodismo aún se parecía al Periodismo”, leemos en el prólogo, había dos personajes que inspiraban un respeto especial: el corrector de estilo y el redactor veterano. De uno de ellos, aprendió Pérez-Reverte un truco para no equivocarse nunca al manejar “debe” y “debe de”: “Cuando es obligación, me dijo, pon siempre debe. Cuando es suposición, debe de”. Lo mismo que explica cualquier profesor de Lengua a sus alumnos de la ESO (aclarando que cada vez resulta más frecuente el uso de “debe” sin preposición en ambos casos).

            En fin, que este elogio del viejo periodismo, o del Periodismo con mayúscula, nos cura de cualquier nostalgia por las redacciones llenas de humo, con las botellas de whisky en el cajón de la mesa y la banda sonora del tableteo de las máquinas de escribir.

           

 

martes, 15 de agosto de 2023

Más que cine

 

 

En familia. Casi un dietario sobre cine español
José Manuel Benítez Ariza
Ilustraciones de Manuel Martín Morgado
Prokomun Libros. Madrid, 2023,

José Manuel Benítez Ariza, poeta que cultiva todos los géneros literarios, incluida la traducción, ha publicado un libro sobre cine español que se lee como quien asiste a una conversación de cine club, pero sin pedantería cinéfila, en tono menor, llena de detalles curiosos y observaciones inteligentes.

            El cine español del que se ocupan estas páginas no es el más reconocido, aunque figure Buñuel y algún otro nombre canónico. Benítez Ariza se interesa sobre todo por directores olvidados, por rarezas poco frecuentadas, incluso por obras comerciales que desdeña la crítica. Y sabe aportar un punto de vista personal que hace que le escuchemos, que le leamos, siempre con atención.

            La película Cerca de las estrellas, de César Ardavín, un cuadro de costumbres sobre cómo transcurre el domingo de una familia en la Barcelona de 1962, la relaciona con las fotos en las que ve a sus padres “endomingados, como corresponde a las ocasiones de posar para las fotos”, ese mismo año. Y continúa: “Uno vendría al mundo unos meses después, y pasaría parte de su infancia en unas habitaciones de azotea como las que sirven de escenario a esta película”.

            En otra ocasión, tras referirse a Zorrita Martínez, de Vicente Escrivá, trata de justificar su interés por el cine del destape protagonizado por actrices como Nadiuska, o Bárbara Rey: “Yo podría alegar, por ejemplo, que ando escribiendo una novela sobre esos años y que estas películas suelen ser eficacísimos estimulantes de la memoria. Basta observar lo que aparece en segundo plano: los coches, la ropa, las paredes empapeladas, los posters que adornan a veces las paredes, el fondo musical, la decoración de las cafeterías”.

            Autobiografía y sociología hay en estas anotaciones motivadas a menudo por el festival cinematográfico Alcances, que dirigía en Cádiz el poeta Fernando Quiñones y con el que Benítez Ariza colaboró un tiempo, o por los programas de televisión española dedicados al cine español. También encontramos inéditas sorpresas, como la participación de José Hierro en Gringo, un western hispano-italiano dirigido por Ricardo Blasco. La letra del bolero que canta la protagonista, la cantante Mikaela, está escrita por el autor de Cuanto sé de mí: “El alma escucha la música negra / de su soledad”.

            Pero no todo son alrededores y microbiografías de personajes curiosos relacionados con el mundo cinematográfico, como Inés Palou, “carne apaleada”, o la actriz Miroslava, fetiche de Buñuel y quizá compañera de viaje del partido comunista. Hay también atinadas reivindicaciones de géneros o subgéneros que han pasado de moda, como la llamada “tercera vía” de Roberto Bodegas o la edad dorada del cine policíaco español, que tuvo su centro en Barcelona, ejemplificada por Distrito Quinto, de Julio Coll (que Benítez Ariza relaciona con la muy posterior Reservoir Dogs de Tarantino), o El cerco, de Miguel Iglesias. Especial interés ofrece el capítulo dedicado a El ojo de cristal, basada en un relato de William Irish como algunos títulos clásicos de Hitchcock (La ventana indiscreta) o de Truffaut (La novia vestía de negro, La sirena del Mississippi). “El resultado –escribe-- fue una de las películas españolas más fascinantes de su tiempo y una especie de vuelta de tuerca a los desolados argumentos del cine policíaco barcelonés”.

