lunes, 23 de junio de 2025

Canto, cuento y pensamiento

 

Juan Bonilla
Los días heterónomos
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2025.

A los géneros literarios les sienta bien el mestizaje. Las novelas que solo son novelas no suelen ser buenas novelas, la poesía pura cansa pronto y suele resultar indigesta.

Juan Bonilla ha tenido el acierto de añadir a su último libro, ya de por sí una “silva de varia intención”, cinco textos que dejó fuera de la recopilación de su poesía completa, publicada en 2023, por ciertas dudas acerca de su condición genérica.

Uno de ellos, “Aquís”, es una pieza maestra: a partir de los lugares en que ha vivido, y que se localizan por Google Maps, el autor traza un autorretrato y una impactante autobiografía fragmentaria.  Otro de ellos, por el contrario, “La secta de los viles”, me parece que ejemplifica –puedo equivocarme-- las limitaciones del escritor, aunque brillante ensayista, como pensador, como analista social. El poema podía ser un cuento –recordemos “La secta del fénix”, de Borges-- o un ensayo con elementos de ficción, o al revés. No importa el membrete, importa que desarrolla una tesis sugerente con argumentos falaces. Los viles serían la gente común, la clase media, despreciada por los ricos y los “intelectuales”. ¿Pero a qué clase pertenecen la mayoría de los intelectuales, entiéndase por ello lo que quiera entenderse, sino “a las parejas de dos sueldos / con sueños leves y ambiciones bien domadas”? No vamos a entrar en la confusión mental del texto, que más bien parece una réplica a Los héroes de Carlyle que una crítica de la sociedad contemporánea. Pero se agradece que un libro de poemas haga pensar, aunque sea para discrepar, y no se limite a la vaga ensoñación o a las variaciones sobre el carpe diem.

            Que no escasean, por cierto, en Los días heterónomos. El punto de partida, el origen de los poemas más recientes, parece ser una enfermedad del autor (“Prescripción facultativa” se titula el primer poema) que le lleva a un replanteamiento vital: “Ahora se magnifica / lo que antes no era nada. / Es una luz distinta / que empequeñece el mundo / y agiganta la vida”. A esa serie pertenecen algunos de los poemas más memorables del libro, con títulos tan significativos como “Esplendor”, “Milagro” o “Día perfecto”.

            Pero al tono hímnico, que fatigaría en un libro de cierta extensión, le acompaña la sátira y los apuntes de poesía social. Fácil resulta poner nombre propio, aunque es especie que no escasea, a ese “Poeta heroico” al que se dedica un epigrama, mientras que el destinatario de otra invectiva figura ya en el título: “Kissinger”. Una puesta al día de la poesía social encontramos en “Despachos”.

            Abunda los poemas eróticos, glorificación algunos de ellos del viejo tema –algo rechinante hoy en día-- del amor mercenario. Pero Juan Bonilla no es un poeta que guste de lo “políticamente correcto”. No escasean en sus versos pasajes que podríamos considerar ofensivos para una sensibilidad contemporánea. El más llamativo de ellos aparece tres veces, dos en el mismo poema, “Esplendor”, y otra en “Tecnopersona”, y casi con las mismas palabras: se llama “tarados” a las personas con alguna discapacidad que participan en una competición deportiva (los Juegos Paralímpicos, por ejemplo) y considera “ovación de tarados” la que quienes los aplauden cuando llegan a la meta con gran dificultad.

            Una sección del libro se titula “Rimas” y e incluye una serie de esforzados sonetos que, en buena parte, resultan prescindibles. Juan Bonilla no parece muy sensible a la música del endecasílabo y por eso no parecen disonarles versos como “en los cuerpos que despiertan deseo”, “haciendo de sus ayeres presentes”.

Otros poemas, en cambio, como “Venus in Furs” o “Últimas horas de un poeta” nos muestran que es capaz de utilizar la rima consonante sin incurrir en el trabajoso ripio (al comienzo de un poema, por lo demás no desdeñable, rima “adagia” con “magia”).

            No faltan los juegos de palabras, tan habituales en el autor: “La esperanza es lo último que nos pierde, / y gloria a Dios en las harturas”, “de tanto andarte por las tramas” o “le dio por darme labia –y luego labios”.

