sábado, 25 de enero de 2020

Por las nubes



Nuestro futuro está en el aire
Rafael Alarcón Sierra
Renacimiento. Sevilla, 2020.

La literatura cumple muchas funciones. Una de ellas, y no la menos importante, retener el tiempo, ser memoria de la humanidad.
            ¿Y no es esa la tarea de la historia?, replicarán algunos. Por supuesto, pero la historia sin literatura se queda muda, se reduce a la frialdad de los documentos, a la sequedad de los datos sin alma.
            Hace poco más de un siglo, volar era una aventura. Los aviadores eran los nuevos argonautas y quienes se atrevían a acompañarlos estaban obligados a contarlos, a dejar constancia de su aventura, aunque fuera tan nimia como ir de Madrid hasta Lisboa o incluso de Guadalajara hasta Madrid.
            Nuestro futuro está en el aire reúne, al cuidado de Rafael Alarcón Sierra, algunas de las más destacadas páginas que los escritores españoles dedicaron a la aviación. La primera novela en que los aviones –“velívolos” los llamaba el autor, Francisco Camba– tienen un lugar destacado fue publicada en 1911. Ver alzarse del suelo a un avión deja a los espectadores atónitos, “como si no pudieran creer en el milagro”: “Se hacía carne el ensueño siempre amado del hombre, y era poesía la realidad sin nada perder de su belleza, más grande acaso por comenzar a ser humana”. El traqueteante artilugio, que siempre parecía a punto de descacharrarse, que eran entonces los aeroplanos se metamorfosea: “Primero fue, casi al ras de las tribunas, con sus alas longas y su huso enorme, una gigantesca libélula que abandona un prado florido; luego, por su sola blancura y por su gallardía, fue una gaviota afrontando el viento del mar; ahora, tras las nieblas de la distancia, un poco oscuro sobre la turquesa del cielo, era un águila fuerte y magnífica, cerniéndose más allá de las cumbres: las ruedas inmóviles tenían, desde tan lejos, el contorno todo de unas garras. Después fue un canto de gloria corriendo en el azul infinito”.
            No tardaría aquel milagro en perder su magia, en hacerse costumbre. En 1928, César González-Ruano escribe: “Se me antoja un poco pueril contar, como si yo fuera el primer viajero aéreo las emociones del viaje”. Ya algunos años antes Julio Camba los había desmitificado con su humorismo conceptual, aunque todavía eran cosa de pocos y audaces aventureros: los viajeros acomodados y acostumbrados a la comodidad preferían la tranquilidad del zepelín, ese crucero de los aires.
            Una de las partes del libro se dedica a la época de la Gran Guerra, cuando el avión descubrió que servía para algo más que para llevar pasajeros de un lado a otro. Destacan en la selección las páginas de Valle-Inclán, no en vano tituladas “Visión estelar de un momento de guerra”. Desde los aires, el mundo se ve de otro modo y fueron muchos los escritores que trataron de reflejarlo.
            Algunos de los más apasionantes capítulos se dedican a los grandes reportajes viajeros publicados en los periódicos de la época: “Al Senegal en avión”, de Luis de Oteyza, o “La vuelta a Europa en avión”, del inevitable Manuel Chaves Nogales. El pionero es Corpus-Barga con su “París-Madrid. Un viaje en el año 19”, crónicas publicadas en el diario El Sol que tuvieron el honor de ser reunidas en un elegante volumen por Juan Ramón Jiménez.
            En la narrativa de vanguardia, como en la poesía ultraísta, la aviación ocupa un lugar destacado. El antólogo selecciona capítulos de Juan Chabás, Antonio Espina o Felipe Ximénez de Sandoval, junto a abundantes greguerías de Ramón Gómez de la Serna: “Por el orgullo con que bajan del avión, los viajeros que acaban de aterrizar parece que han hablado con Dios y que nos traen su mensaje”, “La luna sobre el mar es aviador y buzo”, “La hélice es el trébol de la velocidad”.
            Tan importante como la antología –un viaje en el tiempo, un recuento de sueños y fascinaciones olvidadas– es el estudio preliminar, de más de cien páginas. Comienza hablándonos de los vuelos imaginarios, sigue con los primeros vuelos aerostáticos, nos lleva luego del planeador a la edad de oro de la aviación. Una sintética enciclopedia que sabe no abrumarnos con la erudición.
            Las notas al texto ayudan a situarlo en su contexto y resultan ejemplares en su concisa precisión. Nuestro futuro está en el aire constituye así un volumen doblemente ejemplar: por las páginas que selecciona –muchas de ellas poco conocidas, aunque de autores bien conocidos– y por el tino y la inteligencia del editor, uno de los estudiosos de la literatura española contemporánea que continúa, prestigiándola, una tradición filológica que parecía perdida entre elucubraciones teóricas y erudiciones inanes.



sábado, 18 de enero de 2020

Vieja gloria



Las caídas de Alejandría
Luis Antonio de Villena
Pre-Textos. Valencia, 2019.