            La mayor parte del libro se ocupa del cine rodado durante el franquismo, que no es lo mismo que el cine franquista, y los primeros años de la transición, pero también se hace un poco de historia: reflexiones sobre la relación entre la generación del 27 y apuntes sobre el cine rodado en la zona republicana durante la guerra civil (“Nuestro Hollywood anarquista”).

            Incursiona, aunque fugazmente, Benítez Ariza en un tópico muy repetido y que convendría repensar. A propósito de Bilbao, la película de Bigas Luna estrenada en 1978, afirma que entonces existía “una firme voluntad, por parte de los creadores, de no ceder ni un milímetro del terreno que, paso a paso, habían ido ganando en cuanto a la posibilidad  de abordar temas comprometidos o vencer viejos tabúes”. La situación actual sería, a su entender, la contraria: “se da por sentado que existe plena libertad de expresión, pero es la propia sociedad la que se muestra pronta a denunciar cualquier manifestación artística que conculque la corrección política imperante u ofenda las susceptibilidades de tal o cual grupo”. Pero la sociedad es plural y ninguna está enteramente a favor de lo que suele llamarse “corrección política”, que no es más que un avance en el respeto de todos, incluidos quienes hasta hace bien poco eran objeto eran objeto de befa o admitido maltrato. La libertad de expresión limita con la libertad de ofender –salvo a los políticos, parece-- y con otros límites, no por difíciles de delimitar, menos reales.

miércoles, 9 de agosto de 2023

Auge y caída

 

Hasta aquí hemos llegado
Rodrigo de Rato
Con la colaboración de Alicia González Vicente
Península. Barcelona, 2023.

Hacer leña del árbol caído es uno de los deportes favoritos, no ya de los españoles, sino como el fútbol, de la entera humanidad. Rodrigo de Rato –conocido, más eufónicamente, como Rodrigo Rato-- constituye un buen ejemplo de ello. Empresario de éxito, economista brillante, vicepresidente del gobierno de España, en el 2010 llega a la cumbre de toda su fortuna: tras enconados enfrentamientos políticos entre dos sectores del Partido Popular, es nombrado Presidente de Caja Madrid, la principal de las Cajas de Ahorro españolas  Luego, como en una tragedia griega, los dioses se pondrían en un contra y sería arrojado al abismo: un largo calvario judicial, un ajusticiamiento mediático, y finalmente la entrada en la cárcel. Allí coincide con los políticos catalanes, que a pesar de ser “políticos presos” y no “presos políticos –según machaconamente se nos repite-- gozaban de ciertos privilegios, algunos de los cuales se trasladaron al resto de los detenidos, como tener las puertas de las celdas abiertas, y otras no, como disponer de ordenares personales. A Rodrigo Rato y a otros interesados, Oriol Junqueras les dio clases de física cuántica; a otros presos, de matemáticas; también escribía relatos para sus hijos: así pasaba el tiempo aquel peligroso enemigo del Estado.

            Hasta aquí hemos llegado es un libro escrito en defensa propia, sus argumentos tenemos por lo tanto que tomarlos con cautela. Y algunos son ciertamente enrevesados. ¿Hubo delito o no hubo delito en la salida a bolsa de Bankia? La sentencia final decidió que no. Lo que sí hubo en la gestión de la crisis bancaria y en la fusión de las cajas fueron múltiples torpezas y abundantes indicios de delito, no todos, ni mucho menos, responsabilidad de Rato. “Las cajas de ahorros eran un mosaico maquiavélico de todos los enfrentamientos posibles, regionales y nacionales”, escribe. Los políticos de los diversos partidos –y no solo: en Caja Madrid, Comisiones Obreras--hacían buen uso de las mismas para sus intereses públicos y privados. A él le tocó estar al frente de la una de ellas en el peor momento: cuando la crisis económica les iba a permitir a sus competidores darles la puntilla con el aplauso general.

