jueves, 26 de marzo de 2020

Viajes de papel



Suite italiana
Javier Reverte
Plaza & Janés. Barcelona, 2020.

Hubo un tiempo en que los viajeros eran unos pocos privilegiados y los libros de viajes el recurso de los que no podían permitirse ese lujo o no tenían ánimo para emprender aventuras. Luego, cuando todo el mundo pudo viajar, los libros de viaje nos permitían anticiparnos o comparar después nuestras experiencias con las de alguien más informado.
            Suite italiana se subtitula “Un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia”, lugares hasta hace menos de un mes al alcance de la mano y hoy tan inasequibles como la más remota aldea amazónica.
            Volvemos a la lectura de libros de viaje como consuelo de nuestro forzado sedentarismo y lo primero que nos sorprende en esta obra epigonal del experimentado viajero que es Javier Reverte –recordemos El sueño de África, de 1996-- resulta comprobar que se trata menos de un viaje por un país que por un puñado de libros, los enumerados en la bibliografía final.
            Más de la mitad de esta Suite italiana, quizá el ochenta por ciento, podría haberse escrito sin salir de casa. Javier Reverte nos cuenta, con buen pulso divulgativo y periodístico, la historia de Venecia, la de Sicilia, con especial hincapié en la tremebunda historia de la Mafia. Nos habla también de un puñado de escritores que realizaron parte de su obra, o a veces lo fundamental de su obra, en esos lugares: Thomas Mann y La muerte en Venecia, James Joyce y el Ulises, Rilke y las Elegías de Duino, Lampedusa y El Gatopardo.
            No cabe duda de que Javier Reverte se ha informado bien y le leemos con gusto, aunque muchas de las cosas que cuenta resulten consabidas para el lector interesado en estos temas.
            La parte estrictamente viajera es de menor interés. De Venecia se nos cuenta que se alojó en un hotel caro y malo --da su nombre para disuadir a otros-- y que tomó varios cafés, a un precio prohibitivo, en el Florian. Poco más, aunque compensado con muchas citas de otros escritores.
            Suite italiana está escrito entre los años 2018 y 2019, según se indica al final del mismo, pero el viajero, nacido en 1944, es claramente un hombre de otra época. No duda en manifestar sus prejuicios xenófobos. Detesta a los turistas asiáticos y afirma distinguir a los grupos japoneses de los chinos en que los segundos se pasan todo el día escupiendo. Entra en una iglesia ortodoxa, la veneciana San Giorgio dei Greci, y escribe esas increíbles palabras: “No sé absolutamente nada sobre la liturgia de Bizancio, pero siempre he tenido la impresión de que sus sacerdotes son una pandilla de juerguistas