domingo, 6 de octubre de 2024

Aridez y poesía

 

 

Carlos de Oliveira
La piel del paisajista
Antología poética
Traducción de José Ángel Cilleruelo
Fundación Ortega Muñoz. Badajoz, 2024.

Afirmaba Antonio Machado que todo poeta debía tener una poética y que en eso se diferenciaba de un mero señorito –hoy diríamos de un simple aficionado-- que hacía versos. Pero esa poética no tiene por qué resultar explícita; ese es trabajo que suele quedar para los estudiosos. El poeta –sigo otra vez a Machado-- trabaja por intuiciones, no por conceptos.

            Hay poetas, sin embargo, muy conscientes de lo que debe ser la poesía y de lo que quieren que sea su poesía. No siempre tienen las ideas claras desde el principio, pero cuando las tienen, o creen tenerlas  someten a ese lecho de Procusto toda su obra, reescribiendo incluso los textos que nacieron con otra intención.

            Es el caso del poeta portugués Carlos de Oliveira (1921-1981), también apreciado novelista. Fue un autor paradójico: comenzó a escribir en los años cuarenta, cuando dominaba en su país la estética neorrealista, de la que formó parte. A la manera de la poesía social española, los jóvenes poetas portugueses querían convertir su obra en un arma más para luchar contra la dictadura.

            Pero el realismo que buscaba Oliveira acabaría teniendo poco que ver con el realismo socialista y mucho, paradójicamente, con ciertas aventuras vanguardistas que buscaban eliminar de la poesía toda anécdota y cualquier atisbo de sentimentalismo, reducirla al mínimo, volverla sobre sí misma.

            Traducida en los años ochenta por Ángel Campos Pámpano, no tuvo demasiado eco la poesía de Oliveira entre nosotros, al contrario de la de otro coetáneo suyo, Eugénio de Andrade, que también buscaba reducir la poesía a lo esencial, convertirla en “una especie de música”.

            Poca música hay en la poesía de Oliveira, poca sensualidad, aunque sí mucha “materialidad”, por decirlo de alguna manera. La piel del paisajista, antología de sus versos que acaba de publicar José Ángel Cilleruelo ha sido editada por la fundación Ortega Muñoz. No podía haber encontrado lugar mejor. Los paisajes pintados por Ortega Muñoz –mesetarios, áridos, con muñones de árboles, con campesinos del color de la tierra-- resultan los más adecuados para ilustrar la poesía de Oliveira.

            Comentando Micropaisaje, uno de sus libros esenciales, aquel en que por primera vez consigue la horma poética en la que a partir de entonces tratará de encajar toda su obra, escribe: “Mi padre era médico de pueblo, un pueblo paupérrimo: Nossa Senhora das Febres. Lagunas pantanosas, desolación, tierras calcáreas, arena. Crecí rodeado por la gran pobreza de los campesinos, por una mortalidad infantil enorme, una emigración espantosa. Natural por tanto que todo ello me haya impresionado (mejor, tatuado). El lado social y el otro, porque hay otro también, de mis relatos o poemas publicados (cuatro novelas juveniles y algunos libros de poesía) nacieron de ese ambiente casi lunar habitado por hombres y visto, aquí para nosotros, con poco distanciamiento”. Esa sería la materia de sus poemas, aunque cada vez “más decantada, más indirecta”.

            José Ángel Cilleruelo quiere ofrecernos una versión que no sea, como la de Ángel Campos Pámpano, “literal, con una rigurosa fidelidad léxica y sintáctica al original”. La suya pretende tener un carácter interpretativo: situaría la fidelidad “en un estadio superior al de los lexemas y sintagmas, y más etéreo, que es el del significado y, sobre todo, su interpretación a partir de los ritmos poéticos y la especificidad léxica de la lengua española”.

Si comparamos ambas versiones, vemos que Campos Pámpano traduce casi palabra por palabra (la cercanía de ambas lenguas lo permite), mientras que Cilleruelo busca un tono más literario y trata de evitar ciertos usos, como el del gerundio, que le parecen poco elegantes. Veamos algún ejemplo. Oliveira escribe: “como arde este cristal?”. En el español de Campos Pámpano el poema suena de la misma manera: “¿Cómo arde este cristal?”. Cilleruelo, sin embargo, busca una variación: “¿Cómo se enciende su cristal? No tiene reparos para el cambio, aunque sea leve, del original. Unos versos del mismo poema, “En las colinas de Antonio Machado” (uno de los pocos en los que no se eliminan las referencias concretas), dicen así: “estructura inmóvil refrectando / que chama interior? / petrificando que mineral humano / apenas esboçado?”. La traducción de Campos Pámpano no permite lucimiento alguno al traductor: “estructura inmóvil refractando / ¿qué llama interior? / petrificando ¿qué mineral humano / esbozado tan solo?”. Cilleruelo, como un corrector de estilo, elimina los gerundios, que no disuenan más en portugués que en español: “inmóvil estructura que refracta / ¿una llama interior? / que petrifica ¿un mineral humano / solo esbozado?”. Pero lo que dicen estos versos en español no es exactamente lo que dicen en el original. En un caso se pregunta si se petrifica “un mineral humano solo esbozado”; en el otro, en el original, se da por sentado que es un mineral humano y se pregunta de qué mineral se trata.

Si comparamos original y versión, abundan las perplejidades. “Mujeres del desbroce al desbrozar, / piernas al aire, sol de un día breve”, traduce Cilleruelo. Pero lo que se lee en el original es: “Mulheres da monda mondan na maré, / de joelhos nus, ao sol de un día breve” (“Mujeres del desbroce desbrozan en la marea, / con las piernas desnudas, al sol de un día breve”).

La cercanía entre las poéticas del traductor y del poeta traducido, lleva a este, en ocasiones, a tratar el original como si fuera el borrador de un poema propio. Conviene por eso, leer solo las versiones o solo el texto portugués (fácilmente accesible para cualquier hablante español, que solo ha de recurrir al diccionario para alguna aclaración léxica), Lo hagamos de una manera o de otra (o de ambas, pero no simultáneamente) nos encontraremos con un poeta que no seduce a primera vista, como tampoco la pintura de Ortega Muñoz si la comparamos con el colorista Sorolla. Hace falta algún esfuerzo para acostumbrarse a su lúcida, punzante sequedad. Vale la pena, aunque quizá no todos los lectores sean capaces de ello. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

 

 

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