            ¿Hubo delito o no hubo delito en la utilización de las famosas tarjetas black? En este caso, el tribunal decidió que sí, pero con argumentos tan discutibles como en el otro caso en que se decidió que no. Distinto es el juicio ético que nos merezca la retribución de los directivos de la banca en crisis o en quiebra, no solo española, por supuesto. Como director del Fondo Monetario Internacional –lo fue entre 2004 y 2007--, Rodrigo Rato recibía, según nos indica, “un sueldo casi diez veces el de vicepresidente español, ya que estaba libre de impuestos”. Sería legal, pero resulta inexplicable.

            La realidad económica y política es más compleja de lo que piensa el ciudadano común. Hacienda no es el Robin Hood que persigue a los ricos defraudadores para repartir su dinero entre los pobres. Hay una zona gris que permite perseguir a unos y salvar a otros según los intereses del momento. Las historias que cuenta Rato sobre Luis de Guindos –primero su subordinado en el Ministerio de Hacienda y luego su principal Iscariote-- resultan muy ilustrativas al respecto, aunque algunas poco novedosas: todos fuimos testigos de cómo utilizaba los datos fiscales –que deberían ser secretos-- para amenazar a sus enemigos políticos en el Congreso.

            Viñetas ilustrativas de la situación de la justicia española, de la zona gris en que se mueve, hay muchas en este libro. Me limitaré a referir una. Mónica Balibrea –no figura en el índice onomástico-- es abogada experta en derecho penal y penitenciario. Rodrigo Rato, ya a punto de entrar en prisión, la visita tres veces. “En la última de esas entrevistas me llevó a visitar a José Luis de Castro, magistrado del Juzgado de Menores y de Vigilancia Penitenciaria, con quien presumía de tener buenas relaciones y de quien iba a depender mi cambio de situación penitenciaria”, escribe. Pero al final no la contrataría porque no puede abonarle los sesenta mil euros que le pedía por anticipado y al contado. El juez José Luis de Castro, aunque Rato cumplía todos los requisitos y el resto de los condenados en la misma causa ya lo había obtenido, retrasaría casi un año concederle el Tercer Grado. ¿Tuvo eso algo que ver con la no contratación de la abogada de los sesenta mil euros? Que cada uno piense lo que quiera.

            No sale muy bien parado el Partido Popular, que era su partido, en este Hasta aquí hemos llegado: “Al fin y al cabo, Aznar me había colocado en el punto de mira al afirmar en su libro que había elegido a Rajoy como su sucesor porque yo no había aceptado sus condiciones para ser designado candidato. Lo que no debió sentar muy bien a un personaje tan sinuoso como resultó ser Rajoy. A eso se unían los tejemanejes de las conocidas entre los miembros del partido como las ‘niñas asesinas’ para intentar hacer ver que la parte buena de la historia del PP empezaba con ellas, que dejaban así atrás la etapa corrupta e inaceptable de José María Aznar”.

            Sorprenden algunos inexplicables errores de fecha al repasar los hechos históricos de su época de juventud: “En 1973 se produjo la Revolución de los Claveles en Portugal y la caída de Allende en Chile y ni una ni otra tuvieron consecuencias para nuestra nación”. La revolución portuguesa tuvo lugar en 1974 y puso muy nervioso al franquismo epigonal. Poco después escribe: “Yo volví a España a finales de 1974, justo cuando ETA asesinó al presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco” (lo había asesinado un año antes).

            Algunos secretos siguen siendo secretos, como la razón del imprevisto abandono, “para sorpresa e incomprensión de todos”, incluida parte de su familia, de la dirección del Fondo Monetario Internacional. “La primera de al menos tres decisiones que muchos consideraron caprichosas entre 2007 y 2012 y que acabaron con una carrera profesional que aparentemente iba muy bien”. ¿Solo aparentemente?

            A la práctica de la meditación y a la relación con el budismo se alude repetidas veces y se le dedica el epílogo. El libro, lleno de claroscuros, muy ilustrativo de la historia reciente de España, termina así con una moraleja y una obviedad sapiencial: “Cada instante de hoy es el mejor sitio donde puedes estar en ese momento. La vida es un misterio y nunca sabes lo que de deparará”.

           

jueves, 3 de agosto de 2023

Paradojas y contradicciones

 

Francisco Alía Miranda
La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930)
Catarata. Madrid, 2023.