            Llaman la atención los poemas autobiográficos, no todos incluidos en la sección que se titula “Memorias”. Especialmente llamativo es el dedicado a evocar la figura del padre, “El día de regalo”, que lleva el subtítulo de “Borrador de un poema”, aunque podía ser también borrador de un relato. Al contrario que en “Aquís”, en este caso el artificio literario que sustenta el texto no parece muy afortunado, por inverosímil e innecesario, pero el resultado no debería faltar en ninguna selección de textos que traten de la conflictiva relación entre padres e hijos.

            Lo mejor del poeta Juan Bonilla es que no siempre escribe como se supone que deben escribir los poetas. Escribe poesía con todas sus obsesiones y saberes literarios. Quizá cuando menos acierta es cuando quiere ser un poeta como Dios manda (o mandaba) y se aplica la disciplina del soneto. Pero nuestros errores –se ha dicho muchas veces-- son la condición indispensable para nuestros aciertos, aunque tampoco convenga insistir demasiado en ellos como a veces parece hacer el nunca borroso ni tedioso –y ese es un mérito más raro de lo que parece en un poeta-- Juan Bonilla, uno de los pocos nombres imprescindibles e inconfundibles de la actual literatura española.



miércoles, 18 de junio de 2025

Poeta completo


Jesús Munárriz
Poesía incompleta I (1972-1988)
Edición de Pedro López Lara.
Hiperión. Madrid, 2025.

Todavía hay quien piensa, y no solo dentro del periodismo cultural, habitualmente solo bien informado de los intereses de los grandes grupos editoriales, que un poeta alcanza la categoría de clásico cuando se editan sus poemas acribillados de notas, cuantas más mejor, y precedidos de una amplia biografía y un repaso a todo lo que se ha escrito sobre él, incluidas las más insignificantes reseñas periodísticas. También en el mundo universitario, tan proclive al acrítico acercamiento a la actualidad literaria, abunda esa idea.

            Con criterio más acertado se ha acercado Pedro López Lara, poeta y filólogo al margen de las servidumbres del escalafón académico, a la poesía de Jesús Munárriz, un autor bien conocido, sobre todo por su actividad de editor, pero quizá no todo lo valorado que debiera.

            A mi entender, es uno de los nombres fundamentales de la poesía del último medio siglo —su primer libro se publicó precisamente en 1975--, pero le ha perjudicado en su consideración la versatilidad y la dispersión de sus publicaciones.

            Respecto a lo primero, a la versatilidad y variedad de tonos, me gusta citar una frase de Alfonso Reyes: “Quien solo canta en do de pecho no sabe cantar, quien solo trata en verso las cosas sublimes no vive la verdadera vida de la poesía y las letras, sino que las lleva postizas como adorno para las fiestas”.

            La poesía para Jesús Munárriz no es un adorno para las fiestas, sino el pan de cada día. A los grandes libros de su primera etapa, Esos tus ojos (1981) o Camino de la voz (1988), les acompañan otros como Viento fresco, un homenaje al postismo y al “Taller de literatura potencial” de Raymond Queneau, y juguetones poemas ocasionales o “poemas-chiste”, coincidiendo con (o anticipándose a) Ángel González.

            No exhibe Jesús Munárriz, a la manera de Antonio Carvajal y otros virtuosos de la métrica, sus habilidades formales, pero ni la retórica clásica ni los viejos o novísimos experimentalismos tienen secretos para él, tampoco el coloquialismo o el decir llano y sin alzar la voz.

            Hay en este libro de libros un puñado de sonetos que no desmerecen junto a los del siglo de oro o los de Blas de Otero. Y anotaciones paisajísticas, apuntes impresionistas, que recuerdan al mejor Juan Ramón. También poemas que juntan a Leopardi con Unamuno sin resultar por ello, en ningún caso, miméticos ni epigonales. Citaré “Serranía de Cuenca”, un ejemplo entre muchos: “Soledad absoluta. El infinito / se ha concentrado aquí: / peñascos rojinegros, verdes pinos, / grisáceos nubarrones, viento / norte. / Solo rompe el silencio, intermitente, / un hacha leñadora / a la que suele responder el grajo, / y el manantial, murmullo y borboteo / que remansa en la fuente. / De monte a monte, el cielo se atropella / batido por el viento, leves gotas / caen para fundirse en la humedad / que todo vivifica. / De pronto, un claro / ilumina el silencio. El infinito / se contempla a sí mismo. Y se sonríe”.         