amantes del buen vino, con apariencia de no haberse lavado desde que los sacaron de la pila bautismal. Sus ceremonias tienen poco que ver con las católicas, tan solemnes estas. Los clérigos, gordos y olorosos, como cochinos adultos, asoman de los cortinajes oscuros que ocultan el interior del santuario, bendicen, condenan, rezan o suspiran, y luego se esconden en la sacristía como lechones aterrados”. Nos frotamos los ojos y volvemos: no se puede ser más gratuitamente ofensivo. Por si fuera poco, añade que la misa ortodoxa, no es “una conmemoración del sacrificio de Jesús como la liturgia de Roma”, sino “un esperpento y una burla de su credo”. Consideraciones semejantes aparecen en otras páginas.
            Comparado con este despropósito, la insistencia en que los turistas no saben hacer fotografías y siempre que les pide que le hagan una le sacan sin piernas nos hace sonreír. Baste un ejemplo. Atravesando el estrecho de Mesina, le pide a una chica que le haga una foto: “La tiró a contraluz, con lo cual el retratado, visto ahora, puedo ser yo o cualquier otro ser humano de fisonomía lejanamente parecida a la mía. Y como era previsible, acometida la muchacha por la misma obsesión mutiladora de la mayoría de los turistas, aparecí en la imagen resultante con las piernas amputadas”.
            ----Pero, hombre de Dios –nos dan ganas de decirle al bueno de Javier Reverte--, si usted se colocó a contraluz, ¿cómo quiere que la chica no le hiciera una foto a contraluz? Otra cosa, cambie su cámara analógico –ya le va a ser difícil encontrar carretes—por otra que le permita ver de inmediato cómo ha quedado la foto para así, si no le gusta, pedir que la repitan. Y si quiere aparecer de cuerpo entero, dígalo, hombre, dígalo, y no nos aburra luego contando que siempre le cortan las piernas, como si no hubiera fotos excelentes sin que aparezcan las piernas (vea las que usted mismo incluye en la parte gráfica de Lucky Luciano, Salvatore Giuliano o el propio Giuseppe Tomasi Lampedusa.
            Tampoco parece muy apropiado, ni demasiado verosímil, describir de esta manera a la intérprete que le asignan cuando visita la casa de Lampedusa: “Era una chica muy rubia, de piel nacarada, y llevaba un ligero vestido de verano que, cuando se agachaba, deja al aire sus pechos, libres de sujetador, muy pequeños y muy blancos, coronados por dos cerezas sonrosadas”. Pero ¿cuándo tiene que agacharse tanto una intérprete que deje sus pechos al aire?
            Un hombre de otro tiempo Javier Reverte. Su Suite italiana interesa por lo que tiene de libro de libros y de incitación a leer otros libros de viajeros por Italia y a releer La muerte en Venecia o El Gatopardo.