Francisco Alía Miranda, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha, en poco más de doscientas páginas, pretende ofrecernos una síntesis de la primera de las dos dictaduras del siglo XX, caracterizada por sus paradojas y contradicciones. Lo consigue a medias. Su conocimiento del período presenta algunas lagunas, al menos en uno de los aspectos más significativos: la relación de los intelectuales con el nuevo régimen. El golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, bien acogido por el rey (al tanto de sus preparativos), no fue rechazado expresamente por ningún sector de la sociedad española y fue recibido con entusiasmo por buena parte de ella. A Primo de Rivera se le veía como el “cirujano de hierro” propugnado por Joaquín Costa que venía acabar con el caciquismo y la corrupción en que había degenerado el sistema político instaurado por Cánovas. Parecía encarnar el regeneracionismo de la generación del 98. Poco después del golpe, Azorín publica El chirrión de los políticos, una feroz sátira del régimen anterior. Las discrepancias, como las expresadas por un poco conocido Manuel Azaña, apenas se hacen notar. Incluso la prensa liberal –hoy diríamos de izquierdas--, cuyo más calificado representante es El Sol, inspirado por Ortega, se muestra benevolente.

            La excepción la constituyó Miguel de Unamuno, que fue el primero –y no Blasco Ibáñez, como indica Alía Miranda-- en alzar su voz contra la dictadura. Una carta privada, publicada sin su permiso en la revista Nosotros, de Buenos Aires, sirvió de pretexto al dictador para privarle de la cátedra y desterrarle a Fuerteventura. Blasco Ibáñez –al contrario de lo que se indica-- no se autoexilió con motivo de la dictadura. Cuando esta comenzó, era un autor de renombre internacional que estaba dando la vuelta al mundo y tenía su residencia en Francia. La dictadura le haría volver a su activismo republicano. Pronto se reuniría con Unamuno en París y se convertiría en el principal financiador de las actividades antidictatoriales, como la revista España con honra. A su costa publicó tres resonantes folletos contra la dictadura, de más de un millón de ejemplares y editados en varias lenguas, que se trataron de introducir clandestinamente en España. Pero se desengañó pronto y cuando murió, en 1928, ya estaba al margen de la actividad política, al contrario que Unamuno, el banderín de enganche de la oposición al dictador.

            De Valle-Inclán se nos dice que fue “detenido por su empeño en una lucha personal contra los Borbones, que no exoneraba a quienes fueron sus servidores, como Primo de Rivera”. Pero fue detenido por negarse a pagar una multa tras armar un escándalo en un lugar público. Ni se menciona su esperpento La hija del Capitán, publicado en 1927 y retirado de inmediato por la Dirección General de Seguridad, la más feroz crítica a la dictadura.

            De Ortega y Antonio Machado se afirma que “fueron protagonistas comprometidos en las sublevaciones contra la dictadura de 1926 y 1929”, lo que no resulta cierto. Los artículos con los que Ortega se opone a la dictadura comenzarían a publicarse tardíamente y Antonio Machado no tuvo inconveniente en fotografiarse con el dictador y su hijo José Antonio en el homenaje que se le tributó, junto a sub hermano Manuel, el año 1929 con motivo del éxito de La Lola se va a los puertos.

            Alía Miranda habla, poco y con errores (sitúa a Baroja entre los contertulios de Unamuno en París, por citar otro ejemplo), de los intelectuales que se opusieron a Primo de Rivera y de quienes se mantuvieron al margen, los poetas de la luego llamada generación del 27, pero ni siquiera menciona a los colaboradores y simpatizantes de la dictadura, como el ya citado Azorín (que estuvo a punto de dirigir La Nación, el diario gubernamental), Ramiro de Maeztu, el teórico de la hispanidad, nombrado embajador en Buenos Aires, o Eugenio d’Ors. De Benavente, uno de los partidarios, se nos dice que en 1924 se le prohibió una conferencia en el Ateneo de Ciudad Real (al que se le da una importancia solo explicable por la procedencia del autor), pero no alude al escándalo que supuso, en 1928, que se prohibiera el estreno de Para el cielo y los altares.