            No publicó poco Jesús Munárriz, aunque no de manera demasiado ordenada, pero escribió más. Otros poetas aprovechan la reunión de sus versos, cuando la obra está ya hecha en lo fundamental, para eliminar lo más perecedero, para prescindir de hojarasca, borradores y textos menores. Jesús Munárriz ha preferido lo contrario: no solo no quitar nada, sino añadir libros inéditos. Quiere mostrarse entero y verdadero, lo mismo cuando se esfuerza en dar el do de pecho que cuando entona una melodía ligera o incluso parece desafinar.

            En una antología de poesía erótica, irían algunos de los poemas de este volumen y en una de la poesía social o de la poesía satírica o de cualquier otro género que se nos ocurra. Jesús Munárriz sabe ser “sublime”, pero ni quiere ni puede ser sublime sin interrupción. Y los lectores se lo agradecemos, incluso cuando cultiva los “Limmericks”, esas gracietas con pedigrí anglosajón.

            Pedro López Lara sabe que el trabajo de “editor” es invisible, como el de corrector de erratas solo se nota cuando se equivoca. ¡Y cómo se equivocan los presuntos especialistas en la edición de clásicos o de contemporáneos como si fueran clásicos! La afamada colección de Cátedra “Letras Hispánicas” abunda en ejemplos que podrían figurar en cualquier Museo Provincial de Horrores. López Lara ha cotejado todas las variantes, pero tiene el buen gusto de ofrecernos un texto limpio, acorde con la voluntad del autor. Ha retirado los andamios que le han llevado hasta allí.

            Los talleres de lectura son tan necesarios como los de escritura. Enseñar a leer es algo más que enseñar a leer. Solo los malos lectores y los estudiosos de la literatura (que suelen coincidir más de lo que sería conveniente) leen las recopilaciones poéticas de la primera a la última página y poema tras poema. Son libros para tener al lado, para picotear en el momento oportuno (no todos lo son), para no acabar de leerlos nunca cuando se trata de un poeta verdadero. Y Jesús Munárriz, que ahora publica el primer tomo de sus Poesías incompletas (seguirán otros dos y aún quedarán títulos dispersos), lo es. Un poema plural y verdadero, un poeta completo. 


            

jueves, 12 de junio de 2025

Borbón, Borbón, Borbón y Borbón

 

Ricardo Mateos Sainz de Medrano
Jonatan Iglesias Sancho
Francisco de Asís, el rey consorte
Editorial Almuzara. Córdoba 2025.

Pocas figuras tan ridiculizadas como la del rey Francisco de Asís, cuyos primeros apellidos fueron Borbón, Borbón, Borbón y Borbón. En la cubierta de Francisco de Borbón, el rey consorte, uno de los pocos libros a él dedicados, figura la siguiente frase promocional: “¿Afeminado, meapilas, avaro, impotente? La fascinante biografía de una figura insólita en la historia de España: el hombre que se casó con Isabel II y hubo de reinar sin quererlo”,

Todas las fuentes están de acuerdo en su apariencia afeminada, pero ese hecho hace tiempo que ha dejado de ser –o debería deja de ser-- una descalificación. También hay pocas dudas sobre su homosexualidad, vivida al parecer libremente, pero sin escándalos. No resulta cierto, sin embargo, y en esta biografía se dan abundantes muestras de ello, que reinara sin quererlo. Cuatro años antes de su boda, firmó un recibo en el que se comprometía a pagar ocho millones de francos al banquero Fermín de Tastet después de su matrimonio con su “augusta y bien amada prima y reina Isabel II, como compensación por sus servicios y pago por el dinero que ya había anticipado en ese empeño”.

