miércoles, 24 de julio de 2024

Vidas en claro

 

Christopher Maurer
Bello relámpago que dura:
Moreno Villa y Jacinta
Residencia de Estudiantes. Madrid, 2024.

Alguna vez afirmó Blas de Otero que lo que más le interesaba eran los caminos que llevan de la vida a los libros, de los libros a la vida. En Jacinta la pelirroja contó José Moreno Villa, con irreverente desenfado, con más humor que melancolía, la historia de un “loco amor” con una joven norteamericana a la que conoció en la Residencia de Estudiantes y con la que estuvo a punto de casarse en el Nueva York de 1927. En su autobiografía, Vida en claro, de 1944, dejaría constancia del nombre real de la protagonista, Florence, y de los detalles precisos de esa relación que no caben en un poema.

            Hasta ahora de Florence sabíamos poco más que lo que nos quiso contar, con elegante reticencia, Moreno Villa. Christopher Maurer la rescata de las sombras, de su mero papel de musa renovadora y a ratos cruel, para detallarnos los principales momentos de su biografía. La principal informante fue Mary Louchheim, sobrina de Florence, la única persona de la familia con la que tuvo relación hasta el final. “En 2012  --escribe Maurer--  visité por primera vez a Mary, una pelirroja vivaz, culta, curiosa, que ha dedicado estos últimos años a comprender la historia de su familia y su compleja relación con el judaísmo, así como a ayudar, con dinero dejado por Florence y con sus propios recursos, a artistas israelíes y palestinos. Su tía no le habló nunca de Moreno Villa ni de su conexión con España; vivía en el presente, no en el pasado”.

            La relación entre la estudiante norteamericana y el escritor y pintor, sin embargo, no concluyó con la ruptura de 1927, debida menos a la oposición familiar –que no le importó a Florence para sus otros matrimonios--  que al caprichoso carácter de la mujer y a ciertos comportamientos difíciles de comprender para un español de la época. En diciembre de 1927, le escribe Moreno Villa a Federico de Onís, catedrático en Columbia y confidente durante la aventura neoyorquina: “He hecho lo que cabía en mis fuerzas: rompí el 2 de julio con ella. Me volvió a escribir al mes y medio. Yo le supliqué que no me escribiese más y a los tres meses me vuelve a escribir porque según ella se ve obligada por la necesidad. Cuando rompí, le giré dinero y le dije que mensualmente le remitiría cuatrocientas pesetas; se quedó con el primer envío, pero me rechazó el segundo y dio órdenes al Banco Internacional en Madrid de que no admitiesen dinero mío a su dirección. Pues bien, ahora la última carta es para pedir dinero”.

            Florence posaría, en artístico y desnudo revoltijo, con su primer marido (se casó con él pocos meses después de romper con Moreno Villa) y dos amigas, para el fotógrafo Max Ewing. El libro reproduce esas fotos, de elegante erotismo.

            No faltarán lectores que se pregunten si resulta legítimo rescatar ciertas intimidades de la vida de un escritor o de quienes se relacionaron con él. Lo importante serían los textos –los poemas de Jacinta la pelirroja, las prosas de Pruebas de Nueva York—y no las peripecias biográficas que están tras ellos. Pero al ser humano nada le interesa más que las vidas ajenas, de ahí el éxito de los programas de cotilleo. Cotilleo con pretensiones es buena parte de la investigación literaria. En 1930, escribió Moreno Villa el poema “Desposorio atlántico”, en el que evoca su viaje  para el frustrado matrimonio: “¡Qué gritos, qué gritos enjutos / como granos de sal, de arena, de luz! / Magnetizada su lengua y encabritado el pez. / Los globos, las bombillas, los glúteos, / las esferas todas trabajan por el pez zarpador. / Es tu cama un estuche del ritmo. / Las bocas han mordido en la vida. / Únicamente los ojos / se pierden en la bruma lechosa del sonambulismo”. Humberto Huergo Cardoso, en el prólogo a Temas de arte, selección de artículos de Moreno Villa, lo comenta así: “El poema recrea en todos sus pormenores –jadeos, fellatio, encabritamiento del pene, senos, algas-- la embriaguez erótica que vivían los amantes”. No sé yo qué lectores necesitarían esas precisiones (“lo del encabritamiento del pene” parece todo un hallazgo).

            Florence Louchheim estudió arte y al coleccionismo de arte y a la difusión del arte contemporáneo, aunque siempre de manera amateur, dedicó su vida. No necesitó trabajar. Su padre, que no se fiaba de ella, decidió que la herencia que le correspondía la administrase su hermano.

            En México, diez años después de la ruptura, volvió a coincidir con Moreno Villa. Y en 1951 sigue en correspondencia con él: “Sabes que eras siempre un poco malicioso, y tus juicios sobre la gente eran a menudo muy subjetivos, lo que probablemente explique todas las cosas malas que dijiste sobre mí en tu autobiografía. ¿Cuándo me enviarás un ejemplar?”. Y a continuación: “Sobre qué aspecto tengo, creo que más o menos el mismo. Las mismas medidas, el mismo color.”. Todavía trata de seducirle.

            No la olvidó Moreno Villa. En un poema en prosa escrito poco antes de su muerte, y que permaneció inédito, tras evocar una vez más el encuentro primero con sus encontronazos, le manda un abrazo “después de un cuarto de siglo”. Termina ese poema con una reflexión que puede servir de epitafio: “Me equivoqué infinitas veces. No se equivoca quien no arriesga. Tres, cuatro veces arriesgué en la vida. No más, que no nací para aventurero”. En otro lugar dijo que los errores “son los que nos procuran ratos de vida verdadera”, por eso lamenta “que no sean más”. Sin conocer a Florence, es posible que Moreno Villa no hubiera pasado de discreto poeta, pintor y archivero. Ella fue la primera que le arrancó de su gris y confortable rutina, luego ese aventamiento lo completaría la guerra.

            Añade el libro en apéndice un “Diálogo con José Moreno Villa” publicado en septiembre de 1937. En él encontramos una sorprendente alusión a José Robles, el profesor y traductor desaparecido ese año a mano de los servicios secretos soviéticos. Ignacio Martínez de Pisón le dedicó una investigación ejemplar, Enterrar a los muertos. Esto es lo que dice Moreno Villa: “Robles se volvió loco al estallar la guerra. Aseguraba que nadie más que su hijo hacía los planes para la defensa de Madrid y para continuar la guerra. Cuando yo salí, estaba en la cárcel. Ahora dicen que murió; si de muerte natural, no sé”. Enigmática frase esta última, que nos lleva de una vida a otras vidas, de los libros a la vida, como la mejor literatura.

domingo, 14 de julio de 2024

Colección de nubes

 

José Miguel Viñas
Los cielos retratados
Viaje a través del tiempo y el clima en la pintura
Crítica. Barcelona, 2024.
 

“Los pintores son notarios de la historia”, se afirma en este libro, redactado con cierta ingenuidad, pero tan lleno de sugerencias. Y no solo lo son  –ni fundamentalmente-- en los grandes cuadros de historia que estuvieron de moda en el siglo XIX. José Miguel Viñas, físico y meteorólogo, quiere demostrarnos que los pintores fueron coleccionistas de nubes y testigos del cambio climático. Y no cabe duda de que lo son, o lo fueron hasta que las vanguardias desprestigiaron la pintura realista. Antes de la invención de la fotografía, solo dibujantes y pintores podían dejar constancia de la apariencia del mundo.

            Comienza Los cielos retratados con “Unas pinceladas sobre las nubes”, apretada síntesis de lo que sobre ellas debemos saber. Las nubes no son “vapor de agua”, como suele creerse, sino agua en estado líquido o sólido, “minúsculas gotitas de agua o directamente cristales de hielo microscópico”. Su clasificación se debe a un farmacéutico inglés, Luke Howard, que la pública en una famosa conferencia celebrada en 1802. Fue entonces cuando se definieron por primera vez los tres tipos fundamentales de nubes  –cirros, estratos, cúmulos--  y sus combinaciones.

            José Miguel Viñas se inició como divulgador meteorológico en un programa radiofónico, No es un día cualquiera, de Pepa Fernández, y en seguida nos damos cuenta de que no ha perdido los modos orales de comunicación. Así se despide de los lectores: “Mis últimas palabras son para contarles que la publicación de este libro es un sueño hecho realidad. Ha sido uno de los mayores retos a los que me he enfrentado como divulgador científico. Tuve que adentrarme en el mundo de la pintura, del que soy un simple aficionado, no un estudioso como algunas de las personas en las que me he apoyado. Desde que en el otoño de 2022 se dio luz verde al proyecto editorial, la ilusión ha sido mi principal fortaleza frente a los momentos de flaqueza, que no faltaron durante el largo y laborioso trabajo de escritura”.