viernes, 20 de marzo de 2020

Fantasía y humor



Por regiones fingidas
Felipe Benítez Reyes
Renacimiento. Sevilla, 2020.

Pocos escritores tan personales y plurales como Felipe Benítez Reyes, poeta de excepción, narrador inclasificable, ensayista paradójicamente perspicaz. En la literatura española, quizá únicamente Ramón Gómez de la Serna sería capaz de comparársele, pero él añade a la imaginación ramoniana un mayor rigor estilístico, nunca condesciende –como más de una vez el creador de las greguerías—con el apresurado borrador.
            Por regiones fingidas puede considerarse una obra menor, y quizá lo sea, pero incluye paradójicamente varias obras maestras. Reúne textos, ingeniosamente bienhumorados, escritos a lo largo de veinte años, entre 1998 y 2018. La agrupación en cuatro “series de invenciones”, con elaborados títulos y subtítulos, no disimula del todo lo que tiene de cajón de sastre.
            En la primera serie, “Pompas fantásticas”, encontramos un apólogo árabe (variación del famoso “El jardinero y la muerte”, de Cocteau), un cuento chino, un episodio bíblico (de frutal y transgresor erotismo), una fantasía kafkiana que se burla de su comienzo poco original, una metaliteraria fábula rusa y un goloso cuento de Navidad, además, entre otras ocurrencias, de páginas del diario del hombre invisible y de “El caballo cobarde (Una alegoría para niños)”, espléndida recreación de los cuentos tradicionales, con algo de homenaje a los relatos poéticos de Oscar Wilde.
El subtítulo de la serie es “Laboratorio de procedimientos narrativos” y tiene bastante de cuaderno de ejercicios. Pero se trata de ejercicios llevados a cabo con mano maestra, no exentos del raro humor marca de la casa, y que quizá deban ser leídos espaciadamente (como los poemas en un libro de poemas), ya que la acumulación de virtuosismo puede provocar fatiga en los lectores habituales de narrativa.
            Un variado conjunto de microrrelatos, ese género un tiempo tan de moda, son “Las ficciones en vilo”. Si hubiera que subrayar algunas de estas miniaturas, señalaríamos “Las edades del hombre” –magia, nostalgia y neuralgia--, una peculiar historia de la ilusión en relación con los Reyes Magos; “Bicicletas”, tan preciso en sus evocaciones (“la bicicleta del cartero Elías era un ruido de hierro negro”, “la bicicleta del afilador ambulante parecía un instrumento de tortura: echaba chispas, chirriaba”, “la bicicleta del repartidor de leche sonaba a estropicio de cristales y aluminio”), “Morituri”, el pasado y el futuro del hombre compendiados en las rutinarias llamadas telefónicas a los padres ancianos, y muy especialmente –para mi gusto-- ese sintético y eutrapélico capítulo de novela picaresca que es “La venganza líquida y fría”. Pero abunda el material dónde escoger en este muestrario entreverado con el relato de algún sueño.
            La sección más sorprendente del conjunto es la tercera, “Formulaciones tautológicas”, en la que surreales parábolas vienen acompañados por “collages” del propio Benítez Reyes, realizados a partir de las ilustraciones de revistas decimonónicas (el “collage” es un violín de Ingres muy frecuente en ciertos poetas españoles, de Adriano del Valle a Juan Lamillar.
Algunos comienzos bastarán para darnos cuenta del tono: “Dadas su peculiaridades de carácter, a Pablo, hijo único del magistrado Ferré, le buscaron sus padres una novia invisible”; “La viuda Losange tenía tan mala conciencia por ser hermosa que, cada vez que uno de sus pretendientes la invitaba a cenar, ella siempre pedía como segundo plato chuletas de chivo expiatorio”; “A la señorita Kazlauskas la llevaron presa porque tenía la cabeza demasiado gorda incluso para ser lituana”.
Todo el peculiar sentido del humor de Felipe Benítez Reyes –heredero de las eutrapelias vanguardistas-- se encuentra en estas fantasmagorías sin moraleja ni pretensión trascendental.
            Con una “Muestra de los milagros urbanos de los que ha quedado constancia en el archivo histórico provincial de Cádiz”, tres breves relatos fantasiosamente realistas, concluye un heterogéneo y a la vez muy homogéneo volumen que abunda en los chisporroteos del ingenio de un escritor que todo lo que toca lo convierte en espléndida literatura.



