Julio José Ordovás
Lecciones de abismo
Xordica. Zaragoza, 2025.
Las
publicaciones periódicas nunca han publicado solo periodismo. La literatura
tuvo su cabida en ellos desde el principio. Y no me refiero solo a las
revistas, en las que la literatura a veces ha ocupado la parte principal, sino
a los diarios que acabaron monopolizando y convirtiendo en sustantivo el
adjetivo “periódico”.
En los periódicos aparecieron
publicados poemas, pero sobre todo cuentos y novelas por entregas. Y en los
periódicos, si no se inventó, se generalizó el género, tan de moda hoy día, de
la autoficción. Los cuentos se disfrazaron de crónicas y las crónicas
utilizaron todas las técnicas del relato literario para atraer la atención de
los lectores.
Lecciones de abismo, aunque
no se indique en ninguna parte, fue en su origen una serie de columnas
periodísticas publicadas en un diario aragonés. Articuentos tituló a las
suyas Juan José Millás, uno de los maestros de Julio José Ordovás. Tiene otros:
el César González-Ruano de Pequeña ciudad, el inevitable Umbral y el
maestro de todos, el Baudelaire de Spleen de París.
El título, tan sugerente, procede de Julio Verne. En Viaje
al centro de la Tierra, el profesor que dirige la expedición le dice a su acompañante:
“Observa y observa muy bien. ¡Hay que tomar lecciones de abismo!”
Lecciones de abismo, de los abismos
de la condición humana, toma Ordovás paseando por las calles de Zaragoza.
¿Literatura local? ¿Costumbrismo de consumo interno? Existe la vana creencia de
que es más fácil hacer literatura de interés general hablando de Nueva York, de
París o de Venecia que de Cuenca, Zaragoza o Guadalajara. Pero todo depende de
la mirada y el talento del autor, no del lugar en que se escribe o desde el que
se escribe.
“Alguna vez he pensado que la
modernidad irrumpe definitivamente en la pintura cuando Van Gogh pinta sus
viejas botas”, comienza el primer capítulo del libro. El equivalente en Ordovás
son sus zapatillas Vans: “No están tan maltratadas ni son tan expresivas como
las botas de Van Gogh, pero también hablan de mí. De mis largos paseos por las
encías podridas de Zaragoza”.
Patear las calles, las calles de una
ciudad que es a la vez una ciudad concreta y cualquier ciudad contemporánea, y
dejar constancia de lo que ve: “La escritura como fuente de consuelo, manantial
en el que hundo mi boca y bebo sin saciarme. Solo soy yo cuando escribo”. La
escritura perpetua tituló Umbral su libro sobre Ruano.
Abundan los elementos
autobiográficos; los espléndidos relatos breves, se engarzan en esa ficción
autobiográfica. Solo hay una excepción, “Estatuas”, que reproduce el cuento
“ligeramente terrorífico”, con el que Francesca, una fugaz amante del autor,
había ganado un concurso universitario. Impactante resulta el titulado “Carta”
y muy representativos del llamado “realismo sucio” –nunca mejor dicho-- otros
como “Mano”.
Abundan las reflexiones
metaliterarias, las alusiones al propio libro que se está escribiendo. En
“Caníbal”, un aspirante a político que quiere fichar al autor para su equipo le
dice: “Tienes cuarenta y ocho años, los mismos que yo, y te estás pudriendo en
el rincón más oscuro del periódico, con esos artículos literarios que no lee
nadie. Si te alias conmigo, haré que te asciendan en el periódico y ya no
tendrás que sablear a los amigos para llenar la nevera”. Y luego insiste: “Deja
de soñar: ¿o crees que te van a dar el Cervantes por esos relatitos sombríos
que publicas”.
La primera parte de Lecciones de
abismo, “El río fiel”, concluye doblemente:
con el encuentro del cadáver del autor (“Conejos”) y con un cambio de
domicilio: “Mientras hago las maletas y meto en cajas mis libros para irme a
vivir con mi madre, me pregunto si alguien que solo me conoce de vista me
echará en falta cuando, en unos pocos días, cambie de barrio y solo
ocasionalmente vuelva a pisar las calles en las que he sido feliz viendo
gatear, correr, saltar, pedalear y crecer a mi hijo”.
Al
comienzo de la segunda parte, “Barrio obrero”, leemos: “Hace tres meses que me
separé y desde entonces vivo con mi madre. La vida se parece mucho al juego de
la oca y me temo que he vuelto a la casilla de salida”.
De
“novela caleidoscópica” se califican en la contraportada estas Lecciones de
abismo. Pero no son una novela ni falta que le hace. Cada capítulo tiene
entidad propia porque en su origen se publicó para ser leído independientemente.
El libro puede comenzar a leerse abriéndolo por cualquier parte, cosa que no
ocurre con las novelas, ni siquiera con Rayuela. Pero tiene un
protagonista y una atmósfera común. No es menos que una novela; es más para
muchos lectores, entre los que me cuento.
Un
capítulo, “Justiciero”, se dedica a hablarnos de uno de sus maestros, Juan
Marsé, y otro, “Rastro”, a uno de los temas que trajo a la literatura Ramón
Gómez de la Serna y que tan brillantes cultivadores ha tenido después. Otro,
cambia el “Me acuerdo” de Perec por “Me gusta” y el resultado se aproxima bastante
a un poema en prosa.
Como
no es posible ser sublime sin interrupción, hay alguna caída en el tópico y en
el escándalo fácil, pero tampoco conviene ponerse estupendos. Lecciones de
abismo nos descubre a un escritor en periódicos que no desmerece junto a
los nombres que están en boca de todos.