            Que José Miguel Viñas está lejos de ser un estilista ya queda manifiesto en el anterior párrafo. Tampoco es, como bien indica, un especialista en pintura, y de ahí que los adjetivos ponderativos sustituyan con frecuencia a los análisis precisos de los cuadros de los que trata. Algunos de ellos se reproducen en el libro; la mayoría, se nos invita a buscarlos en Internet. En realidad, Los cielos retratados, más que un libro, parece el guion de un documental televisivo sobre el tiempo atmosférico tal como se refleja en la pintura. Pero sus insuficiencias no le quitan interés. Después de leerlo, no volveremos a visitar los museos de la misma manera. El telón de fondo de los cielos pasará a primer plano. Nos fijaremos así en “las nubes de algodón”, que aparecen sobre las figuras y bajo los brazos de la cruz, en La piedad de Rogier van der Weyden (también en el interior de la paloma que se recorta en el cielo de El regreso de Magritte); en las curiosas pareidolias del San Sebastián de Mantegna; en las atmósferas azuladas de Patinir…

            La “pequeña edad de hielo”, que se extiende entre mediados del siglo XV y mediados del XIX, explicaría los paisajes nevados de Brueghel y de otros pintores flamencos y holandeses. En 1608, el invierno fue especialmente riguroso; ese mismo año pintó Hendrick Avercamp su Paisaje invernal con patinadores. La manera que tiene José Miguel Viñas de comentarlo resulta muy representativa de su estilo divulgativo: “Merece la pena buscar la pintura en el Rijksmuseum, en Ámsterdam, o en su defecto localizar en Internet una imagen de la misma en alta resolución. Bajo un cielo blanquecino, característico de los días fríos en que nieva, aparecen infinidad de personas sobre la capa helada que se extiende hasta la lejanía. La escena recuerda cualquiera de los conocidos dibujos de ¿Dónde está Wally? Resulta muy entretenido dedicar un tiempo a fijarse en lo que está haciendo cada personita. A pesar del intenso frío, la vida no solo no se detiene, sino que está en plena ebullición”.

            Uno de los capítulos se titula llamativamente “Platillos volantes en el Quattrocentro”, pero por supuesto no hay tales “platillos volantes”, sino el tipo de nubes que Piero de la Francesca puso en el cielo de varios de sus cuadros -- altocúmulos lenticulares--, que vagamente recuerdan la forma de los que muy posteriormente, ya en el siglo XX, se conocerían con ese nombre.

            Fue un inglés el primero en clasificar científicamente las nubes y fueron pintores ingleses –Constable, Turner-- los que con más asiduidad y precisión las llevaron a sus cuadros. No se olvida José Miguel Viñas de dedicarle un capítulo a Caspar David Friedrich, con su emblemático “Caminante sobre un mar de nubes”, ni otro a los famosos cielos velazqueños. Para Javier Marías, según cita Viñas, tal calificativo es un disparate. El autor de Todas las almas señala, con su peculiar prosa, que se trata de “una inversión o perversión que tuvo que decirse inicialmente, a saber: que los cielos pintados de Velázquez parecían cielos en verdad madrileños”. No parece haberse dado cuenta Marías de la verdad paradójica de Oscar Wilde: la naturaleza imita al arte. A menudo no vemos en la naturaleza más que lo que el arte nos ha enseñado a ver. Solo después de que Velázquez fijara en sus cuadros ciertos aspectos del cielo de Madrid nos fijamos nosotros y le damos nombre.

            Los cielos retratados nos enseña a ver, no solo los cuadros, también la realidad de otra manera. Los cielos de Turner o de Tiepolo existían antes de que los pintaran, pero nadie reparaba en ellos. Las nubes, las maravillosas nubes de que hablaba Azorín, se vuelven menos evanescentes cuando aprendemos a llamarlas por su nombre, pero no menos hipnóticamente seductoras.

           

miércoles, 10 de julio de 2024

El humor, la poesía

 

 

Jaime García-Máiquez
La humana cosa
Prólogo de Luis Alberto de Cuenca
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Jaime García-Máiquez es un poeta paradójico: muy de escuela, con claros y reconocidos maestros, y a la vez muy personal. Emocionante hasta la lágrima fácil y divertido hasta el humor gamberro, añade resonancias insólitas a la poesía española contemporánea.

            “Creo que tengo más tonos que temas”, ha escrito en el lúcido epílogo –algo poco frecuente-- a La humana cosa (título poco afortunado, aunque lo tome de Dante), antología de su obra édita e inédita. Esa variedad de tonos es la que le ha llevado a “jugar en serio” (así se titula uno de sus libros) a la invención de heterónimos.

            Como en Pessoa, el Pessoa fundamental, los suyos son tres: Fernando López de Artieta, que algo tiene de caricatura del tópico poeta de los ochenta; Rodrigo Manzuco, poeta minimalista, y Pascual de Blanes, heredero de cierto Antonio Machado. Pero no necesitaba Jaime García-Máiquez de esa novelería de creador de poetas, con biografía incluida, para dar variedad a su poesía. Así parece haberlo reconocido él mismo y por eso firma con su nombre Libro de viejo, el último de los suyos, el más original y arriesgado, que parece una enmienda a toda su poesía anterior.

            Jaime García-Máiquez comienza con Vivir al día (1999) como un poeta primoroso, ingenioso, confesional. “Fe y simpatía” parece ser su lema. La tradición métrica (como las otras tradiciones) no tiene secretos para él. Se trata de versos bien peinados, sin un acento fuera de sitio ni una rima disonante. Muchos son poemas de escuela (“Septiembre”, tan Felipe Benítez Reyes; “Alegría”, tan Aquilino Duque; “Los renglones torcidos”, tan Miguel d’Ors), pero escritos por un alumno que fuera el primero de la clase. A ratos, se entretiene en reescribir poemas ajenos: “Oh, mundo” le da la vuelta a “El poeta declara su nombradía”, un texto que Borges le hace firmar a uno de sus apócrifos; “Canto a la pintura española” repite, con no demasiada fortuna a mi entender, la fórmula del “Canto a Andalucía” de Manuel Machado (el apodíctico “Y Sevilla” final es sustituido por “Y Velázquez).

            Comenzamos a leerle con cierta prevención; seguimos leyendo y muy pronto dejamos de preocuparnos por lo que pueda haber de ejercicio y homenaje. Si al principio abundan los poemas que podría haber escrito cualquier otro poeta de su línea que fuera un excelente poeta, enseguida nos encontramos con otros que solo podría haber escrito Jaime García-Máiquez. El escatológico y teológico “Mojón”, por ejemplo.

            Los poemas atribuidos a Fernando López de Artieta no pasan, en la mayor parte de los casos, de un entretenimiento menor, como para ser recitados entre risas amicales. El humor salva la misoginia de alguno de estos textos, como “Despedida de soltero”, pero quizá no la del titulado “Belén”, que termina con un verso de Rubén Darío convertido en chiste: “y hacia Belén… ¡la caravana pasa!”. Le salvan poemas como “Remordimiento intelectual”, con su rotundo gerundio final, o “Mierda de artista”.

            De Rodrigo Manzuco, sorprende la evolución, quizá no muy coherente.  De la poquedad expresiva, pasa a poemas como “La merienda y el mundo”, una sátira a lo Ángel González de la educación elitista en ciertos colegios privados y del grupo social que representan.

            Pascual de Blanes es el más prescindible de los, en algún modo, prescindibles heterónimos. Escribe en endecasílabos asonantados, con la excepción de un soneto que juega con los antónimos “todo” y “nada,” como el tan famoso de José Hierro que cierra Cuaderno de Nueva York.

            Jaime García-Máiquez es un poeta confesional, pero para todos los públicos. No oculta sus creencias religiosas, y a veces las exhibe con conmovedora ingenuidad (como en el poema “28 de marzo”), pero escribe para todos, no solo para el círculo de fieles, y nunca pretende hacer proselitismo.