viernes, 13 de marzo de 2020

Ver lo que nadie ve




Las percepciones islas
(Antología poética)
Lorenzo Oliván
Pre-Textos. Valencia, 2020

La poesía para Lorenzo Oliván es el arte de la mirada, el arte de ver las cosas como nadie las había visto antes y poner luego esa visión en un lenguaje a la vez preciso y sorprendente.
            En la antología Las percepciones islas no ha querido prescindir del punto de partida: las evocaciones autobiográficas de Único norte, el ejercicio retórico de algún soneto a lo Miguel Hernández (“Hoy como ayer”), un prescindible caligrama.
            Detrás de los mejores poemas de Lorenzo Oliván, suele haber una ocurrencia ingeniosa, como las que le dieron a conocer con Cuatro trazos, su sorprendente homenaje a Ramón Gómez de la Serna en 1988, el año de su centenario.
“Ha de haber en la noche algún conducto / que vaya de tus sueños a mis sueños”, dicen los dos primeros versos de un poema de Visiones y revisiones, que luego continúa desarrollando la imagen de un “finísimo hilo” que aprovecha algún resquicio en la ventana para atravesar después “montañas, ríos, valles”, sufriendo interferencias como si de un cable telefónico se tratara.
El recurso que encontramos en ese poema temprano es el mismo de los poemas de madurez, aunque muy a menudo doblado con el procedimiento que Carlos Bousoño denominó “engaño-desengaño”: el poema parece que nos está hablando de una cosa y al final resulta, como en las adivinanzas, que nos está hablando de otra.
Un ejemplo: “En el principio”, de Nocturno casi: “En el principio tú fuiste una rueda. Quizá porque el principio necesita a su vez de la circularidad para empezar sin fin desde el principio. Te llevabas los pies a la cabeza, como haciendo camino poco a poco en tu avance hacia ti”. Está hablando, queda claro al final, de la gestación del ser humano.
A veces, pocas veces, el poeta ocurrente que nos permite ver el mundo de otra manera parece quebrarse de sutil. Es el caso de “Una alucinación”, también de Nocturno casi, donde se nos habla del “recinto de lo cuadrado”, del “recinto por excelencia de lo cuadrado” para referirse –pocos lectores lo averiguarán—a un cementerio, definido solo por los nichos, cuadrados, y prescindiendo de las sepulturas rectangulares y de los panteones y de las flores y las cruces, que ya es mucho prescindir. Nada que ver con un poema anterior sobre el mismo tema, “Ciudad de nadie”, incluido en Puntos de fuga, donde los nichos son “ventanas ciegas”.
De los poemas-enigma a los que tiende Lorenzo Oliván en su progresivo enrarecimiento, deliberada ocultación a veces, de la anécdota, quizá el más conseguido es “Como una forma de vencer al tiempo”, sobre uno de los juguetes de su infancia.
Los poemas viajeros son como un remanso en esta poesía que tiene su origen en lo concreto, pero que gusta de la abstracción: “Tren en mitad de la noche”, “Mont-Saint-Michel”, “Finisterre”. Se agradece también un poema como “La mosca en el cristal”, con su toque de humor. O el espléndido homenaje a Emily Dickinson, de quien es uno de los más destacados traductores, “Una ardiente bruma”.
Como ocurre con la mayor parte de los poetas, las caídas en la sequedad y en lo abstruso de Lorenzo Oliván son la otra cara de sus aciertos. Dotado como nadie para la retórica tradicional, buen conocedor de los secretos de la métrica y el ritmo, podría competir con el mejor sonetista contemporáneo (lo demuestra en “Cada vez cuesta más ser quien se ha sido” y, sobre todo, en el magistral “Centro”), pero él prefiere en su madurez un decir más elíptico, más sincopado, menos condescendiente con las expectativas del habitual lector de poesía.
Comenzó yendo de la imagen a la idea y ahora cada vez más quiere volver visibles las idead, visualizar el pensamiento.
La raíz del hombre no está en la tierra, como la de los árboles, sino en el aire nos dice en “Raíz”, Toda su poesía está llena de sugerentes hipótesis que nos permiten ver el mundo de otra manera. En “La imagen múltiple” no es su vida entera la que se le aparece de pronto al moribundo, sino los caminos que no tomó jamás, “sendas de amor hacia ninguna parte, / besos que no llegaron a sus metas”, lo no dicho “oído a gritos”.
Los mejores poemas de Lorenzo Oliván son los que no ocultan el referente ni se quiebran de sutiles. Cito algunos: “Unidad”, un panteísta poema de amor; “Presencia ausencia”, la realidad de las cosas en una habitación de hospital como una ofensa a la vida que acaba de desaparecer; el insomnio representado en una “Gota de agua”, que cae incesante; “El silencio en la copa”, entre Gaya y Guillén; la plasticidad de “Manzana”, la imprevista verdad de “Creación”: al respirar entra el mundo en nosotros.
Exigente, sorprendente, visual y conceptista, Lorenzo Oliván está lejos de sus chispeantes comienzos de niño asombrado ante la eterna novedad del mundo, pero a la vez está muy cerca, aunque se esfuerce en disimularlo y parezca todo lo contrario.


viernes, 6 de marzo de 2020

Orden sin concierto



Primeras voluntades
José María Micó
Acantilado. Barcelona, 2020.