Aunque hable mucho de escritores, sobre todo de poetas, no haríamos demasiada justicia al último tomo de las memorias de Luis Antonio de Villena, Las caídas de Alejandría, si lo juzgamos como obra literaria. Escrito descuidadamente –más que escrito parece transcrito de una grabación–, necesitado de una revisión editorial que evite anacolutos, confusos hipérbatos y repeticiones, su interés mayor es el documental.
            Decía Somerset Maugham que es habitual que un caballero, después de los sesenta años, tenga vida sexual, pero que no resulta correcto que hable de ella. Luis Antonio de Villena no es de esa opinión y buena parte de este nutrido volumen memorialístico se dedica a referirnos, con pelos y señales, nunca mejor dicho, su vida sexual. No entraré yo en detalles. Simplemente diré que quienes combaten la prostitución por degradar a las mujeres, pueden constatar que también existe la prostitución masculina. El lugar de aprovisionamiento del autor fue primero un local madrileño, a cuya desaparición dedica un elegíaco capítulo, y luego las páginas de contacto de Internet. Jóvenes inmigrantes, a menudo sin papeles, primero marroquíes o de los antiguos países del Este, sudamericanos después, protagonizaron sus venales aventuras. El más extenso capítulo del libro, “El rumor y el calor de Colombia”, se dedica a contarnos con detalles que no serán del agrado de todos los lectores sus visitas como turista sexual a ese país.
            No menor interés documental tiene lo que nos revela sobre los entresijos de unaa vida literaria basada en el intercambio de favores. El autor no calla ninguno de los favores que concede (ni siquiera se olvida de que invitó muchas veces a cenar a Ana Rossetti cuando estaba necesitada de dinero) y se queja de la ingratitud de sus favorecidos. Especial importancia parece concederle a su influencia en el jurado del Loewe. Hizo que invitaran a Darío Jaramillo, por ejemplo, y luego cuando quiso ir a Colombia para encontrarse con alguien conocido por Internet le pidió que le buscara algunas conferencias para que el viaje le saliera gratis. Darío Jaramillo, que ocupaba un importante cargo institucional en aquel país, así lo hizo, pero antes de que se concretara esa invitación resulta que dejó de formar parte del jurado del Loewe (Villena afirma que no fue por culpa suya) y ahí se acabó todo. De esos ilustrativos “do ut des” está lleno un libro que confirma que la labor crítica del autor –antólogo y reseñista en diversos medios–  no siempre estaba basada en criterios estrictamente literarios.
            Para cierto público, no para el público en general, el capítulo que resultará más suculentamente morboso lleva el título de “Los amigos algo jóvenes o más jóvenes”. En él se ocupa de los poetas con los que tuvo relación en sus años de antólogo de la nueva poesía. Con encomiable sinceridad, nos da a entender que de esos poetas no solo le interesaban los versos. Tuvo relaciones eróticas con algunos, lo intentó con otros. De varios se siente resentido porque no mostraron la suficiente gratitud. Me imagino que todos los que aparecieron en sus antologías, desde Postnovísimos hasta La inteligencia y el hacha, hojearán con temor estas memorias para comprobar lo que dice de ellos. Porque el autor no solo habla sin pudor de su propia vida sexual, sino también de la de los demás, aunque lo que cuente sean solo rumores.
            En este libro lleno de nombres, tan propicio para el análisis sociológico (el autor representa un tipo de vida ya por fortuna desaparecido) y psiconoalítico (hace fotos a un joven amante engalanado con unas ricas telas que fueron de su madre), tan profuso en cotilleos, se practica la damnatio memoriae contra quienes el autor considera que “le fallaron vilmente, cuando no se fallaron a sí mismos, desde la más soez y plebeya ambición dañina”. Visto lo visto, esas personas nunca se lo agradeceremos bastante.
            Este tercer tomo de las memorias lleva el subtítulo de “Los bárbaros y yo”. El autor se considera casi como el último romano antes de la llegada de los bárbaros, porque según él vivimos en una etapa de decadencia donde la cultura está a punto de desaparecer. El capítulo final constituye una vehemente diatriba contra esa decadencia que al parecer comenzó (no podemos menos de sonreír) cuando llegó la crisis, los periódicos le pagaron menos y las instituciones oficiales –el instituto Cervantes en primer lugar– dejaron de invitarle a divertidas giras por esos mundos.
            Es difícil tomarse en serio las consideraciones políticas de Luis Antonio de Villena. Añora, frente al actual “reino de la gentuza”, los buenos tiempos de Felipe González y José María Aznar. Confunde su situación personal con la de la civilización contemporánea, pero ello no sorprende demasiado en quien nunca se caracterizó, como articulista y ensayista, por el rigor conceptual.
            Un editor avisado pondría al volumen una faja que dijera: “Si quiere usted saber quién se acuesta con quién en la poesía española, no deje de leer este libro”. Pero exageraría, sin duda. Donde no parece faltar ni uno es en el catálogo de compañeros sexuales del autor y de todos ellos y de sus encuentros con ellos nos hace saber detalles que quizá podría haberse ahorrado.
             