            En el ya citado epílogo, escribe: “He pasado de los temas un poco más impersonales y tópicos de mis primeros libros a lo enraizado con mi biografía de los últimos; he descubierto la emoción de lo biográfico”. Ha aprendido que en todas las cosas –no solo en la rosa y en la luna, a las que dedica espléndidos ejercicios retóricos-- hay poesía, “de la de verdad, la auténtica, pero para ver su brillo hay que pasar un dedo mágico que quite el polvo o suciedad de lo mundano, otorgarle una magia que tenía como olvidada dentro”. Él encuentra esa poesía lo mismo en la recepción de un hotel, en la estación de Valdepeñas o en la ropa tendida (“Ahí están, a la vista de todos los vecinos, / gigantes calzoncillos cerveceros, / breves bragas y tristes / calcetines, sostenes destetados…”) que en una fiesta familiar, en su trabajo en el Museo del Prado (pocas veces el arte se ha tratado como él lo hace) o en la celebración de la divinidad y del continuo asombro de estar vivo. O dicho de otra manera: “Una canción por sí sola, / puede valer… lo que valga, / pero nunca valdrá tanto / como el hecho de cantarla”.

jueves, 4 de julio de 2024

Qué hacer con la poesía

 

Raquel Lanseros
El sol y las otras estrellas
Visor. Madrid, 2024.

La poesía es imprescindible; la mayoría de los libros de poesía que se publican son perfectamente prescindibles. O dicho con otras palabras: hay demanda de poesía, pero no, salvo excepciones, de libros de poesía. ¿Cómo se explica esa paradoja?

            El libro no le sienta bien a la poesía lírica. Es un punto de llegada, no de partida. Góngora fue uno de los poetas más leídos, admirados, discutidos, detestados de su tiempo y, sin embargo, su obra solo póstumamente se recopiló en volumen. Cuando Espronceda publicó su primer y único libro, en 1840, dos años antes de su muerte, ya era un poeta famoso. Incluso después de la invención de la imprenta, incluso muchos años después, la poesía lírica se difundía de forma manuscrita, como canción, en lecturas públicas, en revistas. El libro recopilaba los textos que habían tenido más aceptación. Jorge Guillén solo publicó su primer volumen en 1928, pero ya para entonces, gracias a los adelantos en diversas revistas, era una de las voces más influyentes en la nueva poesía (su huella es patente en Perfil del aire, de 1927, a pesar del empeño de Cernuda en ocultarla).

            Al deterioro de la poesía contemporánea han contribuido, más que las calumniadas redes sociales y las lecturas públicas de los despectivamente llamados “parapoetas”, los innumerables premios literarios, casi todos financiados con dinero público. También las becas a la creación, pero su daño es menor al ser menos abundantes. Cuando la producción es muy superior a la demanda, no se debe animar con subvenciones a aumentarla.

            Las lecturas públicas siguen siendo fundamentales para la difusión de la poesía, y a las copias manuscritas del Siglo de Oro y a las revistas tan decisivas en los comienzos de las generaciones del 27 y del 50, les ha sustituido Internet, que ha hecho el milagro de que tengamos a mano y en el momento preciso el poema que necesitamos. ¿Habría que publicar en libro solo a los poetas que tengan más seguidores? Antes que a los que no tengan ninguno, desde luego.

            Motiva estas reflexiones la lectura de El sol y las otras estrellas, de Raquel Lanseros, premio Generación del 27. Hay en el libro poemas excelentes, pero el conjunto resulta fallido. Y algo tienen que ver en ello una exigencia cada vez más extendida en los premios de poesía, que todos los textos sean rigurosamente inéditos, y la tendencia a preferir los libros unitarios a las “simples” recopilaciones de poemas sueltos.

            Del libro de Raquel Lanseros sobran bastantes poemas que no habrían pasado una criba medianamente rigurosa si no fuera por la necesidad de llegar a un mínimo de versos. Cito algunos: el inicial, con sus trabajosas variaciones sobre el término “creer”, que anima poco a seguir leyendo; el lorquiano romance “Verde vereda de asfalto” (que ni siquiera encaja con el tema del libro), o la reescritura del soneto anónimo “No me mueve mi Dios para quererte”.

            El sol y las otras estrellas, título tomado del tan citado verso con que Dante concluye su Divina comedia, trata del amor en todas sus manifestaciones. Cualquier poeta se lo pensaría dos veces antes de dedicar un libro entero a un tema tan manido y tan propicio a incurrir en el tópico. Raquel Lanseros consigue escapar a él en más de una ocasión. La primera con el poema “Madre”, que juega con la tipografía como los poetas vanguardistas, pero con muy otra intención (sobran quizá los cuatro versos finales, que parecen tratar de explicar lo que no necesita explicación).

            Se esfuerza Raquel Lanseros por lograr variedad dentro de la unidad. En “Fascinus”, una acumulación de metáforas irracionales trata de definir “el sexo de mi amado”; “Me recorre tu lengua reverente” comienza otro de los poemas, y en “Joie de vivre” se habla de “el esponjoso tacto de tu glande” (también, extrañamente, de “la mucosa frutal de tu intestino”).

            Más narrativo, y con menos riesgos expresivos, resulta el poema dedicado a la amistad, que lleva por título un número de teléfono al que ya nadie responde. O los que hablan de otros amores, “Bodas de Santiago y Julia”, “Dos almas tutelares”.

            Al amor se le intenta definir en “El todopoderoso”, con acertada mezcla de imaginería cósmica y cotidiana: “Miradlo reclinarse en la infinita bóveda del cielo, / Contempladlo arrastrar en los andenes / maletas somnolientas cargadas de satélites. / Escuchadlo cocer en las cazuelas / de las cocinas humildes de las casas”.

            Sobran páginas en El sol y las otras estrellas, ciertamente, sobran lo que parecen ejercicios de taller, pero lo salva un puñado de emocionantes poemas escritos con las palabras de todos los días, sin esforzado retoricismo. Es el caso de “La casa del futuro”, donde se alude a la muerte con palabras de Juan Ramón Jiménez: “Dime que tú estarás / cuando se queden los pájaros cantando”. o “Ganar y perder”, términos que al final acaban siendo sinónimos.

            Como todo, los premios literarios tienen sus inconvenientes y sus ventajas, pero su proliferación hace que sus ventajas sean cada vez menores, salvo para los poetas que empiezan y para quienes encuentran en ellos un segundo sueldo. Una moratoria de un quinquenio o dos sin galardones poéticos financiados con dinero público sin duda ayudaría en gran medida a la limpieza del ecosistema literario.

 

           

 

martes, 25 de junio de 2024

Benet y el síndrome de Diógenes

 

El plural es una lata
Biografía de Juan Benet
J. Benito Fernández
Renacimiento. Sevilla, 2024.

El autor de esta primera biografía de Juan Benet tiene una de las principales cualidades necesarias para ser un buen biógrafo, pero le falta otra, no menos esencial. Recopila con minuciosidad, y sin importarle el tiempo que dedica a ello, toda la información posible, pero luego no parece saber qué hacer con ella, salvo acumularla por orden cronológico sin discriminar lo importante de lo trivial.

Es un biógrafo con síndrome de Diógenes. Si por él fuera, nos enumeraría todas las veces que Juan Benet comió fuera de casa, en qué restaurante lo hizo y quiénes fueron sus acompañantes. “Cena con Sarrión y Chamorro con la consecuente cogorza ciclópea”, nos dice a propósito del 17 de enero de 1977.

            No distingue J. Benito Fernández entre los datos contrastados de interés y los chismes que le cuentan, algunos de los cuáles no solo afectan al biografiado, sino también a terceras personas. A propósito de la infidelidad de su segunda mujer (las relaciones amorosas de Benet fueron múltiples –“esposas de diplomáticos, periodistas, escritoras, actrices, secretarias, profesoras, camareras, ociosas de apellidos célebres”, enumera el biógrafo, pero solo se casó dos veces), escribe: “Blanca tuvo dos encuentros con Calasso en un hotel de Madrid, uno en Estambul, otro en París, un último en Milán cuando la poeta salió de su domicilio para ir a verle”. Dejemos de lado la enigmática frase final (¿es que en los otros encuentros no salió de su domicilio?), pero ¿cómo puede el biógrafo conocer la cuenta exacta de citas y lugares? Al parecer, se lo contó una amiga de la esposa infiel, más que amiga detective privado.