 El libro nunca ha sido el mejor modo de difundir los versos. La poesía lírica antes de llegar al libro ha sido cantada o recitada, copiada en manuscritos, publicada en revistas, hoy en  Internet. Las redes sociales han acabado convirtiéndose en su medio de difusión favorito. La recopilación en libro llega, o debería llegar, después, en algún caso incluso póstumamente, como ocurrió con Góngora, Fray Luis o Garcilaso.
            En los volúmenes recopilatorios, lo disperso se reúne y ordena, añadiéndosele nuevos sentidos. El autor se convierte entonces en editor de si mismo y no todos se muestran muy duchos en tal función. De José María Micó, catedrático universitario, editor de clásicos, comentarista de Góngora, podría esperarse que aplicara todo ese saber a la reunión en un volumen, titulado Primeras voluntades, de toda su poesía publicada hasta la fecha.
            No parece que haya procedido con demasiado acierto. La presentación, retórica y contradictoria, no aclara demasiado, más bien confunde. Confiesa una obviedad, que escribe “poemas breves o extensos, pero no libros en el sentido editorial y moderno”. En eso se parece al resto de los poetas contemporáneos. Y añade otra obviedad: que los libros son consecuencia de una organización “distinta y posterior a la escritura de los textos y que tiene, por tanto, su dosis de artificiosidad y de astucia”.
            La artificiosidad de Micó en Primeras voluntades es manifiesta, la astucia no excesiva. Comienza y termina con un mismo poema, “Generación”, al que en la versión final añade dos versos un tanto tremendistas: “Mi mano es una perra caliente que te muerde / y ya no queda sitio para las dentelladas”.
            Los poemas publicados en sus siete libros, desde La espera de 1992 hasta Blanca y azul de 1917, ahora se agrupan en varias partes no siempre congruentes ni bien tituladas. En “Travesuras” –título especialmente desafortunado—se reúnen dos espléndidas traducciones (un soneto de Shakespeare y el famoso “Epitafio para un ejército de mercenarios” de Housman), varias letras para cantar (el autor actualmente se dedica a componer e interpretar canciones en el dúo Marta y Micó), unos cuantos poemas de circunstancias (escritos para presentar a un autor, para leer en la despedida de un congreso) y otros graciosos ripios, a ratos a la manera de Joaquín Sabina, a quien se homenajea; también se incluye alguna nadería (véanse las páginas 86-87).
            José María Micó es un poeta desigual, pero un poeta, no un erudito –a la manera de su maestro Francisco Rico—que de vez en cuando compone versos. Sorprende, sin embargo, que su extraordinario saber filológico y su rigor crítico parezca haber sido capaz de aplicárselo a sí mismo (y cuando lo hace, rescatando en el epílogo todas las citas y dedicatorias que previamente ha descartado, demuestra desconocer la diferencia entre editar a un clásico y editar la propia obra).
            No sería yo quien soy si antes de subrayar los muchos logros del Micó poeta, no señalara que de vez en cuando dormita. A la hora de reunir su obra, descarta poemas, pero deja en “Pecios”, donde van sus poemas más breves, el siguiente: “¿Cómo voy a estar solo / si estoy completo?”. ¿Y qué tendrá que ver el estar solo con estar completo?, nos preguntamos. En seguida se nos ocurre una variante mejor: “¿Cómo voy a estar solo / si estoy conmigo?”
            Varios poetas conviven en Micó. Uno aspira al poema de cierta extensión, reflexivo, sin apenas anécdota, o con la anécdota transcendida o vagamente aludida. Es el poeta de “Ser y estar”, de “Momentos”, de varios de los textos reunidos en “Camino de Ronda”. Más referencial, a ratos casi postal viajera, resulta “Divieto di sosta”, homenaje a Italia.
            En el otro extremo, están los poemas de circunstancia, en los que Micó se muestra muy dotado para la broma erudita y la ocurrencia ingeniosa. Es el caso de “Cien ripios para F.B.R”, aunque quizá resultan demasiados ripios (“Tras mil idas y venidas / por palacios y desvanes, / tiene amigos catalanes, / vascos, gallegos y aun bables”) y que termina como otro de sus poemas de ocasión, el dedicado a una reunión de filolólogos en Santander: tras estudiar a Cervantes, “no hay nada que no sepamos / sobre la melancolía” y tras leer a Benítez Reyes “no habrá nada que ignoremos / sobre la melancolía”.
            Ingeniosa resulta la “Letra bastarda”, homenaje a la literatura de lupanar, con su distinción (el tópico está ya en Marcial) entre el protagonista de los versos y el autor: “Por tu interés te diré, / caro lector, quien soy yo: / el que el poema escribió, / no el que de putas se fue”.
            Buen conocedor de los clásicos y de los modernos, de la métrica tradicional y del versolibrismo contemporáneo, de los tangos y de las milongas, Micó lo mismo nos ofrece un soneto que trata de emular a Lope, que unos ovillejos a lo Zorrilla, un delicado poema infantil que una epístola que recrea el tópico del “menosprecio de corte y alabanza de aldea” o un ambicioso poema metafísico. Todo revuelto y sin demasiado orden ni concierto.
            Resulta paradójico que a uno de los grandes estudiosos de la literatura española, a la hora de reunir, organizar y descartar (la principal labor cuando uno es editor de sí mismo) su propia obra le falte el tino y la sabiduría que pone en la de los demás.