            Habría sido deseable que Alía Miranda, antes de escribir el capítulo correspondiente, hubiera tenido en cuenta Los intelectuales y la dictadura de Primo de Rivera, de Genoveva García Queipo de Llano, que ni cita en su bibliografía. No habría olvidado entonces, tras hablar del apoliticismo de la nueva literatura, seguidora del Juan Ramón Jiménez de la poesía pura y del Ortega de la deshumanización del arte, referirse a la novela social –Díaz Fernández, Arderíus, Sender—que también aparece por esas fechas. Diversos detalles dan a entender que el conocimiento de la historia literaria de Alía Miranda no es muy preciso: en 1928 –nos dice-- se publica Cántico, de Jorge Guillén, “y asimismo hizo su debut poético un poeta ya maduro: Vicente Aleixandre”. Pero Aleixandre, “ya maduro”, era más joven que Guillén. Inexacto resulta indicar que Alberti adopta “unas posiciones cada vez más anarquistas”.

            Otros despistes acentúan la desconfianza que nos produce el autor, incluso cuando habla de materias en las que demuestra un mayor conocimiento, como la economía o los conflictos militares. Reproduce un soneto de Unamuno escrito en 1926 “cuando Primo de Rivera fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca”: “No me mueve, Miguel, para admirarte, / la forma que el poder has conseguido…” (se trata de una paráfrasis burlesca del famoso “No me mueve, mi Dios, para quererte”). Pero ese soneto ni está en las obras de Unamuno ni presenta ninguno de los rasgos propios de su estilo. ¿De dónde lo toma Alía Miranda? Una nota nos indica que del artículo de Roig Rosich “L’humor politic durant la dictadura de Primo de Rivera”. Pero si tenemos la curiosidad de buscarlo no encontramos en él la atribución a Unamuno. Simplemente se dice que, tras el nombramiento de Primo como doctor honoris causa de la Universidad de Salamanca, de la que Unamuno había sido rector, comenzó a circular ese soneto, uno más de los textos anónimos que se difundieron entonces.

            Lo que provocó la dimisión de Primo de Rivera, en opinión de Alía Miranda, fue una carta que envió “a los diez capitanes generales, al jefe superior de la fuerzas de Marruecos, a tres capitanes generales de departamentos marítimos y a los directores de la Guardia Civil, Carabineros e Inválidos”, en las que les solicitaba su respaldo. Pero no hubo tal carta, sino una de sus notas oficiosas de inserción obligatoria en todos los diarios. Públicamente preguntaba a los jefes militares si seguía contando con su confianza, lo que suponía puentear expresamente al rey, que era el encargado de nombrar y cesar a los ministros. Fue un suicidio político, que atribuyó en la nota de despedida a su estado de salud: “La madrugada del sábado, en que dando suelta al lápiz, escribí a toda prisa  las cuartillas de la nota oficiosa publicada el domingo, y sin consultarlas con nadie, ni siquiera conmigo mismo, sin releerlas, listo el ciclista que había de llevarlas a la Oficina de Información de Prensa para no perder minuto, como si de publicarlas enseguida dependiera la salvación del país, sufrí un pequeño mareo que me ha alarmado y me obliga a hacer todo lo posible para prevenir la repetición de caso parecido, sometiéndome a un tratamiento y plan que fortalezca mis nervios y dé a mí naturaleza dominio absoluto sobre ellos”.

            No da importancia Alía Miranda a esas notas oficiosas, prefiere referirse a las intervenciones en la radio, que comienza entonces y que no alcanzaría importancia como medio de propaganda política hasta la década siguiente, cuando son esas notas –que se pretendían vínculo directo del dictador con el pueblo, a la manera del uso de las redes sociales que hacen políticos posteriores, como Trump o Bukele--, una de las características más singulares de su manera de gobernar.

            Lo que vino después –república de izquierdas y de derechas, guerra civil, franquismo-- colocó los años de Primo de Rivera, que llegó entre aplausos y se fue entre burlas, en un extraño limbo. Vale la pena volver sobre ellos. Pero teniendo en cuenta que estudios sobre aspectos parciales de la época (Alía Miranda se ha ocupado del enfrentamiento del general Aguilera con el dictador), no bastan para ofrecer una precisa síntesis que aclare sus paradojas y contradicciones, que ponga de relieve sus luces –que las tuvo-- y sus sombras.