            El plural es una lata no pretende ser una hagiografía y por eso abundan las anécdotas que no dejan a Benet en buen lugar. Estudiante de bachillerato, entabla amistad con Alberto Machimbarrena Romacho, perteneciente a una conocida familia donostiarra: “Juan y Alberto pronto llevan a cabo todo tipo de fechorías: mediante una colecta, entre ambos reúnen un dinero con el que pagar a un sicario para deshacerse de un seglar que les lleva cada jueves por el Paseo Nuevo, junto a la bahía. Tienen idea de arrojarlo al mar. Un pescador aceptó la misión y cobró una cantidad, pero cuando volvieron a pasar por allí el hombre de mar miró impasible al profesor, sin intentar la más mínima maniobra, con el consiguiente desengaño de los mozalbetes”. Ya madurito, en 1981, “chantajeaba a su madre para conseguir algún dinerillo”. Al parecer le decía que “si no le daba cinco mil pesetas, en breve sacaría un artículo en el periódico contra su primo Fernando Chueca Goitia”. En ninguno de estos dos casos se nos explicita la fuente de información, que podía ser tan poco precisa como la que también anónimamente le informó que, en 1958, cuando vivía en Oviedo, Benet “se hace cliente habitual de la librería Anticuaria, junto a los Jardines del Campillín”, una librería fundada, por cierto, en 1972. Y en otro orden de cosas, ¿en qué se basará para escribir que, en 1947, “no es extraño ver en las cunetas y en los caminos cadáveres de labradores desbaratados por las torturas”?

            Naturalmente, como no podía ser de otra manera, el aplicado Diógenes que es J. Benito Fernández ha recopilado múltiples datos de interés sobre Juan Benet --ingeniero, escritor, bon vivant-- y sobre la España que le tocó vivir. Quienes admiran a Juan Benet, no sé si encontrarán muchas razones para seguir admirándole, pero a quienes le detestan no les faltarán abundantes motivos para seguir haciéndolo. Aquí está su defensa de los campos de concentración a propósito de unas declaraciones de Solzhenitsyn en la televisión española de 1976, palabras no improvisadas, sino cuidadosamente redactadas en un artículo de la revista paradójicamente titulada Cuadernos para el Diálogo. El biógrafo apostilla: “muchos militantes de izquierda tienen su misma opinión”.

            Benet tiene “bufones fijos”, según señala el biógrafo, es impertinente con los periodistas, presentadores y autores presentados y a la vez tiene muy buenas relaciones con el poder, especialmente durante los años de gobierno socialista: el presidente del gobierno duerme alguna vez en su casa de campo y él comparte alojamiento veraniego con el presidente. Se pone a su servicio cuando la campaña del referéndum de la OTAN.

La empresa de la construcción de la que Benet era ingeniero y alto cargo realizaba obras en el extranjero y parece que, para conseguirlas, de vez en cuando recurrían al soborno. Como consecuencia, detuvieron en Argel a un delegado de la empresa: “Juan Benet se movilizó apresuradamente y pidió ayuda al ministro Javier Solana, quien le recomendó ver al vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, de muy buenas relaciones con los dirigentes del Frente de Liberación Nacional argelino”. Guerra le recibe de inmediato y le promete hacer todo lo posible para solucionar el asunto.

            El lector paciente encuentra muchos datos para la sociología de la época –a la vez cercana y tan remota-- junto a abundantes chismorreos, divertidos o sonrojantes, en esta biografía. “A Benet le adoraba Paco Rico, un mentiroso nato”, cuenta Germán Gullón. Una vez, en un curso de verano de la universidad de Salamanca, le dijo señalando a dos estudiantes: “Esas, este y yo las tenemos esta noche”. Y continúa Gullón: “El asunto de Rico con Benet es muy sencillo. Paco sacaba lo peor de Juan a relucir, su gilipollez”. No sé yo si afirmaciones semejantes merecen figurar en una biografía que se quiere seria y rigurosa.

            Los muchos datos de interés que esta biografía aporta –cartas, informes de censura, anotaciones de las agendas de Benet—quedan oscurecidos por informaciones pintorescas, no bien explicadas, como la peripecia de una doncella del escritor que asestó varias puñaladas a su novio, o fuera de lugar, como el encuentro de Pilar del Río con Saramago en un hotel de Lisboa.

            El párrafo final sintetiza todas las insuficiencias de este hercúleo y frustrado empeño biográfico: “El Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos celebra el 21 de enero un funeral y concierto a las seis y media en la iglesia de San Manuel y San Benito (Alcalá 83) en memoria de Juan Benet Goitia. Aunque de enorme influencia intelectual, Benet dejó escasa huella literaria –sería ridículo intentar imitarle--, pero sí discípulos. Solamente la gloria sobrevive a la muerte”. A un dato puntual, una ficha simplemente copiada, le sucede, sin siquiera un punto y aparte, un contradictorio intento de valoración de la figura de Benet (“enorme influencia intelectual “, “escasa huella literaria”) y una vacua frase. ¿Solo la gloria sobrevive a la muerte? Gracias al aplicado biógrafo, a Benet le han sobrevivido muchas anécdotas que bien merecerían el misericordioso olvido.



miércoles, 19 de junio de 2024

Las buenas intenciones

 

Cuentahílos. Elogio del editante
Santiago Hernández Zarauz
Trama Editorial. Madrid, 2024.

De las buenas intenciones de Santiago Hernández Zarauz no cabe ninguna duda. Le entusiasma el mundo de la edición, el trabajo de los editores, que es “vocación y sacerdocio”, que requiere “fe, entrega, pasión, sacrificio”, según el prologuista, Jesús Ruiz Mantilla, quien llega a afirmar que nunca ha visto a ningún editor hablar mal de otro ni de ningún autor (o pocos editores conoce o se pasa de diplomático).

Cuentahílos se subtitula “Elogio del editante”. El término lo aclara el autor en uno de los capítulos con sintaxis algo peculiar: “Entiendo a quien piense que ensayar un término como editante está, cuando menos, fuera de lugar. Ante tantos años de tradición y lucha comprendo que haya personas que no puedan imaginarse ese término en una tarjeta de presentación. Pero más allá de la pretensión de imponer el término, me parece que el neologismo en gerundio ayuda a entender que la práctica editorial contemporánea es sumamente porosa, incómoda y en constante movimiento”.

No sabemos cómo puede ayudar a entender ese neologismo la porosa práctica editorial contemporánea, pero sí entendemos de inmediato que este teórico de la edición parece ignorar lo que es un gerundio.

También ignora lo que es un incunable. Según él, Poggio Bracciolini descubrió “el texto escondido en las páginas de un antiguo incunable del famoso De rerum natura de Lucrecio”. Pero el humanista lo encontró en un manuscrito medieval, no en un libro editado en el siglo XV, esto es, en la cuna de la imprenta, que es lo que significa “incunable”.

Por otra parte, su manera de redactar resulta, cuando menos, curiosa: “Aunque estaba convencido de la importancia y el valor de su obra, Lampedusa escribió a su esposa y a Gioacchino Lanza Tomasi que hicieran lo posible porque su novela El Gatopardo encontrara algún sello editorial que la publicase después de que casas como Einaudi y Mondadori la rechazaron”. ¿Sabrá Hernández Zarauz lo que significa “aunque”? ¿Habrá querido decir realmente que Lampedusa quiso que se publicara su obra “a pesar de” estar convencido de su importancia? Errores de redacción así hay casi uno en cada página. Otro ejemplo: “Ahora, dedicado totalmente al cultivo de la tierra, la publicación atenta del catálogo y la administración de la distribución de libros, Atalanta es una editorial con lectores a lo largo de todo el mundo y también es un espacio que defiende la presencia del libro físico”.

            A los errores de redacción, que se habrían solucionado con un buen corrector de estilo, se añaden los de información. De rerum natura –nos aclara-- es “un libro cultivado y muy celebrado por los filósofos griegos”. Nos imaginamos a Epicuro y Demócrito saliendo de sus tumbas para aplaudir a Lucrecio. Es un libro, además, que “proclama la realidad del universo a través de definiciones cantadas”. ¿Definiciones cantadas? Curiosa manera de decir que está escrito en verso.

            Cuentahílos, editado por el autor en Amazon o en cualquier imprenta sin revisión ninguna, quizá habría tenido alguna justificación. Pero no, ha sido editado por Trama, “un sello al que uno se acerca con frecuencia para repensar los orígenes y entrar en la conversación vigente alrededor de la hechura de los libros”. A Trama dedica Santiago Hernández Arauz abundantes elogios. La define como “un punto de reflexión, un espacio en el que se mira con detalle desde la gestación de una idea hasta la gestación y los derechos de un libro impreso”. No parece, sin embargo, que su original se mirara ni con mucho ni con poco detalle antes de editarlo.