Fue un hombre culto, el primer rey de España que había asistido a un prestigioso centro de enseñanza. ¿Era impotente? Inexplicable resulta el empeño puesto por él y su familia en casarse con su doble prima (los padres eran hermanos y también las madres) si existiera alguna sospecha de que no era capaz de cumplir con el primer papel de un rey consorte: asegurar la descendencia. Es posible, y bastante probable, que alguno de los descendientes de la pareja real no fuera hijo biológico suyo, pero de todos fue el verdadero padre y cuidó de ellos hasta el final.

Como rey cometió muchos errores, aunque no tantos como su manirrota e irresponsable esposa. Valle-Inclán se burló para siempre de aquella reina castiza y su corte de los milagros, con su monja de las llagas y su santo confesor, el padre Claret, que hacían y deshacían ministerios, o al menos lo intentaban. Ser rey era un negocio y una ocasión de hacer buenos negocios (y eso ha sido así en España hasta tiempos recientes), como sabía muy bien María Cristina (que no desdeñó siquiera el tráfico de esclavos), la madre de la reina (y tía del rey) que jugó un papel político fundamental durante el reinado y el destierro de su hija.

No se libró Francisco de Asís de acusaciones de corrupción. De los fondos para la construcción de la iglesia del Buen Suceso faltó una importante cantidad. Al parecer había sido “prestada” al consorte real y desde entonces “la intendencia de palacio había dejado de poner objeciones al proyecto”.

Los autores de este libro, Sainz de Medrano e Iglesias Sancho, no son investigadores universitarios, pero han hecho un nada desdeñable trabajo, no se limitan a recopilar las mil y una anécdotas noveleras, algunas muy escandalosas y no todas falsas, de la época.

Abunda la documentación de primera mano, sobre todo cartas e informes privados, que nos ofrecen otra cara de unos personajes más complejos que lo que la memoria histórica ha querido retener. Sorprenden las manifestaciones de amor de la reina después de la separación: “Me parece que mi ca:riño por ti se aumenta cada día y que te bendigo cada vez que pienso cuanto me has amparado tú y velado por mí”, le escribe. Y nos hace sonreír el encuentro con Donoso Cortés, en la que la reina le informa cantando, como si de una ópera se tratara: “Esta noche, esta noche caerá el Ministeriooo”. “Señora, no es el Ministerio solo el que cae, es la Monarquía”, le responde el filósofo. “No me importa, no me importa, no me importaaaa”, replica ella con su hermosa voz de mezzosoprano.

Pero no siempre se muestran fieles los autores a su objetivo de desmentir bulos y atenerse a la documentación. Un amigo de la reina destronada, según nos cuentan, “trataba de acercarse a la infanta Pilar, de quince años” y, al enterarse el rey –ellos le llaman Paquito-- “puso el grito en el cielo, clamando que había que sacar de allí a sus hijas lo antes posible y, harto de los desvaríos de su esposa y temeroso de que la honra de su hija se viera mancillada, se plantó en el palacio de Castilla y propinó a Isabel cuatro sonoros guantazos, instándola a terminar con aquello”.

Ni en el texto ni en nota alguna se nos indica del origen de esa información. Las notas sobre la procedencia de las citas aparecen, por cierto, al final y numeradas en incomodísimos números romanos (la última lleva el número “mclxxxv”).

La vida privada de los monarcas tuvo tanta importancia en su destronamiento como los errores políticos (recordemos el grito de la Revolución de Septiembre: “¡Viva España con honra!”), sobre todo la de Isabel II que la transformaba inmediatamente en pública al convertir a sus sucesivos amantes en sus principales asesores. Francisco de Asís fue más discreto y menos veleidoso: la mayor parte de su vida tuvo como acompañante a Antonio Ramos de Meneses, un personaje bastante singular de cuya mujer se decía que era hija del rey y de sor Patrocinio, uno de tantos bulos de la época. Eusebio Blasco traza una sucinta y novelera semblanza de “el fiel Meneses”, a quien Alfonso XII acabaría concediéndole el título de duque de Baños, en su libro Mis contemporáneos.

No solo los reyes vivían entonces del presupuesto público y sin distinguir entre su fortuna privada y el patrimonio nacional, sino una multitud de parientes a los que había que casar y dotar adecuadamente. A Francisco de Asís no se le escapaba la razón de los movimientos revolucionarios que, durante el siglo XIX, derribaron o hicieron tambalear centenarias monarquías: “La revolución en España no la ha hecho el pueblo, la hemos hecho nosotros: la Familia Real”.