           

viernes, 10 de enero de 2020

Las novelas de una vida



Pedro Salinas, una vida de novela
Monserrat Escartín Gual
Cátedra. Madrid, 2019.

Pedro Salinas, una vida de novela está dedicado al doctor Cabrera, “psicólogo clínico”, y termina mostrando agradecimiento a María Luisa Casals, “médico psiquiatra, por sus observaciones profesionales”, lo que ya nos pone en la pista de que no pretende ser una biografía convencional, sino un análisis casi freudiano del poeta.
            Es también otra cosa, quizá de mayor interés: un pormenorizado estudio de su obra plural, de la que Monserrat Escartín es una de la principales especialistas (a ella se debe la reconstrucción del libro Largo lamento y la publicación de casi un centenar y medio de poemas inéditos).
            El psicologismo de la autora resulta quizá algo simplista: “Es bien sabido que la familia conforma nuestra personalidad y la imagen que tenemos de nosotros: si el padre orienta, da reconocimiento o protección física e intelectual; la madre, seguridad emocional y afectos. Salinas no tuvo ninguno de los dos por su condición de huérfano y ‘el control materno siempre severo’. Si la educación recibida marcó su conducta de adulto, fue determinante el exceso de cuidados de doña Soledad, nacido de sus miedos, que se tradujo en sobreprotección. De ahí el perfil tímido e inseguro que caracterizó a nuestro personaje junto al temor a no ser querido, a la enfermedad o a la muerte y el consecuente sentimiento de culpa con el que se castigó, derivado de un concepto negativo de su persona”.
            Pero no parece que tuviera excesivo sentimiento de culpa, ni siquiera tras el intento de suicidio de su mujer al enterarse de las relaciones con Katherine Whitmore, la inspiradora de La voz a ti debida. Y el temor a no ser querido, a la enfermedad y a la muerte resulta connatural al ser humano, no necesita se explicado por traumas de infancia.
            “Don Pedro tuvo vocación de ser persona”, comienza una de los capítulos. Curiosa vocación, por cierto. Su inseguridad, añade la biógrafa, hizo que “dudara tanto de sí mismo como de su profesión, fluctuando entre sentirse poeta, crítico, ensayista, profesor, conferenciante, novelista o dramaturgo”. ¿Pero cómo se puede dudar entre ser profesionalmente profesor o conferenciante, crítico o ensayista?
            Pedro Salinas fue un gestor cultural durante los años de la República (a él se debe la creación de la Universidad Internacional de Santander), un admirado profesor y destacado estudioso de la literatura española, antes y después del exilio. Tuvo además una vocación creadora, que antes de la guerra se centró principalmente en la poesía y después se extendió por los más diversos géneros literarios, en una peculiar grafomanía que compensaba su alejamiento de la realidad española. Convirtió además un genero menor –la correspondencia epistolar– en un género mayor: sus colecciones de cartas se encuentran entre lo más atractivo de su obra.
            La correspondencia con Katherine Reding, luego Whitmore, no es un mero complemento de los poemas de La voz a ti debida, sino una auténtica obra literaria de no menor complejidad e interés.
            Monserrat Escartín cita ampliamente cartas del poeta y de las personas más cercanas a él (su amigo Jorge Guillén, su hijo Jaime Salinas), publicadas o inéditas, para trazar su perfil psicológico. A veces da demasiado valor a lo que son simples desahogos o ironías, como cuando Salinas se refiere a la posibilidad de los echen a Katherine y a él “por malos profesores”. Ingenuamente, Escartín indica que si a Salinas, “pese a su percepción de cómo se sentía en el aula”, se le considera un gran profesor es, “en buena medida, gracias al panegírico de sus alumnos”. ¿Y qué mejor modo de valorar a un profesor?
            Al gran profesor que fue Salinas lo seguimos encontrando en sus escritos sobre literatura, que nunca se limitan a acumular información erudita, que no han perdido su capacidad de seducción.
            Como poeta, nunca llegó a superar La voz a ti debida, ese libro de amor dedicado a una amada que era a la vez real e imaginaria. “Todo amor es fantasía” escribió Antonio Machado y Katherine Whitmore lo confirma al no reconocerse en los versos que ella había inspirado.
            No importa que no estemos de acuerdo con la interpretación psicológica que la autora hace de la obra del poeta (algo gratuita resulta la equiparación, página 422, de la vida de Salinas con títulos de novelas de Julio Verne). El libro está lleno de datos y textos inéditos –incluido un poema, quizá el último que escribió– y de observaciones felices. Toda una enciclopedia saliniana que no deben perderse sus admiradores.