“La edición sin editores”, por citar el título del famoso libro de Schiffrin, no se da solo en los grandes grupos; también parece que la practican las editoriales independientes, esas que “entienden y asumen una responsabilidad ética con las librerías para conservar el equilibrio del ecosistema del libro”.

            Sobre el oficio de editor, una palabra ambigua en español, se podrían decir muchas cosas al margen de los manidos tópicos habituales, lo mismo que sobre la convivencia de la edición en papel y de la edición electrónica o sobre la desaparición de unas librerías y la aparición de otras más adaptadas a los nuevos tiempos (lo mismo ocurre con cualquier negocio). Pero para eso hace falta tener algunas ideas claras, y Hernández Zarauz no las tiene. Ni tampoco buena información, como ya hemos indicado: cuenta a medias, basándose en las primeras informaciones de prensa, el paso de los libros de Louise Glück de Pre-Textos a Visor, tras la obtención del Nobel. Y se cree cualquier cosa que le cuentan. Hablando de Pessoa con un cliente de su librería (es editor y librero), este le dice: “A mí Pessoa me cuesta mucho trabajo leerlo… En ocasiones llegaba muy borracho a casa de mis abuelos”. Resulta que su abuela fue, al parecer, Ofelia Queiroz, de la que Pessoa estuvo tan enamorado. Pero Ofelia se caso en 1938, tres años después de la muerte de Pessoa, así que difícilmente puso presentarse borracho en casa de los abuelos del presunto nieto.

            El negocio editorial es un negocio, con sus peculiaridades, pero un negocio. El editor en tanto que empresario invierte para obtener un beneficio; el editor, en el otro sentido de la palabra, se ocupa de ofrecer un producto al lector –el libro impreso o digital-- en las mejores condiciones. Y lo primero para ello es seleccionar bien el texto a editar. Si eso falla –como el guion en una película-- falla todo. Entre una editorial y sus lectores se establece un pacto de confianza. Puedo no saber nada de un autor que publica en Anagrama o en Acantilado, pero sé de antemano que no es  un aficionado o un principiante. Si lo es, si en una editorial como Trama dedicada exclusivamente al libro y la edición, me encuentro con un borrador bien intencionado y desinformado tengo derecho a pensar en que, de algún modo, se trata de una estafa. Evitarlo es una de las funciones del editor en el otro sentido del término, y lo mismo da que se trate de un texto impreso o en versión digital. Lo que cambia en esos casos es solo el soporte, cada uno con sus ventajas y con sus inconvenientes y por eso tantas obras aparecen de las dos maneras.



jueves, 13 de junio de 2024

Inagotable Camba

 

Julio Camba
París
Edición de Ricardo Álamo
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Mariano José de Larra fue el primer escritor español que pasó a la historia de la literatura, no por su incursión en los géneros considerados mayores (poesía, novela, teatro), sino por las efímeras colaboraciones periodísticas. Julio Camba, más radical que Larra, quiso desde el principio limitarse al periodismo (apenas si es además autor de una juvenil novela corta autobiográfica, El destierro) y, desde muy pronto, consiguió un prestigio que se mantuvo intacto durante su larga decadencia en la posguerra y que continúa hasta hoy.

Su estreno en libro tuvo lugar en 1916, con tres recopilaciones en las que, al parecer, no quiso tener arte ni parte: Londres, Alemania y Playas, ciudades y montañas. Pocos autores, o al menos eso quiere la leyenda, tan despreocupados por la perdurabilidad de su obra: escribía cuando necesitaba dinero (afortunadamente, lo necesitaba a menudo) y dejaba que un editor reuniera en libro sus artículos cuando le ofrecía el adecuado adelanto. Eso hace que las recopilaciones póstumas, en principio, no tengan por qué diferenciarse mucho de las que aparecieron en vida. Pero se diferencian bastante de las que aparecieron antes de la guerra civil, en las que está el mejor Camba.

            Hay dos maneras de juntar en libro artículos periodísticos. Una es la de la simple recopilación, sin selección y sin más orden que el cronológico. Es lo que hacen los estudiosos universitarios cuando rescatan la obra dispersa de un autor ilustre. La otra consiste en hacer con esas piezas dispersas una obra nueva, como hizo Azorín en Castilla y tantos en otros muchos de sus mejores libros.

            En París recoge Ricardo Álamo “una muestra significativa” de las colaboraciones de Julio Camba en el diario conservador El Mundo. Se centra en las publicadas entre 1909 y 1910. Quedan muchos más inéditos, ya que, en los cinco años en que colaboró en ese diario publicó más de cuatrocientas colaboraciones.

¿Merece la pena rescatarlas todas? No, ni en el caso de Camba ni en ningún otro. El prestigio póstumo de un escritor depende, en gran medida, de dar con el editor adecuado. Y no nos referimos al editor comercial, que también, sino al editor intelectual que es siempre, en mayor o menor medida, un coautor (y por eso su nombre debe figurar siempre en la portada).

            Poco favor le hacen a Camba algunos de los artículos que Ricardo Álamo rescata en este libro. Los dos dedicados al feminismo, por ejemplo, y no porque esté en contra, sino por lo inane de los argumentos. En una reunión feminista, interrumpe un borracho preguntando si las mujeres, una vez tengan derecho al voto, seguirán zurciendo los calcetines. La respuesta de la oradora no puede ser más sensata: “Los calcetines se los arreglarán aquellos que se los pongan”. La reflexión de Camba no puede ser más trivial: “A la larga, todo el mundo se cansa de las mejores comidas en el restaurant y necesita ir a reponerse, por lo menos una temporada, al lado de alguien que le haga un platito a su gusto, para él solo, y que ponga en las salsas, con la sal y la pimienta, un poco de ternura”.

            A veces Camba, falto de inspiración, repite el mismo artículo. “Cómo pudiera representarse fielmente el pueblo francés” trata del mismo asunto, y con los mismos argumentos y casi las mismas palabras, que “El champagne desaparece”.

            Ricardo Álamo, al contrario que otro editor reciente de Camba, Javier Jiménez, en Se prohíbe hablar con el conductor (donde se reúnen los libros Etc., etc… y Esto, lo otro y lo de más allá, ambos de 1945) ha decidido prescindir de las notas, a excepción de una, en el primer artículo, que es absolutamente prescindible. Quizá hubiera sido necesario poner alguna. El articulo “La modista y el albañil” comienza así: “El presidente de la República ha firmado un decreto prohibiendo las veladas en los talleres de moda”. Habría que aclarar que “velada” es aquí un falso amigo (no solo hay “falsos amigos” en lenguas próximas, también en la misma lengua en épocas distintas), no significa reunión festiva que se hace por la noche, sino trabajo nocturno, como se deduce de lo que el autor le dice a una amiga: “De hoy más, ya no se estropeará usted los ojos ni se pinchará usted los dedos cosiendo vestidos que no son para usted”. En el prólogo, el editor no parece haberse enterado de ese cambio de significado y por eso considera “rocambolesco” que el gobierno francés  prohíba las veladas en los talleres de las modistas. No es el único caso que demuestra una cierta desatención. Dos de los más divertidos artículos del libro, “Les affaires sont les affaires” y “El jardín de los suplicios” no se ocupan del escándalo a que dio lugar la muerte del presidente de Francia en brazos de su amante, sino de cuando esta fue acusada de la muerte de su marido. Y cuando duda de si el humor es una de las señas de identidad de Camba, basándose en lo que una vez le dijo a Luis Calvo, parece no haberse percatado de que en el artículo “Por la danza macabra” se define expresamente como “escritor humorista”.

            Pero estas precisiones importan poco a los aficionados a Camba, que son legión y desde ahora pueden contar con un nuevo libro, que, si no está a la par de sus grandes títulos, como La ciudad automática, sí contiene numerosos artículos que pueden ponerse a la par de los mejores suyos. Cito algunos: “Las barbas de Cleopoldo”, caricatura feroz en su aparente frivolidad del rey Leopoldo II de Bélgica; “Del dinero de Rochette” y “Muerte de un cobrador”, crónicas de tribunales; “A exterminar los apaches” y otras muestras de humor negro. Y todo el libro está lleno de pequeños detalles que a veces nos hacen sonreír, como cuando un diputado español se asombra y asusta ante la escalera mecánica del Quai d’Orsay  o Alejandro Lerroux ha de explicar a los correligionarios el origen de su fortuna (y estamos en 1910, mucho antes del escándalo del estraperlo).