Sin la simpatía de su mujer, que acabó incluso conquistando a un republicano como Galdós, Francisco de Asís fue mejor rey padre y rey abuelo que rey consorte. Contribuyó todo lo que pudo a la restauración de la monarquía en la figura de Alfonso XII y su figura, aunque nunca olvidadas del todo las descalificaciones homófobas, iría siendo en su tiempo cada vez más respetada. Luego solo le salvaron del olvido las viejas y crueles burlas –al estilo de Los Borbones en pelota-- que todavía divierten al personal. Esta biografía ayudará a rescatarlo de las fáciles caricaturas.

miércoles, 4 de junio de 2025

Lo que no se quiere saber de Chaves Nogales

 

Manuel Chaves Nogales
Diarios de la Segunda Guerra Mundial
1.      Desde París
Edición de Yolanda Morató
El Paseo. Sevilla, 2025.

El caso de Manuel Chaves Nogales es uno de los más curiosos de la historia de la literatura española. Antes de la guerra civil, fue uno de los periodistas más conocidos y apreciados. Al contrario que otros coetáneos, como César González Ruano, no se limitó a colaborar, con excelente literatura, en los periódicos, sino que también ideó y dirigió uno de ellos, aunque no figurara como tal en la mancheta, Ahora, que tardaría en ser superado. Tras la guerra y su temprana muerte, se le olvidaría, como a tantos, aunque no del todo: su Juan Belmonte, matador de toros seguiría reeditándose y admirándose como la obra maestra del género biográfico que sin duda es.

            La resurrección de Chaves Nogales tuvo indudables razones literarias, pero también otras ideológicas. El rescate de su libro de relatos, A sangre y fuego, de 1937, en el que testimoniaba la barbarie en la zona republicana y en la de los sublevados, tuvo como consecuencia que se viera en él al más excelso representante de la tercera España. El prólogo a ese libro, en el que justificaba su temprano abandono del país en guerra, fue considerado, sobre todo a partir de las exégesis más apasionadas que precisas de Andrés Trapiello en Las armas y las letras, como el mejor punto de partida para superar la tradicional división entre las dos Españas.

            Chaves Nogales, en las últimas décadas, se ha convertido en un autor de éxito. Se reeditan una y otra vez sus obras fundamentales, entre ellas esa prodigiosa novela-reportaje que es El maestro Juan Martínez que estaba allí, también sus obras menores, y se rescatan sus cientos de artículos dispersos. Todo ello es recibido con idéntico entusiasmo acrítico. Chaves Nogales se ha convertido, para decirlo con las palabras que Leopoldo de Luis aplicó a Antonio Machado, en ejemplo y lección, una figura emblemática por encima del bien y del mal.

            Le llega ahora el turno en las recopilaciones a las crónicas que escribió a partir de septiembre de 1939, cuando Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania. En La agonía de Francia, podemos leer: “Ayudaba a la guerra con todo mi entusiasmo. Cada día, un grupo numeroso de periódicos americanos en lengua española publicaba mis crónicas redactadas única y exclusivamente al servicio de la causa francesa; cada día la Radio Francesa para España y América del Sur divulgaba mis comentarios inspirados en las consignas directas del Quai d’Orsay”.

            Esas crónicas son las que reúne ahora Yolanda Morató en Desde París, el primero de los tres volúmenes que pretenden reunir todos sus artículos escritos entre 1939 y 1944 con el título de Diarios de la Segunda Guerra Mundial. El título resulta engañoso, lo mismo que la disposición tipográfica con las fechas de publicación al comienzo de los artículos, como si se tratara de un verdadero diario personal. Se explica así la extrañeza del lector al comprobar que el primer texto, que lleva la fecha del 10 de septiembre de 1939, no nos hable de la guerra, sino de que Alemania y Rusia han firmado un pacto de no agresión. Es un artículo que se escribió en agosto, y que sin duda se publicó entonces, aunque no se haya localizado esa primera publicación y sí otra en una revista cubana de la fecha que indica la editora.