           

jueves, 9 de enero de 2020

Teoría y práctica del jardín



Jardín Gulbenkian
J. A. González Iglesias.
Visor. Madrid, 2019.

En la poesía de Juan Antonio González Iglesias, desde su primer libro importante, Esto es mi cuerpo, se entremezclan referencias al mundo clásico y al mundo contemporáneo, estoicismo y edonismo, reflexión y cántico.
            Jardín Gulbenkian tiene como núcleo central el jardín de la fundación Calouste Gulbenkian, en Lisboa, un jardín que el mecenas armenio imaginó ya en su correspondencia con el poeta Saint-John Perse, de la que se citan algunos pasajes.
            El comienzo del libro es sentencioso, de lenguaje casi ensayístico: “Hay una relación fuerte entre el jardín y la liturgia. / Es una forma estructurada de la esperanza. / Presupone la idea de la divinidad, la teoría de juegos y la sintaxis”.
            No acaban de encajar las piezas en este primer poema, los elementos conceptuales, a menudo un tanto gratuitos (“Cumple los ideales de igualdad sin violencia”), con la descripción de un paseo por el jardín en el que “un joven semibárbaro con el torso desnudo / practica malabares entre sus camaradas”.
            El libro, en lo que interesa al lector de poesía, no empieza hasta el poema siguiente. “Primera noche de verano”, en el que todo encaja, en el que nada falta ni sobra: un vaso de agua le basta para sintetizar teología y clasicismo, simplicidad y misterio.
            Hay otros poemas espléndidos. Cito algunos: “Bosque de pinos en Atenas castellana”, sobre un pequeño parque salmantino, “Academia”, que nos cuenta la visita de Horacio al bosque de Academo, donde Platón dialogaba con sus discípulos, o la tan personal utilización de la écfrasis que supone “Frick Colecction. Retrato de Tomás Moro”, donde el autor de Utopía –y también muchas otras cosas, como el poema se ocupa de subrayar– se convierte en un modelo de vida.
            Gana la poesía de González Iglesias cuando tiene un referente, culturalista o vital; se queda con frecuencia en nada cuando se limita a ser un mero apunte, una vaga reflexión (“He aquí el movimiento”, “He oído”). El poeta llega más lejos que el moralista o el pensador.
            Las referencias al mundo contemporáneo son marca de su estilo. Un poema se titula “Un podcast sobre Dante a medianoche”, en otro alude a una aplicación –Google Lens– y a una entrada de la Wikipedia que podrían explicar una línea de Pessoa.
            Tampoco podría faltar el mundo de los gimnasios, la exaltación de la belleza masculina. El homoerotismo de González Iglesias aparece exento de sexualidad, como una especia de idealizada camaradería viril.  “Nos pesamos desnudos en la báscula” es un poema de estética publicitaria, como un anuncio de Dolce & Gabbana o de Jean Paul Gaultier para una nueva fragancia masculina: “Nos pesamos desnudos en la báscula / del vestuario. Anda cada uno / a su aire después del ejercicio. / Cada uno en su edad. Cuerpos morenos / y blanco curvo mármol duplicado. / Una veintena de desconocidos, / unos locuaces, otros silenciosos / en la rutina. Jóvenes altivos, / y maduros serenos, y admirables / ancianos, compartiendo casi nada. / Adánicos, estáticas las líneas / que hacen que estemos bien constituidos”.
            En otro poema un grupo de jóvenes “corren sobre la arena y sobre el mes de marzo”. En los versos finales, cuando van a las duchas, “su sobriedad atlética / nos devuelve a la copas de cerámica ática”.
            El libro lleva un prólogo con aclaraciones y agradecimientos. Jardín y poema tienen mucho en común: “El jardín recorta sobre la superficie un fragmento de mundo bien hecho, que acaba equivaliendo al mundo. Es exactamente lo mismo que el poema hace en el lenguaje”.
            La poética clásica –la poética a la que aspira– “está llamada a decir lo esencial, aunque casi sin decirlo”.
            No siempre se atiene González Iglesias a ese ideal. En Jardin Gulbenkian sobran buena parte de las vueltas y revueltas sobre ese jardín. Mejor que lo que el libro tiene de deliberada teoría, lo que tiene de sabia práctica de una manera de entender la poesía en la que los ideales clásicos se vuelven contemporáneos y la música rigurosa del endecasílabo sustituye al divagador verso libre.