            Aunque defraude a veces, Camba sigue siendo Camba. Qué gran autor cuando encuentra un adecuado editor, como Pedro Sainz Rodríguez con La casa de Lúculo.



martes, 4 de junio de 2024

Para los muy cafeteros

 

Andrés Trapiello
Fractal del salón de pasos perdidos
Alianza. Madrid, 2024.

A Dámaso Alonso le irritaba especialmente una clase de reseñas, aquellas que censuraban al autor no haber escrito el libro que el crítico creía que debería haber escrito o que no lo hubiera hecho como, en su opinión, debería haberlo hecho.

            Me imagino que a Andrés Trapiello le ocurrirá lo mismo y quizá no debería seguir leyendo. Voy a referirme a lo que se ha hecho con sus diarios en Fractal y luego a lo que se podría haber hecho si la intención era facilitar el acceso a su inabarcable Salón de los pasos perdidos –veinticuatro volúmenes publicados y doce más ya anunciados y en la pista de salida--  a los lectores que aún no lo conocen y no saben por dónde comenzar a hincarle el diente.

            La solución que se les ha ocurrido a él y a su equipo de asesoras ha sido preparar un aperitivo de ochocientas páginas, no exactamente una antología, sino un libro nuevo, o mejor tres editados juntos que reorganizan parte del material ya publicado.

Veinte frondosos árboles, los veinte primeros tomos del diario, han sido reducidos a tres bonsáis. Dentro de cada uno de ellos, no se respeta la cronología y el autor recorta y reordena con la intención de que cada uno de esos diarios en miniatura tenga la misma estructura que cualquier otro: una cita preliminar, un prólogo, un comienzo el primer día de año, un cierre el último día, pasajes líricos o humorísticos, divagaciones varias. La justificación de ese procedimiento viene dada en el titulo, Fractal. Una estructura fractal es aquella que se repite en diferentes escalas, esto es, que si partimos un objeto que tenga esa estructura en trozos más pequeños cada uno de ellos sigue conservándola.

            Andrés Trapiello y su equipo de editoras se han tomado tan al pie de la letra esa definición que han querido que las versiones reducidas de sus diarios tengan también una muestra de lo más insignificante y prescindible. En el Libro Tercero se incluye un pasaje en que el autor, desasosegado, sale de casa y compra un periódico en cuyo suplemento literario se le reseña y no muy a su gusto. ¿Tienen algún interés esas líneas sobre lo que dice no se sabe quién, un tal X, ni cuándo? No lo tenían cuando se publicaron y están más que de más en una selección que pretende atraer nuevos lectores. Los habituales ya están más que acostumbrados a su costumbre de aludir, no siempre para bien, a personas concretas y eludir su nombre sustituyéndolo por iniciales o por las X que ha convertido en marca de la casa. A veces prescinde de ellas y entonces es peor, como cuando censura a un crítico que hable de un libro de un tal Fulano, “que estuvo casado con la princesa”, sin mencionar su parentesco,  “como si tal circunstancia no tuviera que ver con la crítica ni con la literatura”. No, no tiene que ver. Y los libros de Alonso Guerrero valen lo que valen al margen de la circunstancia de haber estado casado con Letizia Ortiz. No deja en buen lugar al diarista este pasaje. “En su día el hombre confesó que no desaprovecharía esta ocasión para vender sus libros”. No hay constancia de ello y todo su comportamiento posterior indica lo contrario.

Los tijeretazos para reducir el árbol a bonsái, aunque parecen fáciles ya que las obras originales están formadas por fragmentos en gran medida independientes, no se han hecho siempre con cuidado. Una entrada de la página 669, comienza así: “Ha empezado uno la suya, Al morir don Quijote. Este sí que será un enlace”. Para entender ese abrupto comienzo tenemos que ir al diario del que procede, Apenas sensitivo. En él la entrada anterior habla del “enlace del príncipe y doña Letizia” y termina con estas palabras: “Claro que siempre nos quedará la novela de un futuro Galdós”. A esa novela y enlace se alude.

            Pero no es este lugar para pormenorizar ese tipo de descosidos. Basta subrayar la extrañeza de que se incluyan, junto a páginas antológicas, otras que los lectores fieles, pero no abducidos por el autor, preferimos olvidar, como cuando presume de haber sacado del contenedor de la basura, al que habían sido arrojados por estudiosos y lectores, a Galdós, Juan Ramón, Azorín, Unamuno o Manuel Machado. O aquellos otras en las que confiesa sin rubor su participación en premios amañados.

            ¿Cómo podría haber sido una introducción eficaz al Salón de los pazos perdidos? Bastaría un volumen de no más de trescientas páginas con una muestra de las muchas y diversas maravillas que el lector se va a encontrar en la obra completa. Habría aforismos, algunos de los cuales ya se repite como proverbial (“Si Cervantes viviese, el primer premio Cervantes se lo llevaría Lope de Vega”); piezas maestras de un impiadoso y quevediano humor, como las referidas al encuentro en Chinchilla con Arrabal; descripciones que aúnan costumbrismo y lirismo; estampas de la vida familiar; crónicas tan eficaces como las dedicadas al atentado y a las elecciones de 2004…

En Fractal están muchas de esas páginas, pero hay que armarse de paciencia para llegar a ellas. O quizá los intervalos de tedio (que el lector experimentado se salta, corrigiendo a los editores) nos permiten apreciar más los instantes de emoción y deslumbramiento.

            En el prólogo al Libro Primero afirma Andrés Trapiello que no pone los nombres propios “porque no le gusta presumir de amigos ni los diarios que parecen el Gotha”. Sn embargo, abunda en los suyos los encuentros con gente importante (en esta selección le invita a comer una ministra del PP, que lo sienta a su derecha, a pesar de que él es el único progresista de la mesa: otros tiempos), y a veces más que el Gotha sus diarios pueden parecer el Hola: una vez viaja con Sara Montiel, otra con Raphael, es testigo de la firma de libros con intermedio erótico de un cantante famoso.

            Una antología no mastodóntica de los diarios de Trapiello, hecha por alguien independiente, que no se someta a los caprichos del autor (en algún momento le da por poner un asterisco en lugar de la vocal final para evitar el masculino genérico), que sustituya las iniciales por nombres en el caso en que sean necesarios, que feche los fragmentos sería la mejor manera de mostrar a quienes se apartan de él por sus tomas de postura políticas lo que se están perdiendo.

A falta de esa antología, vale cualquiera de sus tomos (mejor, para empezar, los de menos páginas) o incluso este Fractal, imprescindible desde luego para los muy cafeteros, para el nutrido y aguerrido club de fans del Salón de los pasos perdidos, que es, a pesar de ellos y a ratos incluso de su autor, uno de los más ambiciosos empeños de la literatura española de cualquier tiempo.

miércoles, 29 de mayo de 2024

Poesía con notas


Luis Alberto de Cuenca
El reino blanco
Edición de Pablo Núñez Díaz
Reino de Cordelia. Madrid, 2024.

La evolución de la poesía de Luis Alberto de Cuenca no deja de resultar paradójica. Desde unos inicios herméticos y culturalistas, en la línea poética de los años setenta, ha pasado a convertirse en un poeta popular, con una difusión más propia de los que él mismo ha denominado “parapoetas”, y a la vez en uno de los más atendidos por la crítica universitaria. Tal hecho se corresponde con el carácter bifronte de su poesía, por un lado, llena de referencias cultas (acordes con la formación académica de su autor) y por otro próxima al lenguaje de la calle y a la cultura popular.

            Pocos autores han contado en vida con tal abundancia de reediciones y antologías. En la literatura española, quizá solo el hoy desprestigiado Campoamor pueda comparársele. Contra lo que pudiera pensarse, no es esa la única semejanza con el autor de las Doloras y Humoradas. Ambos bajaron el diapasón de la poesía, le quitaron los coturnos para ponerle zapatillas de paseo o de andar por casa.

En cuanto al prosaísmo y a la distensión poética, Luis Alberto de Cuenca llega a veces más lejos de Campoamor y comienza algunos poemas como si se tratara de un artículo periodístico o un apunte autobiográfico. En El reino blanco, encontramos abundantes ejemplos de ello. Así comienza uno de los poemas: “Y pensar que, después que yo me muera, / Foxá, que lleva muerto tantos años, / seguirá vivo en Cui-Ping-Sing, su obra / maestra, que escribió en el 38 / y dio a la luz un par de años después”. Difícilmente encontramos versos como esos en cualquier otro poeta, aunque no escaseen en Luis Alberto de Cuenca.