Pero no voy a centrarme en los dislates de la edición de Yolanda Morató, que retraduce muchos de estos artículos de la versión portuguesa para tratar de disimular lo que pudiera ser una apropiación indebida de los hallazgos de otro investigador, Abelardo Linares. Prefiero hacerlo en lo que nos desvelan sobre la figura del mitificado y aún no del todo conocido autor, a quien no le agradaría mucho ver reunidas estas colaboraciones suyas en los servicios de prensa y propaganda del gobierno francés.

            Lo que en ellos cuenta lo desmentiría casi palabra por palabra en La agonía de Francia, un libro publicado en Montevideo en 1941 (y prácticamente desconocido hasta su rescate décadas después), pero destinado a aparecer primero en inglés con el título de The Fall of France. Es un libro destinado a hacerse valer ante sus nuevos empleadores, los servicios de propaganda del gobierno inglés, y a denigrar a los anteriores, a quienes tanto había mercenariamente defendido. Habla ahora “del ánimo ruin de los soldades franceses, que se irritaban más contra sus aliados que contra el enemigo mismo”. Y no deja en muy buen lugar al pueblo francés: “La revelación más sorprendente y espantable del derrumbamiento de Francia ha sido la indiferencia inhumana de las masas. Las ciudades no han tenido en ninguna otra época de la historia una expresión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual”.

            Muy otra cosa es lo que se nos había contado en estas crónicas que edita Yolanda Morató. En ellas se refiere a “la disciplina ejemplar de la población civil” y abundan las loas al ejército francés.

            ¿Se fiaban los lectores americanos de estas crónicas de Chaves Nogales o desconfiaban de ellas como suele hacerse con los textos propagandísticos? Por lo que confesó en La agonía de Francia, él mismo era consciente de sus mentiras cuando afirmaba cosas como que Francia estaba preparada para resistir una guerra larga mientras que en Berlín se comenzaban a sentir dificultades porque se prolongaba varios meses. Casi se podía ir contraponiendo, párrafo o párrafo, lo que afirmaba antes del armisticio con lo que escribió inmediatamente después.

            “El pueblo civil muestra una disciplina tan rigurosa como el militar” se titula la última de sus crónicas, publicada el 13 de junio, varios días después de la huida del gobierno y un día antes de que los alemanes entren en París. Él según nos cuenta va a la ópera, donde el público es el de siempre, y cuando sale a la calle “París seguía su vida y su tráfico con impasibilidad impresionante”. Algo muy distinto leemos en La agonía de Francia: “El éxodo de un millón de parisienses en pos del gobierno y de los funcionarios fue algo espantoso, inenarrable”.

            No hacen un gran favor a Chaves Nogales estas crónicas localizadas con benemérito empeño en distantes hemerotecas (se publicaron la mayoría de ellas en diarios no digitalizados) por Abelardo Linares, aunque no dejan de tener interés para el lector interesado en el día a día de la historia, en los pequeños detalles que luego se borran en la interesada memoria.

Pero Chaves Nogales no solo fue difusor de la mentira oficial, tan dañina para los intereses de Francia (Morir por cerrar los ojos tituló Max Aub su obra teatral sobre esos hechos), también actuó de censor, según confesión propia en ese libro, La agonía de Francia, tan elogiado como leído con poca atención. a lo que parece: “Con la intención de conquistar al general Franco con sus buenas maneras conservadores, estaba absolutamente prohibido mencionar la palabra democracia en las emisiones de radio en lengua castellana. Se daba el caso de que yo, personalmente yo, tenía que ejercer la censura sobre la prosa excelsa de Giraudoux, que al ser traducida al castellano sufría una trepanación en la que perdía invariablemente toda su sustancia democrática”.

La democracia de Francia, a la que él servía al parecer orgullosa y valerosamente, era “una democracia que ni siquiera se atrevía a decir su nombre”: “Las hondas y alquitaradas razones democráticas que tenía Francia para hacer la guerra eran solo razones nacionales y reaccionarias cuando las ondas las llevaban a la España de Franco”. Y él mismo –convertido en todo lo contrario de un verdadero periodista-- era el encargado de llevar a cabo esa metamorfosis.