            La crítica académica, que suele ser acrítica, no acostumbra a entrar en estas cuestiones: el valor se les supone a los textos que estudia y todos están al mismo nivel. Hasta mediados del siglo pasado, los estudios universitarios solían dejar de lado la literatura contemporánea. En la universidad española, la primera tesis sobre un autor vivo, hasta donde llegan mis noticias, fue la que Carlos Bousoño dedica a la poesía de Aleixandre. Por esos años, otro doctorando, José María Martínez Cachero, tuvo que renunciar a ocuparse de las novelas de Azorín y sustituirlo por un poeta muy menor, pero del XIX. La situación ha cambiado, pero ahora casi estamos en el extremo opuesto. Y se aplican a obras contemporáneas herramientas filológicas más apropiadas para la literatura de otro tiempo.

            Una edición crítica resulta imprescindible cuando se trata de una obra que nos ha llegado en diversas versiones, manuscritas o impresas, ninguna de las cuales cuenta con el refrendo del autor. ¿Resulta necesaria en el caso de un autor vivo que cuida las ediciones de sus obras? Parece algo dudoso.

            Pablo Núñez Díaz, en su edición crítica de El reino blanco, ha tenido el buen criterio, de ofrecernos el texto limpio, sin llamadas a pie de página ni interrupciones aclaratorias, dejando las notas para el final. Si no una edición crítica, la reedición de obras contemporáneas necesita siempre un editor responsable: el autor no suele ser buen editor de sí mismo y con frecuencia deja pasar erratas y lapsus de una edición a otra. Un buen ejemplo de ello es este mismo libro, del que se había suprimido (al parecer por un error informático) el poema final en dos ediciones de la poesía completa del autor.

            Además de la minuciosa y precisa anotación de ediciones y variantes (como si se tratara de un clásico del Siglo de Oro), Pablo Núñez Díaz incluye algunas notas de otro tipo, que son las que mayor interés pueden tener para el lector común. La poesía de Luis Alberto de Cuenca, llena de explícitas e implícitas referencias culturalistas, se presta mucho a anotaciones enciclopédicas de este tipo, lo que explica en parte su éxito en el mundo académico.

            Las ediciones profusamente anotadas (dos o tres líneas de texto en la página y el resto ocupado por la nota) han perdido gran parte de su prestigio, hoy quedan como muestra de usos eruditos de otro tiempo (Francisco Rico hizo mucho por desterrarlos). A veces se confunde una edición crítica con una edición escolar, en la que se señala al estudiante la presencia de una hipálage o se le aclara quién fue Góngora. Al lector adulto, le sobran todas las aclaraciones que pueda encontrar con una simple consulta a Google o a cualquier otro buscador.

            En las notas a esta edición que no se refieren a variantes, nos parece que sobran unas y quizá falten otras. Si en el poema “La maleta perdida” encontramos el verso “tantas como los besos de los que habla Catulo”, no parece necesaria una nota que nos indique que se refiere al poema “Los besos” de Catulo (un poema, por cierto, sin título en el original). Ninguna nota lleva, en cambio, “Buscando el yo perdido”, que en los seis primeros versos parafrasea o cita (sin mencionarlos) a Quevedo, Cervantes, San Juan de la Cruz e incluso alude a una película de Garci. Tampoco se aclara en “Cuanto sé de mí” que ese es el título de un libro de José Hierro, publicado en el 58, y luego de sus poesías completas y que la cita que incluye Luis Alberto de Cuenca (“Tuve amor y tengo honor, / esto es cuando sé de mí”) coincide con la que Hierro toma de Calderón.

            Pero estas son precisiones de erudito que el lector, en la mayor parte de los casos, no necesita: el poema se sostiene sin ellas, aunque se enriquece cuando nos vienen a la memoria. Lo que conviene es ponerle en guardia contra cualquier intento de mitificación. No todo lo que publica Luis Alberto de Cuenca está al mismo nivel, no ya entre un libro y otro o entre una etapa y otra, sino en el mismo libro.

“Caprichos” se titula una de las secciones de El libro blanco. Como caprichos, ocurrencias, humoradas, a la manera de Campoamor, podemos considerar muchos de sus poemas, prescindibles unas veces, graciosos otras y no exentos otras de burbujeante frivolidad como de opereta: “¿De qué armario de diosa / mesopotámica / sale tu lencería / de seda grana? / --De un millonario, / que es quien ha renovado / mi vestuario”.

            No es posible ser sublime sin interrupción, como pretendía Baudelaire, ni poeta de verdad a todas horas. De los noventa poemas de El reino blanco pueden sobrar unos cuantos (el autor se muestra algo complaciente consigo mismo), pero a un puñado de ellos –yo me quedo, entre otros, con los epitafios a Joker y a Soseki, un perro y un gato, con la “Carta a los Reyes Magos” o con el becqueriano, y cernudiano, “Suspiro”, cada lector tendrá sus preferencias-- pueden aplicárseles las palabras de Horacio: “exegi monumentum aere perennius”, levanté un monumento más duradero que el bronce.

 

miércoles, 22 de mayo de 2024

La vida literaria

 

Miguel Munárriz
Empeñados en ser felices
Aguilar. Barcelona, 2024.

Hay una idea romántica de la literatura en la que los únicos personajes que importan son el autor que escribe en soledad y los lectores “que escuchan con sus ojos”, como en el soneto de Quevedo, a los vivos y a los muertos. Pero la literatura tiene muchos más imprescindibles protagonistas: los críticos, los editores, los libreros, los distribuidores, los gestores culturales. Es un arte, pero también una industria que emplea a miles de trabajadores.

            Miguel Munárriz comenzó como poeta y librero en Langreo, en la cuenca minera asturiana, allá por los años setenta. Integraba un grupo juvenil del que formaban parte, entre otros, los poetas Alberto Vega y Ricardo Labra y el artista gráfico Helios Pandiella, editores todos ellos de la revista Luna de abajo.

Miguel Munárriz no tuvo éxito con su librería y tuvo la inteligencia de abandonar pronto el verso (aunque solo como autor, como lector seguiría siendo una de sus pasiones). Su verdadero camino lo encontró de la mano de Ángel González, a quien Luna de abajo dedicó un espléndido homenaje que se ha convertido en objeto de coleccionista. La preparación de ese número monográfico le puso en contacto con los amigos de Ángel González, que eran en buena medida lo mejor de la literatura de su tiempo. El siguiente paso, fue la organización de unos encuentros literarios sobre la generación del 50 patrocinados por el Ayuntamiento de Oviedo. Vinieron luego otros encuentros sobre narradores, literatura hispanoamericana, literatura y cine. Entre 1987 y 2000 –escribe con razón Miguel Munárriz-- Oviedo se convirtió en una de las capitales literarias de España. Y en buena medida, fue obra suya. Gracias a esos encuentros se reveló como el más eficaz gestor y promotor cultural. Pronto daría el salto a Madrid, aunque sin abandonar nunca la relación con Asturias, alternando el sector público con el privado: dirigió el suplemento cultural de El Mundo, fue delegado del Principado de Asturias en Madrid y director de comunicación del grupo editorial Santillana, fundó –junto con Palmira Márquez, colaboradora imprescindible-- la agencia literaria Dos Passos, que todavía dirige (también un restaurante, la Vinografía) y siempre trató de ser el amigo de todos, ajeno a las rencillas y a los cainitas enfrentamientos propios del mundillo literario.

            De esa larga trayectoria quiere dejar constancia en el libro, lleno de nombres y de anécdotas, Empeñados en ser felices (el título ya es una declaración de intenciones). “Os quiero a todos” podía ser otro de los títulos. Claro que hubo quienes no se dejaron querer, pero Miguel Munárriz procura pasar sobre ciertos asuntos polémicos de la manera más diplomática posible. Un buen ejemplo lo encontramos en el capítulo dedicado a la frustrada Fundación Ángel González, de la que él era uno de los patronos por designación del Principado. Tiene claro quién se comportó de manera errática e incomprensible, incluso en contra de sus propios intereses, Susana Rivera, la presidenta de la Fundación, pero solo se lamenta de que el proyecto no se llevara a cabo, sin acusar a nadie. También de elegante manera alude a los rechazos de Gamoneda o de Valente a formar parte de nada que tuviera que ver con la llamada generación del cincuenta.

            Miguel Munárriz parece haber conocido y admirado a todo el que ha sido alguien en la literatura de las últimas décadas, pero no todas las anécdotas que cuenta resultan del mismo interés. Algunas incluso dan la impresión de haberle llegado de segunda mano. Es el caso, por citar un ejemplo, de la amenaza del Camilo José Cela al militante comunista y directivo de la asociación Tribuna Ciudadana (de la que Munárriz también llegó a ser directivo), José María Laso, que luego se quejaba en la prensa: “Hacerme esto a mí, que como todo el mundo dice soy un santo. Laico, pero santo”.

            Recupera Munárriz para el libro parte de su archivo: correspondencia, artículos, entrevistas, y no escatima los elogios que se le han dedicado. Cuando le llaman para dirigir La esfera, el suplemento cultural de El Mundo, Umbral quiere de inmediato conocerle y en su diario dominical, “Autorretrato con guantes”, escribe: “Munárriz me parece un chico alto y enterado, todavía con un cierto relente provinciano e ingenuo (quizá bien administrado por él), con ideas claras”. Eran tiempos en que aparecer en las negritas de Umbral suponía la consagración, estar en “el meollo del bollo”. Y también en los que el alcoholismo no parecía considerarse una adición, sino uno de los principales requisitos de la profesión literaria. “El grado de alcoholismo de los siete –nos dice a propósito de una cena del grupo de Luna de abajo con Ángel González y Susana Rivera--, en caso de tener que soplar ante la Guardia Civil, nos hubiera acarreado una pena de prisión importante”. Al riesgo que para la propia vida y la de los demás suponía conducir en esas condiciones ni se alude. Tampoco a que no todo fueron “carcajadas de admiración y delirio” cuando Bryce Echenique se subió al escenario del Campoamor, en plena ebriedad, y casi no dejó hablar a nadie más; algunos, dentro y fuera del escenario, sintieron vergüenza ajena. Recuerdo bien –fui uno de los asistentes-- la cara de espanto de Francisco Brines cuando estuvo a punto de contar un encuentro nocturno del poeta como los que luego contaría, con pelos y señales, un compañero de aquellas correrías.

Hubo también algún sonado enfrentamiento etílico entre el autor de El don de la ebriedad y José Agustín Goytisolo y yo mismo fui testigo de la avidez con que un demacrado Carlos Barral, al final de una de las comidas, y cuando su mujer le dejó solo un momento, se bebía con avidez los restos de vino que habían quedado en la copa de los comensales. En aquellos días de vino y rosas, no todos fueron rosas.

            Empeñados en ser felices retrata, con generosa e inagotable cordialidad, a una casi infinita nómina, a nombres muy conocidos y a otros menos, pero que merecían serlo, como el poeta Alberto Vega, pero es sobre todo un autorretrato de su autor, que aquí está entero y verdadero con todas sus cualidades, que son muchas, y también con las inevitables limitaciones.



             

 

jueves, 16 de mayo de 2024

El arte de leer

 

José Cereijo
Lecturas de riesgo
Polibea. Madrid, 2024.

¿Tiene sentido recopilar en un volumen las reseñas de novedades bibliográficas publicadas a lo largo de los años? Aunque no falten ejemplos de ello, en principio parece que no, que poco interés pueden despertar en el lector. Las reseñas que suelen aparecer en los suplementos literarios acostumbran a ser parte de la promoción del producto, publicidad encubierta. No es casual que los principales suplementos acostumbren a coincidir en el lanzamiento de la semana. Y cuando no forman parte del engranaje de la industria editorial suelen obedecer a la amistad o al intercambio de favores, el “do ut des” del que hablaban los clásicos o la sociedad de bombos mutuos del tiempo de Clarín. Es lo más frecuente en el caso de la poesía, un género que solo muy tangencialmente entra a formar parte del mercado.

            Lecturas de riesgo, de José Cereijo, se incluye entre las pocas recopilaciones de ese género desdeñado y menor que pueden leerse con provecho. El autor es un poeta, uno de los más notables de su generación, pero además, y antes que nada, un buen lector que gusta de reflexionar sobre sus lecturas y sobre el arte literario en general. Los libros de los que habla no le han sido impuestos --o imperiosamente sugeridos, según suele ser costumbre-- por el coordinador del suplemento en que aparecieron, sino seleccionados entre aquellos de los que tenía algo que decir.

            Comienza hablando de un volumen recopilatorio emparentado con el suyo, Lecturas ejemplares, en el que una serie de escritores seleccionan reseñan que ellos consideran “ejemplares”. No lo son muchas de ellas, señala atinadamente Cereijo, aunque puedan considerarse, sin embargo, textos literarios notables. Una reseña, en su recto sentido, debería ser “una lectura que pretenda, en primer lugar, entender lo que el texto dice y cómo lo dice, dejando en último plano  --como inevitable, no como deliberadamente buscado-- lo que esa lectura inevitablemente tiene de subjetivo”. El texto no debe servir de pretexto para el lucimiento del comentarista ni ser sometido al lecho de Procusto de sus prejuicios.

            Se ocupe de clásicos o de contemporáneos, lo primero que hace José Cereijo es tratar de entender y de situar en su contexto –no tomarlo como pretexto-- aquello que lee. Aunque trata principalmente de poesía, no deja de prestar atención a otros géneros (excluye la novela, el preferido por la industria editorial).

A propósito de la correspondencia entre Henry James y Robert Louis Stevenson escribe: “La edición de cartas privadas –aparte del dilema moral que tan a menudo plantea, o tal vez solo debería plantear--  tiene el riesgo de recoger cosas que, no pensadas acaso para su difusión pública, tal vez no tengan tampoco un público interés”. Eso último es lo que tan a menudo ocurre con los epistolarios de escritores, donde el editor no sabe distinguir entre las cartas con valor documental o literario y las que solo contienen corteses banalidades.

            Refiriéndose al diario de los Goncourt, subraya que “lo que lo hace hoy mismo una lectura fascinante es el don de los autores para el rasgo vivo, para evocar en pocas palabras a una persona o a un hecho y traerlos enteros ante nosotros”. De Gide nos dice que el protagonista de su Diario –también, de algún modo, un personaje de ficción—empequeñece a los de sus novelas, “todos, a estas alturas, un poco pálidos, un poco demasiado escritos”.

            La honestidad del autor le lleva a veces a discrepar en nota de sus propias afirmaciones. A propósito de unos versos de José Luis Parra (“Si el amor más sublime y acendrado / se va desdibujando con el tiempo / en el desván de la memoria, / ninguna eternidad nos merecemos”), se preguntaba si era realmente imprescindible el verso del “desván”, y ahora añade en nota que esa observación “da cuenta de un yo que encuentro hoy menos flexible y más inmaduro”, calificando de “superficial e impaciente” su mirada de entonces.

            Más discutible resulta otra nota en la que defiende su uso del término “poema dramático” en lugar del habitual “monólogo dramático”. Pero un monólogo dramático es un poema puesto en boca de un personaje –real o imaginario-- que habla en una situación concreta. En un poema dramático, los que hablan son varios personajes (a menudo, con el nombre de cada uno encabezando su parte del diálogo, como en una obra de teatro), mientras que en el “poema histórico”, como en tantos de Cavafis, se narran hechos de otro tiempo en tercera persona.

            Muy atinadas, en cambio, resultan sus observaciones sobre la autenticidad artística a propósito del libro Joana, de Joan Margarit. ¿Tienen valor esos poemas con independencia de la conmovedora anécdota biográfica que les ha dado origen?, se pregunta. “¿Soportan que olvidemos lo que tienen de transcripción de unos datos veraces –pero en un ámbito ajeno al del propio poema--, para centrarnos solamente en su autenticidad artística?”. Esa sería la pregunta esencial cuando nos acercamos a una obra de arte “basada en hechos reales”.

            A la interrogación de si estas reseñas, escritas a lo largo de dos décadas para diversas publicaciones, merece la pena que sean rescatadas, responderíamos que sí, aunque alguna de las obras que se comentan (el Diarios de Gide, por ejemplo) cuente con mejores ediciones y aunque no deje de rendirse, a la hora de hablar de poetas, cierto tributo a la amistad. Constituyen una excelente muestra de un arte no menos difícil que el de escribir, el de leer, y al que no suele prestársele demasiada atención.